5/14/10

Florecer a la sombra del tirano


Alguien llamó a éste un cuento "chino", porque le recordaba, decía, a un relato sobre la Gran Muralla china. Quería yo una cadencia con aire antiguo para contar un relato cuya semilla más prosaica está en la usurpación por parte de Carlos Salinas del poder presidencial en México, merced a un colosal fraude electoral que despojó del triunfo al ganador, al hombre por el que los mexicanos votaron en 1986, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano. Los resultados de este golpe a la democracia fueron el principio del desastre para México. Por entonces yo vivía en Querétaro, como librero, productor en Radio Querétaro (donde tuve uno de los primeros programas de la radio mexicana dedicado al rock en español, "Tiempo de híbridos") y periodista. A los pocos días del fraude salinista, alguien escribió en uno de los muros coloniales de Querétaro ante el que pasaba cotidianamente camino a la radio, la frase "Salinas usurpador", que lógicamente (la lógica del estado autoritario, se entiende) fue rápidamente cubierta con pintura blanca. En los días siguientes, la pintura de la denuncia empezó a verse cada vez más claramente debajo de la apresurada capa de pintura censora. Una nueva cuadrilla con mejor pintura y órdenes más terminantes acabó con el problema poco después, pero la imagen se quedó conmigo hasta que años después se convirtió en esto.

FLORECER A LA SOMBRA DEL TIRANO
Mauricio-José Schwarz


Lo relató una noche un hombre que surgió de la bruma.
     Ciego y paralítico, explicó que su estado se debía a que una noche, en su país, fue detenido por sospecharse que era opositor al régimen. Pero ésa, ya conocida, no es la historia.
     Es la historia de unos muros. O de lo que los muros dicen.

     Un día, en un país no muy grande, un tirano accedió al poder. El pueblo supo restar su temor de su indignación y permitió que el usurpador lograra su propósito sin demasiada violencia. Empero, esa noche, las voces del desacuerdo se hicieron letras en las calles, como aquélla que desemboca en el palacio de gobierno, donde aparecieron letreros acusadores.
     Es una calle hermosa, con muros encalados y columnas de cantera sobre las que la hiedra sube seducida por el cielo. Casas, ya pocas, comercios y centros de arte y cultura ocupan los edificios.
     La mañana posterior a la llegada del usurpador al palacio, los muros encalados mostraban, nueve veces, una leyenda estampada en letras negras y furiosas. Dos palabras, tan sólo. La primera, el apellido del hombre que ya habitaba en el poder. La segunda, la palabra "usurpador".
     Muchos muros del país mostraban frases similares. Pero esta historia no les pertenece porque con celeridad fueron borrados por los empleados municipales, cubiertos con gruesas capas de pintura y sustituidos por lemas apresurados sobre la unidad de la nación, las promesas del tirano o las loas anticipadas de la abundancia que sobrevendría.
     El tirano pasó por la calle, camino al palacio de gobierno, y ordenó que las leyendas fueran condenadas. La pintura las cubrió en pocos minutos. En la noche, el país era una sinfonía de muros blancos y silenciosos.
     Al día siguiente, empero, la pintura negra de las dos palabras se había colado en la nueva capa blanca y, gris pero nítida, la frase de nuevo recibió al tirano de camino a su trono.
     Sonaron órdenes terminantes, los funcionarios sudaron, el temor de ser despedidos sacudió a los hombrecitos que esperaban florecer a la sombra del usurpador. Varias cuadrillas, provistas de pintura de la mejor calidad, repintaron los muros.
     Al día siguiente, las letras de nuevo habían vencido la barrera y el tirano ordenó que muchos subalternos menores fueran reemplazados. Con gran urgencia, las imprentas del estado escupieron carteles con la efigie del hombre en el poder y en la noche fueron fijados sobre las ofensivas palabras.
     No hubo tranquilidad esa noche en la corte. El sueño escapó de casa de los cómplices y renuentemente visitó al usurpador.
     Esta vez pasaron varios días. Los hombres de palacio se dieron a las tareas de gobierno y a la construcción de su prosperidad personal. Los letreros empezaron a olvidarse.
     Pero antes de que pasara una semana, la pintura negra logró empapar los carteles y, junto al rostro sonriente, surgieron los trazos que denunciaban la usurpación.
     Entonces salieron del palacio funcionarios de mayor importancia que sentían seguro su lugar en el favor del poderoso. Los restantes tomaron decisiones drásticas. De nuevo, los trabajadores de rostro cansado llegaron al pie de los muros y, con picos y martillos, quitaron la cal de los muros. Sus gruesas lijas arrancaron las frases de las columnas de cantera. Especialistas en su oficio volvieron a encalar las paredes.
     Pasó un mes antes de que las acusaciones resurgieran en la pared. Hubo sospechas de que agentes enemigos del tirano fueran los responsables, pero las largas horas de vigilia a que fueron sometidos los soldados sólo demostraron que efectivamente los trazos reaparecían por sí solos, lentamente primero, al final con la rapidez de una bofetada.
     Todos los esfuerzos fueron inútiles. Con el tiempo, el tirano aprendió a transitar velozmente hacia palacio sin reparar en la cruel denuncia.
     La última vez que el joven ciego los vio, antes de su detención, unos muchachos habían pintado, quizá juguetonamente, corazones rojos sobre los letreros, para ver cómo, con la certeza del amanecer, las palabras reaparecían dentro de su nuevo marco.

     El hombre giró en sus silla de ruedas y se alejó. Nunca dijo el nombre del país, así que no sabemos si las letras negras aún señalan al usurpador cada mañana.
     Alguien aseguró que sí, pero los periódicos no dicen nada de esas cosas.

México-Tenochtitlán, enero de 1994

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"Florecer a la sombra del tirano" por Mauricio-José Schwarz Huerta está bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 Unported License.


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