12/23/09

El rostro

Hace ya muchos años, en el muro de un taller mecánico de la Ciudad de México apareció una pinta o grafitti que me llamó poderosamente la atención. De ella y de la forma de ser o vivir (o morir) de las bandas que por entonces recorrían la ciudad, nació este cuento que se escribió entre 1989 y 1990 y se publicó en 1991 en la colección Escenas de la realidad virtual publicada por Editorial Claves Latinoamericanas en 1991. Y sí, el grafitti en plena ciudad de México sí decía "Stop making sense". 


EL ROSTRO
Mauricio-José Schwarz


UNO
El rostro estaba delineado en negro, posiblemente con aerosol. Representaba a un hombre cuyo negro cabello en pico de viuda parecía peinado con espesa brillantina, la nariz estaba dibujada desde otra perspectiva que el resto del rostro, deforme –más como interesante aproximación de estilo que por estar rota–, las mejillas llenas no daban impresión de obesidad, sino de satisfacción, y la imagen general miraba al espectador con expresión de interés. Los toques de color estaban amorosamente aplicados: rosa en los ojos (¿dormido, mariguano, cansado, o todo eso junto?), y rojo en la boca, carnosa y apretada como un botón de flor, inclinada en una semisonrisa sarcástica. La imagen hacía recordar igualmente una esquemática caricatura de Orson Welles como el Ciudadano Kane o al perro Pupp de la segunda época de la historieta "Krazy Kat".
     Aunque podía ser otra cosa totalmente, ésa era la imagen que del rostro se había forjado Ernesto, la que recordaba en las sesiones de insomnio sudoroso.
     Como un predador nocturno y paciente, el rostro había ingresado en su vida. Cuando Ernesto se percató de su presencia en su memoria, ya era un hecho establecido, un icono que no tenía las cortantes aristas de los recuerdos nuevos, sino que se percibía desgastado por el paso de las ideas a su alrededor. Como una memoria infantil. Como algo repensado y recreado hasta suavizar su realidad para poderlo jugar en el terreno de lo ficticio, simulador de lo imaginario.
     La impresión era tan clara que pasó un par de días después de que tomara conciencia de este usurpador del recuerdo para que Ernesto descubriera que no era una colección de trazos imaginados por él, sino un dibujo real, que habitaba en la barda descascarada de un terreno baldío frente a la cual él había pasado casi cada noche durante los últimos seis meses. En algún momento de ese lapso, había sido pintado por algún chavo banda con influencias de Orozco o Warhol. Cabía igualmente la posibilidad de que siempre hubiera estado ahí, acechando, sonriendo a la espera de Ernesto. Jamás pudo recordar cuándo lo había visto por primera vez, pero al mirarlo detenidamente supo que había ocurrido tiempo atrás. Fue entonces cuando vio también –estaba seguro que por vez primera– una frase al lado del rostro. Era de letras cuadradas y estaba pintada en verde más oscuro que la pared. ¿Por qué no la había visto antes? Eran tres palabras en inglés

STOP MAKING SENSE

y Ernesto supo que no se sentiría tranquilo hasta averiguar el significado de las tres palabras. ¿Y por qué estaban en inglés? ¿Y por qué estaba siquiera el rostro ahí? ¿Y por qué, pese al cuidadoso trabajo en las facciones la camisa estaba inconclusa, como si el artista hubiera sido sorprendido por alguien, o como si hubiera decidido que en realidad lo importante era esa cara? Muchas preguntas estaban listas a ocupar las horas de vigilia y de sueño de Ernesto.


DOS
Nuevamente el rostro lo perseguía, diciendo

STOP MAKING SENSE

No lo decía, de hecho, sino que formaba las palabras con la boca sin que de ella surgiera un solo sonido. Y luego, los rojos labios formaban otras palabras: "Deja de ser razonable", "Ya no seas coherente", "Deja de tener sentido", "No seas cuerdo" y otras frases, todas ellas posibles traducciones de las tres palabras en inglés, aunque ninguna, según Leyton, su amigo australiano, transmitía el sentimiento exacto expresado en el clamor

STOP MAKING SENSE

Eran las cinco de la tarde y sobre el escritorio de Ernesto los papeles, la calculadora y los lápices no habían cambiado de lugar. El sol daba directamente sobre el cenicero en que descansaba el cigarrillo. Mirando el humo azul fluyendo a través de la luz, creyó adivinar en él los trazos del rostro. Cada noche, desde su descubrimiento del dibujo real, había pasado junto a la barda, observando intensamente el grafito en su superficie pero sin detenerse para examinarlo. Cada vez estaba seguro de que recordaba con exactitud el rostro, pero a los pocos minutos los contornos del recuerdo se habían vuelto imprecisa aunque la sensación  su mensaje oculto seguía siendo intensa y clara.
     Ahora su mano hizo lo que él sospechaba desde tiempo atrás que finalmente haría. Tomó un lápiz y en el anverso de unas hojas empezó a tratar de recrear la imagen que lo acechaba. Una y otra vez pensó o deseó estar en el camino correcto y una y otra vez descubrió que las líneas que su mano formaba no se asemejaban ni lejanamente al rostro de la barda. Pasaron las horas y las páginas.
A las nueve de la noche, agotadas las hojas y desbordante la desesperación, Ernesto arrojó el lápiz y antes de salir notó con poco interés que había emborronado, por detrás y por delante, todos los documentos a su alcance, incluyendo papeles de suma importancia en la oficina. No se preocupó por los problemas que ello le traería después.  Al salir de la oficina decidió dejar el auto y echar a andar hasta su casa. Dijo en voz alta algo acerca de cuánto le hacía falta el ejercicio, aunque sabía que todo lo que buscaba era examinar, tan minuciosamente como fuera posible bajo la luz de sodio, el dibujo del rostro.


TRES
La boca brillaba con una luminiscencia propia. La media sonrisa torcida parecía titilar bajo la luz amarillenta. El letrero acechaba con el filo agudo de sus letras angulares. Desde una cuadra atrás, Ernesto adivinó los trazos y se preguntó una vez más si la técnica era brocha o aerosol. Se detuvo junto al árbol que tapaba a medias la luz y se quedó varios minutos absorto en la contemplación del icono urbano que lo acosaba.
     Voces y un siseo. Ernesto volvió bruscamente a la realidad. Cruzando la calle, seis o siete muchachos ataviados en una abigarrada variedad de mezclilla y ropa negra se arracimaban contra otra pared. Del centro del grupo surgía el ruido: la tinta azul de un bote de esmalte en aerosol que protestaba ante la violencia del gas que lo arrojaba hacia el muro. El jovencito que blandía el bote pintaba como poseído, animado por el grupo, especialmente por una muchachita de no más de quince años. La corta falda de plástico imitación piel, la desgarrada camiseta negra, las botitas a la altura del tobillo, las medias negras y el maquillaje la hacían despedir un aire de sexualidad entre inocente y perverso que era imposible dejar de percibir. Mientras gritaba, animando al artista del graffiti, se balanceaba con un ritmo pélvico que disparó escalofríos al interior de los muslos de Ernesto.
     El muchacho que pintaba estaba vestido de modo menos extravagante pero claramente eficaz en la eventualidad de una pelea: ropa muy ceñida, camisa delgada, botas toscas, brazaletes con estoperoles cuya sola apariencia anunciaba que no eran sólo adornos, sino sólidas armas. Con la facilidad que da una larga experiencia, manejaba la lata con amplios trazos que marcaban en la pared, con la precisión de un esténcil

FUNK PUNK SAN MARTIN

en rasgadas letras adornadas con extraños símbolos. Luego, en breves trazos plasmó una gorda rata. La calidad del resultado, en rojo furioso, era de una caligrafía muy superior a la de la solicitud

STOP MAKING SENSE

pero el dibujo del roedor era de una pobreza lamentable al compararlo con el rostro que ahora la contemplaba calle de por medio.
     Ernesto experimentó una mezcla de sensaciones encontradas que lo inmovilizaron durante unos instantes. Deseaba que la banda que marcaba su territorio a pocos metros de él fuera la responsable del rostro, y a la vez el ver con certeza que su estilo era completamente distinto le causó un gran alivio. Como un niño curioso, deseaba y no develar el misterio. Luego el pánico lo cubrió como un aceite frío. Se dio cuenta de que su posición ahí, de noche, en una calle solitaria y con una pandilla de la cual sólo sabía que se hacía llamar

FUNK PUNK SAN MARTIN

era sumamente comprometida e incómoda. Peligrosa.
Se repegó al tronco del árbol, tratando de perderse en la áspera corteza, luchando porque lo absorbieran las mismas sombras que ocultaban la angustiosa petición

STOP MAKING SENSE

y que así su cartera y su reloj, sus plumas e incluso las llaves de su apartamento no tuvieran oportunidad de tentar a los jóvenes que tan amablemente habían traído una rata –por mal dibujada que estuviese– para hacerle compañía al rostro en las noches de lluvia que se avecinaban.
     Pasaron largos minutos. El siseo disminuyó y el muchacho delgado y sólido bajó el bote de aerosol y se alejó para contemplar su obra, con la satisfacción del artista. Al mismo tiempo, su postura, las piernas abiertas, la pelvis adelantada, la mano en la cintura y la mandíbula enhiesta lo revelaban como algo más: el líder de la manada, un hijo de la noche que mostraba el camino a sus seguidores.
     Los comentarios se desgranaron, dirigidos por uno que evidentemente era el segundo de a bordo del jefe y cuyas facciones lo señalaban como el encargado de los trabajos sucios, compitiendo por adular a la figura. La chica se acercó y lo besó hambrienta, rudamente, antes de arrancarle el bote y agregar su parte a la obra, como corresponde a la consorte del jefe. En letras de tamaño discreto pero con trazos agresivos y seguros, terminó el mural con las palabras: "Ojetes los Chak's". Nuevas alabanzas, discretas, surgieron del grupo para alimentar al jefe y su compañera. Un observador menos atemorizado que Ernesto habría notado que en la actitud del segundo en el mando, un joven extremadamente alto y delgado, rematado con un desproporcionado copete mal decolorado hasta darle un tono rubio pastoso, revelaba que además de la aprobación del jefe, existía en él la semilla de la rebelión. Los aplausos disminuyeron. Luego, la breve multitud empezó a moverse con intención de cruzar la calle, en dirección a la figura de Ernesto. Temió que lo hubieran visto y se acurrucó aún más contra el árbol, intentando a la vez parecer despreocupado, sin mirar a los jóvenes.
     El jefe de la banda, sin embargo, echó a andar en otra dirección, sin decir palabra. Como una mancha de peces, sus protegidos y adoradores giraron para seguirlo. Segundos después, Ernesto reunió el valor suficiente para atreverse a abandonar el oscuro y frío cobijo del árbol y, luego de una ojeada fugaz al rostro, echó a andar hacia su casa apretando los puños para evitar el temblor que lo invadía. No bien alcanzó la esquina, unas voces juveniles rebotaron por las paredes hasta alcanzarlo.
     Se escabulló sudoroso y esperó. Otro lapso increíblemente largo pasó. Las voces se acercaron, subiendo de volumen, amenazándolo con su sola existencia. Temió que lo hubieran visto, que se estuvieran preparando para asestar el golpe. Ernesto supo exactamente lo que siente el ciervo elegido por el leopardo.
     Las voces dejaron de acercarse. Murmuraban a un volumen sostenido, deliberando. La curiosidad empezó a tirar de los pies y la cabeza de Ernesto hasta que finalmente se atrevió a echar una ojeada.
     La banda había vuelto.
     Los reconoció por las piernas de la muchacha. Estaban frente al rostro y lo miraban haciendo comentarios que no alcanzaba a identificar. Pero los tonos de voz eran inconfundibles: estaban molestos.
     El falso rubio se volvió hacia la pareja formada por el jefe, sonriente, y la joven que lo abrazaba intensamente sin ser correspondida. Primero deslizó la mirada por ella y luego se volvió a él, extendiendo la mano. El jefe le entregó el bote de pintura aparentemente sin darse cuenta, como lo pensó no sin vergüenza Ernesto, que el fiel subordinado soñaba con eventualmente sustituirlo al frente del grupo y entre las piernas de la muchacha. La alta figura se adelantó hacia el rostro empuñando el bote.
     Lo agitó y oprimió el botón, disparando al aire, y descubrió con furia que estaba casi vacío. El siseo era débil, agonizante. Como fuera lo dirigió a la pared e hizo unos breves movimientos.
     Ernesto sintió que le faltaba el aire. Algo le dolió en el pecho.
     De nuevo la bandada echó a andar, ahora hacia Ernesto. Le indignaba la cicatriz, cualquiera que fuese, que le hubieran causado al rostro. Y hubiera estado seguro entonces de que el anónimo pintor pertenecía a los Chak's, todos ojetes según Funk Punk San Martín, a no ser por lo que escuchó cuando pasaron a pocos metros de él, sin verlo ahí, congelado en su furia, escudriñando sus juveniles caras.
     –Y si vemos una pinta de los Chak's, ya saben –rió el líder.

CUATRO
El daño era menor. Aunque en realidad eso dependía del punto de vista. Se trataba sólo de dos pequeños colmillos.
     A Ernesto le parecieron casi insoportables. Apreció que el enigmático rostro conservaba sus características de lejos, pero al acercarse uno descubría los colmillos y entonces dejaba de parecer una ingeniosa caricatura de Orson Welles o el perro Pupp para convertirse en un desgarbado vampiro, un Drácula de barriada sin imaginación, sin gracia alguna, que nada tenía en común con el letrero que lo acompañaba.
     Ernesto no fue a trabajar al día siguiente del atentado.
     Después de ver el dibujo profanado, se dirigió a su casa, reunió todo el papel disponible en su casa y empezó a dibujar. Nuevamente las líneas se le escapaban, las formas no permitían que las atrapara. Varias veces, cuando sintió la íntima seguridad de estar en la senda correcta y su mano se movía como poseída, sufrió enormes desilusiones. Cuanto más urgencia sentía de imitar al dibujante, fuera quien fuera, menos capaz era de replicar ese fluir que era indispensable conservar para la posteridad, lavando la afrenta al rescatar la esencia misma del rostro.
     Al amanecer ni siquiera se le ocurrió conseguir más hojas de papel para continuar el empeño con que había agotado las que tenía en casa. Su pulgar, su índice y su dedo medio rezumaban un líquido espeso por las ampollas que se había hecho y reventado durante la noche. Durmió un par de horas, sin descansar.


CINCO
No pensó en ir a trabajar. Obtuvo más papel. Se vendó torpemente los dedos. Siguió intentando dibujar el rostro todo el día.


SEIS
Al cabo de tres días de fracasos, el departamento de Ernesto estaba cubierto por una espesa alfombra de hojas de papel de todos colores, rayadas, cuadriculadas, lisas, perforadas, arrancadas de sus cuadernos, arrugadas o desmenuzadas durante sus frecuentes arranques de frustración. El teléfono, descolgado desde el primer día después del atentado, insistía en su cacofónico aviso de línea ocupada. Aquí y allá, platos con restos de los más inverosímiles platillos, preparados a fuerza de pura necesidad, se agazapaban, cubiertos de colillas y ceniza, tras vasos sucios y botellas de refresco. Ernesto echó una desconsolada mirada al desastre hogareño, sin notarlo, y se dijo sin convicción que debía salir a la tienda.
     Su camisa era un muestrario de restos de sus alimentos y un resumen de su creciente frustración. No se había cambiado desde el día del destrozo. Se puso un suéter para disimular la suciedad y salió. Se dijo que al menos tenía suficiente dinero para soportar algunas semanas, pero no se preguntó para qué, ni mucho menos qué haría después.
     Caminó hasta la tienda con rapidez furtiva, como si tuviera prisa de volver antes de que su madre descubriera que había dejado sobre su cama la fotografía de una mujer desnuda. Habitualmente compraba sus cosas en un pequeño autoservicio con una sola caja que estaba a sólo dos calles de su departamento. Esta vez agradeció que, además, estuviera en dirección opuesta al rostro. No deseaba volver a verlo así, mutilado, degradado, carimarcado.
     Tomó algunas latas, pan y refrescos y se dirigió a la caja. Elena, hija de los dueños y cajera ocasional lo saludó con familiaridad y empezó a marcar los artículos en su máquina.
     –Oiga, estas latas no traen el precio. ¿Me espera un momento? ¡Julio!
     Ernesto trató de mostrarse paciente, a sabiendas de que su aspecto no haría sino destacar cualquier actitud extraña que adoptara. Un muchachito se aproximó desde las profundidades de la bodega.
     –Búscate el precio de estas latas allá, frente a los vinos–le indicó la muchacha entregándole las tres latas y se enfrascó en la contemplación de un exhibidor de dulces, sin interés en conversar mientras esperaban.   Ernesto, por su parte, tampoco deseaba hablar. Esperó el regreso del ayudante.
     –Ninguna tiene precio –informó el muchacho devolviendo las latas.
Ernesto lo vio y sintió que lo sumergían en agua helada. Era el líder de Funk Punk, la punta de la madeja en cuyo centro reposaba el responsable de la destrucción del rostro.
     –¿Me espera un momentito, señor? –dijo la cajera–. Mi mamá tiene la lista allá atrás. Es que son nuevas y acaban de llegar.
     La cajera se alejó sin esperar el asentimiento de Ernesto, quien seguía con la mirada al muchacho. Vestido con un pantalón de mezclilla, tenis y camisa a cuadros, y peinado de modo por demás común, no tenía el aspecto seguro y amenazador que lo había identificado la noche anterior como jefe de la tropa. Era ni más ni menos lo que uno esperaría que fuera un dependiente de tienda de abarrotes. Y sin embargo, Ernesto lo sabía bien, era un camaleón a quien las sombras de la noche transformaban. Dócil, acaso servicial en el día, al faltar la luz extraía de las profundidades de su historia toda la rudeza, la sabiduría, la fuerza y el tacto para metamorfosearse en conductor de hombres.
     Ernesto hizo un esfuerzo consciente por contenerse. No debía hacer nada por el momento. Si deseaba cobrar su presa, debía acechar con paciencia. Con dedos tensos abrió uno de los paquetes de cigarrillos que había tomado y encendió uno.
     Cuando Elena volvió con los precios de las latas, una presencia dentro de él, hasta entonces ignorada, le empezaba a decir lo que debía hacer.


SIETE
Al salir de la tienda a las siete, el Julio nocturno, en cuero, metal y mezclilla muy pegada, el pelo peinado hacia arriba, los pulgares en los bolsillos y los movimientos displicentes y felinos, no se fijó en el hombre que esperaba fumando en la oscuridad de su auto. Esa tarde, Ernesto había vuelto al edificio donde se hallaba su oficina sólo para sacar el vehículo casi clandestinamente. Luego de algunos preparativos más sintió que estaba listo para llevar a cabo lo que empezaba a considerar su misión.
     Siguió a Julio un buen rato, hasta llegar a una parada de autobús, pero el joven no se detuvo. Dio vuelta en una pequeña calle y avanzó varias cuadras hasta llegar a un edificio que parecía deshabitado. Entró a él confiadamente. Ernesto sintió que su posición era, como algunas noches atrás, sumamente comprometida. Su mano derecha rozó primero y apretó después en el interior del bolsillo de su chamarra el metal del pequeño revólver .22 que había limpiado y cargado esa tarde, el obsequio que siempre había querido devolver a su hermano y que había dejado enmohecerse en un cajón durante varios años. Luego su mano fue al bolsillo y tocó la pequeña navaja. La sacó y la abrió varias veces antes de devolverla a su sitio. No se sentía tan vulnerable en realidad.
     A los pocos minutos, dos muchachos más entraron al edificio, seguramente miembros de la banda aunque Ernesto no pudo identificarlos. Sólo recordaba claramente al líder, al delgado profanador y, por supuesto, a la muchachita.
     En los siguientes quince minutos entraron otros tres jóvenes al edificio. Desde el auto, Ernesto pudo ver que eran muy jóvenes, acaso ninguno superaba los dieciocho años. Luego pasó otra media hora sin que llegaran ni la muchacha ni el arribista del copete. A ratos se revolvía incómodo en el auto, encendiendo los cigarrillos debajo del tablero temeroso de que, desde el oscuro interior de lo que sólo podía llamar guarida, lo estuviera vigilando a su vez.
     La puerta del edificio se abrió y los miembros de la banda empezaron a salir, sin tomar ninguna precaución, seguros de sí mismos. El desfile lo iniciaba el líder, tras él la presa de Ernesto, la muchachita y los cinco que habían entrado. Sin duda la chica y el mutilador ya estaban adentro cuando Julio y él llegaron. Desde el auto y con la ventanilla cerrada, no alcanzaba a escuchar lo que decían, pero era evidente que el falso rubio y Julio discutían. La consorte, de nuevo vestida con falda brevísima pero ahora mucho más inquietante merced a las medias caladas y la camiseta muy corta, sin chamarra, se veía turbada. El resto de la banda los seguía a respetuosa distancia.
     Ernesto leyó los movimientos de los tres jóvenes cuerpos. Se acercaba un momento de decisión.
     Julio dio media vuelta ignorando lo que el muchacho delgado decía y se enfrentó a la muchachita. La tomó del brazo y gritó algo señalando hacia el traidor del copete.


OCHO
Era tan claro para Ernesto como si los estuviera escuchando. Una historia antigua, pensó: el camino al poder con frecuencia pasa por el lecho –o su equivalente– del poderoso. El muchacho delgado había cuando menos intentado intimar con la pareja del jefe. Acaso ya estaban juntos desde tiempo atrás. Como fuere, Julio lo había descubierto y ahora reclamaba. Estaba perdiendo la calma, algo que los seguidores no suelen ver con agrado en su líder.
     La muchachita negó con la cabeza. Su boca formó un NO largo y agudo que alcanzó a colarse al interior del auto de Ernesto. Julio la abofeteó con la mano izquierda sin soltar la garra con que aprisionaba el desnudo brazo.
     Le tocaba mover al flaco. Era su oportunidad para destronar al rey defendiendo a la muchacha con éxito. Si no actuaba de inmediato, quedaría en evidencia ante todos. Quizá incluso sería golpeado y expulsado del hato.
     Saltó poderosamente sin gritar, tratando de sorprender a Julio, que seguía increpando a la muchacha. Pero los jefes de la manada no lo serían si no tuvieran instinto, y Julio exhibió el suyo haciéndose a un lado ágilmente, arrastrando con él a la muchacha para evitar que su retador cayera sobre ella. Punto a su favor. Su movimiento se hizo circular. Soltó el brazo de la chica y giró sin interrupción hasta que su pesada bota derecha se estrelló en el muslo del flaco, que se esforzaba por recuperar el equilibrio.
     Ernesto abrió violentamente la puerta y saltó al pavimento. Los cinco espectadores se volvieron a él, no así los combatientes ni su dama.
     –¡Suéltalo! ¡Es mío! –rugió Ernesto cruzando la calle. Ahora los veía con claridad. Apreciaba los mínimos detalles de los rostros, prematuramente endurecidos, que no alcanzaban a percibirlo como una amenaza.
     Ernesto se llevó la mano derecha al bolsillo del pantalón sin pensar y sacó la navaja. Con ello logró evocar una auténtica reacción en los muchachos, que se desplegaron en semicírculo. Ernesto cargó contra el que se hallaba al extremo, un joven moreno con la cabeza casi rapada, y lanzó una cuchillada que el joven esquivó con gracia.
     Nadie más se movió. Ernesto parecía un demente poco peligroso que uno solo de ellos podía controlar sin dificultad. Tal vez lo asaltarían y celebrarían al triunfador del otro combate. Disfrutaban, sin duda, la doble función que inesperadamente se les ofrecía a la débil luz del único farol disponible.
     –¡Quiero a ése! –empezó a explicar Ernesto señalando hacia la masa de brazos y piernas que se retorcía a pocos metros de él, en el suelo, en la sorda lucha de Julio y el aspirante al trono. El falso calvo no le hizo caso y empezó a dar saltitos laterales, buscando un hueco por el cual colar una patada.
     Ernesto recordó alguna película de pelea con navajas y empezó a pasarse el arma de una mano a otra, siguiendo el ritmo de los saltos de su oponente. Una oportuna patada hizo que la navaja saliera volando de su mano izquierda.
     Uno de los muchachos tras él lanzó una risita. La mano de Ernesto reverberaba como cuando uno golpea una superficie rígida con un palo que estuviera empuñando con fuerza. Casi había olvidado la pistola.
     Llevó la mano derecha al bolsillo de la chamarra. Ante el movimiento, dos de los muchachos reaccionaron y trataron de sujetarlo por detrás. Pero la mano ya se había cerrado cómodamente en la cacha del revólver y el índice recorría el guardamonte, buscando el gatillo.
     Las manos que sostenían su brazo derecho tiraron de él con fuerza al momento que su dedo hallaba la curva de metal. Desde el bolsillo de su chamarra la amenaza se cumplió explosivamente. El calvo lo miró sorprendido y bajó los ojos a su pierna, donde empezaba a formarse con rapidez una mancha oscura sobre la tela deslavada. Un golpe desesperado sacudió la nuca de Ernesto y las manos lo soltaron.
     Giró, levemente aturdido, al tiempo que sacaba la pistola del bolsillo. Los muchachos huían velozmente. Mientras tanto, el aspirante al trono trataba de soltarse de las firmes manos de Julio. La muchachita gritaba, tratando de protegerse tras el poste de luz, sin decidirse a huir abandonando a sus dos pretendientes.
     –¡Imbécil, nos van a matar! –aulló el flaco. El pastoso copete, empapado en sudor, le ocultaba ahora completamente el ojo derecho. Julio no pareció oírlo. Con un rápido movimiento le soltó la camiseta, lo golpeó en la cara y volvió a apresarlo.
     –¡Suéltalo, dije! –ordenó Ernesto extendiendo el arma. Julio lo miró con extrañeza, quizá reconociéndolo. Aflojó los músculos liberando al flaco. Éste se incorporó lentamente.
     –Asesino –murmuró Ernesto siguiéndolo con el cañón del pequeño revólver.
     –¡Qué? ¿Asesino? ¡Yo no hice nada! –dijo en jadeos entrecortados el flaco, mirándolo con un ojo izquierdo desorbitado.
     Julio sólo se movió para apartarse de su rival. Este siguió incoporándose mientras protestaba su inocencia. La chica gritó con más fuerza.
     –El rostro –articuló cuidadosamente Ernesto a modo de explicación. Por un momento recordó una época lejana de su vida en que no había rostro alguno en la pared, ni una súplica en esmalte verde

STOP MAKING SENSE

acechando a los transeúntes. Pero el rostro se volvió a formar en la pantalla de su memoria, el negro cabello, los ojos, la boca roja, los colmillos agregados por la mano criminal del vago que retrocedía ante él, las palabras casi bíblicas. Tiró del gatillo. El destello que escapó por la boca del arma brilló en plenitud y el ensordecedor ruido se continuó en el grito de la muchachita. Ernesto y el arma se volvieron a mirarla. Toda la furia que le causaban la falda, las medias, el largo cabello negro y la extraña atracción y entrega hacia los dos pandilleros, se agolpó en su dedo. Tiró nuevamente del gatillo. Una mano le aprisionó el tobillo haciéndolo perder el equilibrio. Julio, el líder, luchaba aún por su pareja. El joven se lanzó sobre Ernesto y recibió un tiro en la garganta.
     Ernesto se puso de pie. El flaco se retorcía en el suelo, sollozando con las manos en el abdomen. Ernesto se acercó a él y disparó de nuevo, buscando el corazón, pero el rubio no pareció darse cuenta de que otra bala lo había tocado. Ernesto le dio vuelta con la mano izquierda, apoyó la pistola en su pecho y disparó de nuevo.
     Mientras Julio se ahogaba en su propia sangre y el flaco dejaba de convulsionar, Ernesto se dirigió a la muchacha. Estaba sentada en el suelo, llorando como una niña, con las manos sobre el rostro. Entre sus dedos fluía un líquido oscuro y brillante. Ernesto pensó que quizá le había disparado en un ojo y puso el cañón contra la suave frente. Tiró del gatillo. El cilindro vacío sólo produjo el seco chasquido del percutor.
     La idea de huir no cruzó por su mente. Se sentó junto a la muchacha y, sin preocuparse por el continuado grito que salía de la boca semicubierta por las manos, le puso un brazo alrededor de los hombros y empezó a balancearse con ella, arrullándola con suavidad.


NUEVE
La policía llegó eventualmente. La muchacha, herida tan sólo en la mano izquierda, apenas pudo explicar lo ocurrido luego de varios minutos. Los demás miembros de la banda, incluido el muchacho con la pierna herida, habían desaparecido por completo.
     Golpearon a Ernesto. Le aseguraron a la muchacha que su castigo sería proporcional al daño causado. Lo llevaron a los separos de la delegación.
     Ernesto no estaba seguro del todo si había lavado a plenitud la afrenta cometida contra el rostro. Sus ideas no fueron completamente claras durante los siguientes días, mientras era interrogado y el juez le dictaba auto de formal prisión.
     Volvió a la realidad cuando lo dejaron en una celda en el reclusorio. Junto al retrete, numerosas anotaciones y dibujos daban fe de las opiniones, angustias, deseos y burlas de los anteriores ocupantes del lugar.
     Entre los dibujos obscenos y los torpes apuntes, Ernesto descubrió un rostro delineado en negro que representaba a un hombre peinado con espesa brillantina, el pelo en pico de viuda, la nariz chueca, rosa en los ojos y rojo en la boca, que hacía recordar igualmente una esquemática caricatura de Orson Welles como el Ciudadano Kane o al perro Pupp de la segunda época de la historieta "Krazy Kat".
     Junto, un letrero sugería

STOP MAKING SENSE

México–Tenochtitlán, 1989–1990.

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"El rostro" por Mauricio-José Schwarz Huerta está bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 Unported License.

11/30/09

Dame

Éste cuento es una mezcla de géneros. Hay gente que espera que un escritor que le gusta escriba siempre el mismo cuento o el mismo libro, en el mismo género, repitiéndose sin cesar. Yo prefiero tocar distintas bases, escribir relatos distintos o canciones o hacer fotos, es decir, no limitar mis ansias creativas. Aquí acabé escribiendo un cuento de amor de vampiros justificados científicamente con una trama policiaca. Las cadencias literarias y de desarrollo de la historia me gustaron especialmente al terminarlo. Sólo se ha publicado en la colección de cuentos Más allá no hay nada que publicó la Universidad Autónoma Metropolitana y que se acaba de reeditar en formato electrónico.


DAME
Mauricio-José Schwarz


Dame un pie, dame una mano, dame la sangre de los ángeles caídos y el humo de la basura incendiada que enrojece el atardecer. Dame las cuatro palabras que son la llave del lecho de las mulatas, dame la furia destilada de los niños que aprenden a odiar de madrugada. Dame los mensajes secretos de los periódicos de ayer y el lamento de los perros bajo la lluvia.
—¿En qué piensas? —preguntó Jasmín.
     Azrael se encogió de hombros. La ciudad era una mancha negra alrededor de los dos, pespunteada por los faroles, la mayoría tuertos de su único ojo, inútiles. Parecía que estaba a punto de llover. El aire se sentía húmedo y gris, pero el cielo sin nubes mostraba sus estrellas y su ausencia de luna.
     Caminaron hasta la avenida donde casi todos los faroles funcionaban, donde los automóviles daban la impresión de que había menos soledad que en las sucias calles transversales.
     —Yo creo que ya no vamos a poder vernos —dijo Azrael mirando cómo se hacían pequeñas las luces rojas de los autos que se alejaban.
     —¿Por qué? —preguntó Jasmín. Más que dolida, su expresión la mostraba sorprendida.
     —Te hablo luego para platicar, o te escribo una carta.
     —¿Hasta aquí llegamos, entonces?
     —No sé. De momento sí. De momento... cuídate mucho.
     Azrael le dio un beso en la frente y empezó a caminar en sentido contrario a la casa de Jasmín, en donde esa noche ella empezaría a reaprender la soledad.
     A lo lejos sonaba algún disparo, el disminuido eco de un grito, un silbato, el ronco escape de un autobús pero, sobre todo y entre todo, se escuchaban las sirenas que eran ya parte de la noche, los lobos mecanizados de la ciudad que aullaban hasta que el sol volviera.
Dame las uñas y los papeles que queman los poetas adolescentes en arrebatos purísimos. Dame las costras de las heridas que nadie recuerda cómo dolieron. Dame el brillo de las espuelas de plata que traía puestas mi abuelo cuando le metieron tres tiros por la espalda en un pueblo sin nombre. Dame la ofrenda de la música vieja.
 Frente al espejo, Azrael se hallaba cada vez menos tolerable. No por la nariz rota en algún momento impreciso del pasado ni por las anchas pinceladas azulosas que palpitaban bajo sus ojos como testigos de su angustia, sino por sus propios ojos. Le daba miedo la mirada que rebotaba en el delgado tesoro plateado del vidrio. Era una mirada que no podía ser cruel pero a cambio mostraba desconcierto, temor animal. Era una mirada que sólo llegaba hasta hoy, que no podía estirarse hacia el futuro pero que tampoco encontraba ancla en el pasado, razón para la ropa negra de Azrael, su descuidada palidez y los largos dedos con los que se tocaba la frente.
     Azrael se alejó del espejo sin pensar en Jasmín. Siguiendo un ritual esporádico abrió la caja que contenía las señas del pasado oculto: el peine seguramente ajeno que su cabello ferozmente rizado no le permitía usar, el guante de carnaza con el anverso brilloso y gris, resultado de un largo uso; el anillo dorado, la agenda casi en blanco, con un solo número telefónico escrito en una fecha diez años atrás; el pañuelo azul, las gafas oscuras, el arete que quizá si era suyo porque Azrael llevaba perforada la oreja izquierda.
     Extendidos sobre la estrecha cama, los objetos no parecían siquiera un rompecabezas. Alguno, acaso, tenía significado, pero no sabía cuál. La reconstrucción de su pasado le resultaba ajena aún cuando él lo aceptara. Todos los datos, todas las entrevistas, todos los documentos, probaban más allá de la duda que él era Azrael. No había en el universo poder bastante para crear un complot tan elaborado con el único fin de engañarlo. La historia que le habían contado acerca de sí mismo era, sin duda, la que todos conocían. Pero de nada le servía saber el nombre de los que habían sido sus amigos, los nombres y números de las calles donde había vivido, la lista de libros que había leído. Esa era la historia de Azrael por fuera, no tenía sentido si él no recordaba aquello que los demás, los otros, sus familiares y amigos, sus novias y compañeros, sus fotógrafos y sus maestros no conocían. A la historia contada correspondía otra que le resultaba una extraña, la memoria de las sonrisas, del sabor de las bocas de sus mujeres, el cosquilleo de la furia, la relación de lo que había pasado dentro de Azrael antes de que amaneciera en una cama de hospital, preñado de atroces dolores de quemaduras en buena parte del cuerpo.
     Con el tiempo había olvidado el dolor de esas semanas. Y los médicos insistían que todo lo demás lo había olvidado porque quería, en un acto de voluntad inconsciente, que podría recordar cuando lo deseara, que la amnesia de los cuentos no se había escapado para aposentarse en la realidad de Azrael.
     Los objetos lo esperaban pacientemente. Lo habían esperado siete años. No parecían tener prisa.
Dame los lirios que mastican con amargura los que tienen hambre junto al lago muerto. Dame axiomas y ecuaciones para poner en orden las palabras. Dame los relámpagos para dibujar la silueta de los buques que navegan de noche. Dame los laberintos que forman las uñas de las ratas cuando corren por los jardines. Dame la saliva de los desahuciados y el estremecimiento de las muchachas ante la primera caricia sobre sus senos.
La primera señal fue un escaparate abandonado. El animal de los recuerdos que dormía dentro de Azrael se agitó de modo apenas perceptible, como si se acomodara para seguir soñando su olvido. El cristal percudido y estrellado detrás de la cortina de acero dejaba ver los restos mortales del esfuerzo del último aparadorista, confeti regado sobre las superficies vacías, serpentinas como telarañas de colores, los cadáveres de globos desinflados colgando de un hilo polvoriento. Una fiesta que había terminado tiempo atrás y de la que todos se habían retirado sin hacer la limpieza.
     Azrael se alejó unos pasos y vio que el aparador había sido parte de una tienda de ropa para niños.
     No entendió lo que el aparador le sugería, pero al menos pudo identificarlo como un mensaje, el primero que llegaba desde su pasado.
Dame a los contadores de cuentos para narrar la desgracia de una raza. Dame el olvido que es la negrura que nos protege a todos. Dame la cólera de las palomas y los besos de los maniquís. Dame los lunes la sed de cada sábado y una gota de veneno en el café. Dame el silencio profundo del ámbar que cuelga en cadenas de los cuellos de las amantes notables.
La muerte de Azrael se llamaba Livia y tenía la venganza del color de la sangre como una chispa ardiendo detrás de sus ojos.
     Todo estaba olvidado para todos. Ella lo comprobaba cuando verificaba que el pasado había sido borrado de los diarios y de los archivos documentales de los tribunales. En lo que a Livia le parecía un esfuerzo monumental de los jueces, los acontecimientos del pasado doliente estaban también ausentes de los recuerdos, de la memoria, de las acciones de quienes la rodeaban.
     Semanas, meses había pasado Livia intentando obtener alguna reacción de los hombres y mujeres que la habían acompañado en la lenta tarea de identificar, enterrar y honrar los restos de Homero. Ni el nombre con su sonido antiguo de bronce, ni los detalles de la breve vida de la víctima, evocaban en los interlocutores de Livia más que una mirada vacía. No sabían, estaban seguros, de qué hablaba ella cuando mencionaba al bebé, su carne desgarrada, su sangre en la tierra, su dolor más grande que el cuerpecito destrozado. Tampoco parecían reconocer el nombre antiguo de Azrael, ni el turbulento juicio. Al condenar la memoria de Azrael y su sangriento delito, el tribunal había condenado también a todos al olvido, al silencio, para que nadie tuviera ya presente lo acontecido, ni siquiera Livia. Pero ella había hecho un esfuerzo por recordar, pasando por un proceso intenso para rescatar, recrear su pasado.
     Livia recordaba. Y al recordar, minuciosamente había reconstruido los acontecimientos, desde la desaparición y muerte de Homero hasta los pasos que había seguido Azrael después de cumplida la condena del olvido. La memorias habían adquirido un sentido peculiar, parecían más definidas, más vívidas que la propia realidad que la rodeaba.
     A Livia no le importaba que Azrael no supiera lo que era, lo que había sido. Ni siquiera le importaba que hoy Azrael sin titubear hallaría repugnante la idea de tomar a un niño de pocos meses y llevarlo a un claro apartado en el bosque para morder su blanca carne casi nueva, segar su pequeña vida de una dentellada y beber su sangre con gruñidos obscenos. Le dolía que Azrael, por ser lo que era, la hubiera condenado a la soledad y al olvido. Que el hambre brutal del monstruo que nadie quería llamar monstruo obligara a que los médicos y los jueces borraran las memorias de todos como quien pasa un trapo húmedo sobre un pizarrón en el cual hubiese estado escrita una parte de la historia personal de los involucrados, que era al fin y al cabo un trozo de la memoria colectiva.
     Pero ahora Livia sabía lo que Azrael había hecho. La memoria del vampiro la acompañaba día tras día. Homero se había ido, Livia no podría tener más hijos y Azrael tenía otra oportunidad inventada por los tribunales que buscaban hallar orden y redención en un mundo que había descubierto a los vampiros y, luego de fracasar en su intento por eliminarlos, luchaba por curarlos mediante el olvido colectivo y el perdón obligatorio.
     La justicia ya no importaba.
     Livia había decidido el día de su cobranza a la deuda de sangre, el aniversario que al fin había llegado. Sólo esperaba, agazapada, el momento para hacer efectiva la sentencia que había dictado contra Azrael.
Dame la tenacidad de la araña al saltar sobre su presa. Dame el filo cortante de los sables. Dame las mentiras que preceden al amanecer y dejan un frío metálico en la boca. Dame la caprichosa amargura del veneno. Dame la brisa de las cascadas en la noche. Dame los cuentos que relatan los inquisidores en el infierno y el terciopelo de los muslos de las adolescentes.
Azrael corrió de vuelta a su departamento como un animal que se apresurara a entrar a su cueva, seguido de cerca por un predador eficiente y afilado. Los recuerdos lo amenazaban sin materializarse, fantasmas adentro de su cabeza. Ni siquiera vio a la pálida mujer de gafas y ropas y cabellos negros que esperaba en el vestíbulo.
     Subió las escaleras y entró atropelladamente a su departamento para abrir con urgencia la caja del pasado y arrojar su contenido sobre la cama. Nada, sin embargo, parecía conectarse en su mente con el escaparate viejo. El peine no podía ordenar las serpentinas de papel. El guante de carnaza y los globos de colores carecían de terreno compartido. Nada en la agenda hablaba de niños, de ropa, de comercio.
     Lo habían hecho olvidar. Era natural. Tenían el poder para que la gente olvidara muchas cosas, todas ellas relacionadas con vampiros. Pero el olvido de Azrael era tan minucioso, tan alejado del trabajo de los encargados del control de los vampiros, que lo helaba. El miedo los había cubierto. Nadie sabía ni podía saber si era un vampiro o había sido la víctima de alguno. El olvido era la cura, para evitar la pena que antes había tomado la forma de una estaca tosca reventando un corazón rebosante de sangre ajena. Olvido para la víctima y el victimario. Olvido para los amigos y los enemigos. Memoria sólo para unos cuantos jueces y burócratas que llevaban, en algún lugar, la contabilidad macabra de un mundo que buscaba convivir con los vampiros y que, al pagar el alto precio del olvido, se evitaba el peligro de otros precios mucho más dolorosos, más sangrientos, de muerte sobre muerte y odio multiplicado.
     Pero, de cuando en cuando, los vampiros recordaban, sus víctimas recordaban, el remordimiento y el deseo de venganza renacían encadenados y se convertían en un nuevo peligro, otro posible eslabón de la cadena de sangre más amenazante ahora, cuando la epidemia había convertido en vampiro a uno de cada cien.
     Azrael recordaba los ojos abiertos de un niño, los colores de una ropa delicadamente infantil, los sonidos de una fiesta lejana y distorsionada, la sangre. Y con el recuerdo sobrevenía el miedo. El miedo personal que, de multiplicarse, podría ahogar a su mundo y desatar una espiral interminable.
Dame lo que tengo, lo que no puedo tener. Dame la sonrisa de las momias. Dame vida a cambio de mi muerte. Dame lo que no puedo quitarte. Dame las carreteras húmedas que tejen los caracoles en sus viajes nocturnos. Dame las negras alas de las palomillas revoloteando en espasmos. Dame de cenar un cáncer colectivo. Dame las armas para crear tu destrucción. Dame el temblor de unos labios pálidos a la luz de la luna.
Livia esperó. Había aprendido a esperar. Había practicado hora tras hora, semana tras semana. La impaciencia se había vuelto una desconocida. Dejó pasar el tiempo, ocupada en contrapuntear en su cabeza las imágenes que había rescatado para su memoria y las que se imaginaba que podría crear al concluir la cacería de Azrael, la mirada del asesino, acaso comprendiendo, recordando en los últimos instantes, por qué no merecía un futuro si le había arrancado el suyo a Homero.
     Y esta cuenta no se cobraba con estacas, sino con una pistola para destrozarle el corazón al vampiro y una sierra para separar la cabeza del cuerpo y causar espanto nuevo a los jueces que decretaban el olvido de los demás. Pero el arma principal era la palabra, para que Azrael recordara antes de morir, para que no se concibiera como inocente víctima.
     El tiempo de esperar se agotó. Livia subió las escaleras.
     Azrael abrió la puerta. Vio primero los ojos de la mujer, y eran tan fríos y vacíos que competían con el cañón de la pistola que sostenía insegura.
     -¡Camina para atrás! -gritó Livia.
     Azrael retrocedió. Su miedo se multiplicaba ante la perspectiva de morir sin haber recordado. El odio en los ojos de la mujer era una declaración formal y una condena.
     -No dispare, no dispare -pidió Azrael levantando las manos y de inmediato se dio cuenta de que cualquier súplica era inútil.
     -Tú estás vivo y Homero no -declaró la mujer.
     -¿Quién es usted?
     -La madre de Homero.
     El nombre no significaba nada para Azrael, pero las mejillas de la mujer de pronto se aparecían como una palabra cuyo significado hubiera conocido muchos años atrás, en un lugar menos frío, en una vida menos sórdida.
     -No recuerdas nada, ¿verdad? -preguntó Livia-. ¡No bajes las manos!
     -No recuerdo nada. Si esto tiene que ver con lo que no recuerdo...
     -¿Cómo sé que no mientes, que no has pasado estos años burlándote en secreto de haber logrado seguir vivo después de matar a mi hijo? -aulló Livia.
     Azrael la miró intensamente, sorprendido y dolido. Su gesto de sorpresa fue tan genuino que Livia hizo una pausa en su furia.
     -¿Yo maté a un niño?
     -¡A un bebé! -gritó Livia saliendo de su inercia-. Un bebé de menos de un año de edad. ¿Te sació la sed?
     -No lo recuerdo. No pude...
     -Pues recuérdalo, porque vas a pagar.
     Azrael se sumió un momento en su desesperación. Si éste era el pasado que había estado intentando recuperar, qué vacía había sido su búsqueda, sus noches de diálogos con Jasmín, su andar por las calles. Si él era un vampiro, tendría que estar de acuerdo con Livia, aceptar su destino como una bendición, como una liberación, según lo relataban las novelas de vampiros. Pero para hacerlo tenía que encontrar el remordimiento.
     -Tenía diez meses. Estaba en la cuna -empezó a recitar Livia y el cañón del revólver se balanceaba al ritmo de su voz, ronca pero aterciopelada aún en su furia-. Era de noche. Entraste saltando por la ventana, ágilmente. Quizá te apoyaste en un banco o en un bote de basura para alcanzar el segundo piso de mi casa. Tomaste a Homero y sin dejarlo siquiera llorar, tapándole la boquita con una mano, saltaste al jardín y te perdiste entre los abedules, corriste al campo de golf y al sentirte a salvo lo atacaste. Lo atacaste aunque era pequeño, aunque no podía defenderse, aunque no podía en realidad satisfacer toda tu hambre. Lo atacaste porque es tu instinto criminal, por ver la sangre, por sentirla, como un adicto busca la droga. No era un niño para ti. Era sólo un contenedor de sangre. A tus ojos no tenía futuro, no tenía padres, nadie lo quería. Mordiste...
     Azrael dejó escapar un grito que sonó como el aulido de un lobo negro. Livia sintió que estaba finalmente evocando en él el recuerdo que limpiaría la acción de ella. Sintió una satisfacción putrefacta. El hombre tenía cerrados los ojos, su conciencia se doblaba sobre sí misma, autista repentina, buscando la memoria.
     Azrael abrió los ojos y los fijó en Livia, en la línea de su negro cabello, en las cejas finas.
     -¡No! -dijo con firmeza.
     -No puedes negarlo. Acuérdate. Acuérdate del cuerpo sin vida de mi hijo, de cómo lo dejaste descuidadamente al pie de un árbol, de cómo caminaste satisfecho mirando la luna llena.
     -No era noche de luna -dijo Azrael sin inflexión, sin darse cuenta siquiera de lo que decía.
     Miró a Livia, su odio resublimado. Se detuvo en las aletas de su nariz, que latían rítmicamente. Subió hacia sus ojos, paseó por las orejas de la mujer, semiocultas bajo el cabello de ala de cuervo. En la izquierda llevaba una arracada y en la derecha apenas un broquel en forma de estrella.
     Los ojos de Azrael se dispararon un instante hacia los objetos del pasado que yacían sobre su cama, junto a la caja de madera. Los ojos de Livia lo siguieron y vieron el arete, compañero del que ella llevaba, la segunda estrella de un sistema estelar olvidado.
     -No era noche de luna -dijo Livia.
     -No -le hizo eco Azrael. Cuando ella volvió a mirarlo, era Azrael quien mostraba un odio poderoso, a punto de estallar-. Era luna nueva.
     -¡Dios mío! -el revólver en la mano de Livia tembló voceando por primera vez una duda.
     -Habíamos ido a comprar ropa para Homero cuando sufriste la crisis. Primero tuviste un ataque de fotofobia, pero ya los habías tenido antes. Compraste unas gafas negras para tolerar la luz del sol mientras hacíamos las compras. De regreso a casa, sacaste los guantes de carnaza que tenía en el auto y prácticamente destrozaste uno de ellos a mordidas, como un animal. No quisiste hablar conmigo. Llamaste a alguien, no sé quién, al único teléfono que tenías en tu agenda. Te tranquilizaste un poco y te quedaste horas encerrada en la recámara, peinándote el cabello. Lo hacías siempre que estabas nerviosa. Lo tenías más largo entonces. Siempre fue el objeto de tu vanidad -Una vez abierta la compuerta de los recuerdos, Azrael los enunciaba como si estuvieran vivos, como si en vez de pertenecer al pasado fueran la narración del presente.
     Livia había bajado el arma. Lo miraba incrédula. Sus facciones se habían tensado como si estuviesen marcándola a fuego y ella hiciera su máximo esfuerzo para no gritar de dolor.
     -Pero seguías inquieta. Me hiciste una escena de celos por ese viejo pañuelo azul que asegurabas pertenecía a alguna de mis amantes -continuó Azrael- y te encerraste con Homero en su recámara. Pasaron las horas. Finalmente, desesperado, forcé la puerta. No estaban él ni tú. En la cuna dejaste el anillo de bodas y pensé que sencillamente me habías abandonado llevándote a nuestro hijo. Dos días de angustia, buscándote, hablando con tu familia, con tus amigas, hasta que me avisaron que habían encontrado el cuerpo de Homero en el campo de golf.
     Livia levantó el arma y disparó conta Azrael. No era ya una venganza, buscaba solamente su silencio, volver al mundo en el que ella era la víctima, no la victimaria, la mano justiciera, no la mano asesina. Azrael cayó sobre la cama, el brazo derecho roto limpiamente por la bala. Giró, cayó al suelo y comenzó a incorporarse de nuevo.
     -Te encontraron una semana después, en el cementerio -siguió diciendo Azrael apenas parapetado en la cama-. Llevabas todavía en la blusa manchas de la sangre de Homero. Nadie había imaginado nunca que tú fueras... Luego nos llevaron a todos al olvido para rehabilitarte. Y tú, ¿qué hiciste? Inventaste recuerdos que te justificaban... preferiste creer que yo era el vampiro...
     Livia volvió el revólver hacia su rostro. Mordió el cañón, tiró del gatillo. 
Dame el hollín de las hogueras donde mueren los olvidados. Dame la oración que deja la celda de la memoria cerrada y más que cerrada para tranquilidad de todos, que yo soy el juez, el reo, la cárcel, el custodio y el alcaide. Dame la poesía que arrulla a los vampiros para que ya no necesite más nada. Dame la memoria.
Azrael se desplomó. Tranquilo por vez primera se dejó llevar por la inconsciencia. Quizá al volver, lleno de sus recuerdos, Jasmín lo estaría esperando.


México-Tenochtitlán
Mayo 1995 - febrero 1996.

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"Dame" por Mauricio-José Schwarz Huerta está bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 Unported License.

10/11/09

El libro de García

Siempre quise escribir un cuento que pudiera funcionar como un episodio de The Twilight Zone (La dimensión desconocida), que considero mi principal motivación para la literatura,  (sí, la televisión te puede llevar a la literatura, si es buena televisión). Se me presentó la oportunidad cuando me planteé un juego complementario a la Biblioteca de Babel de Borges. Mi pasión por llevar la contraria me sugirió contraponer una biblioteca con todos los libros como la que plantea Borges con una librería que tuviera un solo libro, el protagonista del cuento, claro. Se publicó originalmente en la sección cultural del periódico El nacional, luego fue parte de mi colección de cuentos Más allá no hay nada e hizo realidad mi sueño de relacionarme con The Twilight Zone o al menos con la televisión cuando se me pidió la historia y el guión para que Carlos García Agraz lo dirigiera como un programa de media hora de la serie Cuentos para solitarios, lo cual además conllevó ficha en IMDB, que no es poca cosa.
Por una cosa u otra, nunca he visto el producto terminado...


EL LIBRO DE GARCÍA
Mauricio-José Schwarz

Everardo no hubiera notado el letrero a no ser porque una palomilla pasó revoloteando muy cerca de su cara y él levantó los ojos para seguir el vuelo del insecto y tratar de alejarlo con la mano. Tenuemente iluminado por una farola de sodio que estaba lejos, en la esquina, se veía el letrero sobre el dintel de la puerta:

GARCÍA
LIBROS RAROS

La pasión de Everardo por los libros no era especialmente ardiente esta noche, pero la curiosidad, y la absoluta certeza de que a pesar de sus constantes cacerías por el centro de la ciudad jamás había topado con esta librería en particular, lo empujaron hacia la entrada. No había aparadores visibles desde la calle, y el sucio vidrio de la puerta apenas permitía discernir lo que había en el interior del minúsculo local, pero se veía con claridad el letrero de "Abierto" y la luz del interior era brillante.
     Everardo entró, tratando de rescatar de entre los restos de su borrachera y las emociones que la habían provocado, cierta pasion bibliográfica. Pensó en los volúmenes que cazaba año tras año y empezó a excitarse ante la perspectiva de encontrar alguno en el pringoso local de García: quizá la colección de cuentos de Bertrand Russell, alguna traducción fiel de los Rubaiyat de Khayyam o el manuscrito perdido de Manuel Alonso de Rivas, el herético franciscano del siglo XVIII.
     Everardo empujó la puerta. La librería por dentro era incluso más pequeña de lo que parecía por fuera. Giró hacia un estante y vio los libros.
     Se fijó en un ejemplar, sin duda viejo: Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, en una edición española que parecía de los años veinte. Junto estaba Alicia en el país de las maravillas en otra edición, ésta de Argentina. Y junto estaba una más, de bolsillo y bastante reciente a juzgar por la portada.
     Se volvió hacia otro estante. Ahí estaba Alicia en el país de las maravillas en edición ilustrada reciente. Y, junto, un volumen de evidente antigüedad, con pastas duras de piel, Alice in Wonderland. Abajo había varios ejemplares en rústica de la misma obra.
     Dio un par de pasos. En todos los estantes había Alicia en el país de las maravillas, nada más, en todas las ediciones imaginables. De algunos sólo había un ejemplar, de otros había copias suficientes para llenar una repisa. Leyó el título en francés, alemán, italiano, portugués e inglés. En varios tomos en ruso sus vagos conocimientos del alfabeto cirílico le permitieron discernir la palabra "Alicia". Lo mismo en griego. De las ediciones que por sus caracteres pudo deducir que eran árabes, hebreas, japonesas, coreanas, chinas y otras, sólo atinó a imaginarse que eran también Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll. Sacó al azar uno de los que mostraban los caracteres más intrigantes. Las ilustraciones correspondían a la obra de Carroll.


Hacia las cuatro de la tarde las barras de las cantinas del centro de la ciudad habían empezado a confundirse. La sucesión de cantineros (gordos, delgados, bigotones, jóvenes, viejos, de chaleco y corbata de moño, de delantal y en mangas de camisa) acabó fundiéndose en una especie de barman arquetípico que tenía como única misión en la vida mantener un trago en la mano de Everardo.
     A las cinco de la tarde salió desorientado de la última cantina de su periplo y empezó a andar sin rumbo fijo, con la suficiente conciencia como para convencerse de que necesitaba caminar y respirar aire fresco.
     Se sentía sobrio al encontrar el establecimiento de García, pero la multiplicación de la obra de Charles Lutwidge Dodgson, o Lewis Carroll, en los libreros que lo rodeaban le hizo dudar de su sobriedad. Sacudió la cabeza y miró a los estantes. Allí seguían.
     Una figura se movió al borde del campo de visión de Everardo. Un hombre pequeño, sentado tras el mostrador con gorra a cuadros y pesadas gafas pasó una página de un libro. Estaba absorto en su lectura, encerrado en una burbuja. Everardo se acercó lo más inconspicuamente que pudo, ojeando libros acá y allá (todos seguían siendo Alicia en el país de las maravillas). Cuando pasó junto al mostrador miró la página que tenía ante sí el hombre. Más de la mitad estaba ocupada por un grabado antiguo de Alicia durante su juicio, ante la reina de corazones.
     La librería era como una burla de la biblioteca infinita que imaginara Borges. Aquí sólo había un libro. El idioma podía ser distinto, las traducciones (hijas de la subjetividad y los prejuicios) variaban, las ilustraciones eran siempre incompletas y demasiado personales, las encuadernaciones iban de la más lujosa a la más vulgar, el papel, las dimensiones, el tipo de letra, todo era distinto. Y sin embargo era el mismo libro. Todos esos volúmenes eran un solo libro.
     La librería era, seguramente, producto de una admiración obsesiva por la obra de Carroll. Sin duda vendía muy pocos ejemplares. Pero el tipo que Everardo supuso era García se mostraba totalmente despreocupado. Parecía que uno podría tomar cualquier libro de los estantes y salir con él por la puerta sin pagarlo, y el hombre tras el mostrador seguiría leyendo sin inmutarse.
     —Mire, mire —dijo alborozado el individuo que seguramente era García, señalando el libro y sobresaltando a su cliente. Everardo se acercó con cautela. En la página, el gigantesco rostro sonriente del gato de Cheshire presidía sobre la conferencia del rey, el verdugo y la reina—. Son los grabados originales de John Tenniel. Las reproducciones no son muy buenas, pero aquí tengo otro donde se aprecian con enorme fidelidad...
     El hombre desapareció tras el mostrador. Everardo levantó el libro con cuidado. Era la edición de Porrúa de 1972 con traducción de Adolfo de Alba, y la portada anunciaba tanto Alicia en el país de las maravillas como Al otro lado del espejo, pero se le había arrancado al libro descuidadamente la segunda mitad. Llegaba apenas a la página 70 y Everardo dedujo rápidamente que el resto del tomo había sido desechado precisamente porque no era Alicia en el país de las maravillas.
     El individuo se incorporó mostrando un delicado volumen en papel biblia con cantos plateados. Lo hojeó rápidamente y llegó a la ilustración que había señalado en el otro libro.
     —Esto sí hace justicia al grabador, ¿no le parece? —preguntó. Acercó demasiado el libro a Everardo, haciéndolo dar un paso atrás para apreciar la imagen. No pudo percibir gran diferencia entre los dos grabados, pero asintió obediente.
     —¿No tiene una biografía de Lewis Carrol? —preguntó luego de un lapso embarazoso en que García lo miró expectante y sonriente, los ojos magnificados por los gruesos cristales de sus gafas.
     García dejó de sonreír. Pasó la vista por su local, diciendo con los ojos que, por favor, señor, ¿no ve que sólo vendo Alicia en el país de las maravillas?
     Los ojos de García volvieron a Everardo.
     —No —dijo García.
     —¿Y no tendrá por aquí Detrás del espejo? —insistió Everardo. La librería lo intrigaba y molestaba un tanto. Quería entenderla. Detrás de su conciencia sonaba una alarma: el hombrecito podía estar realmente loco. Se requería una obsesión genuina para emprender la titánica tarea que parecía haberse echado a cuestas García. Viajes, quizá, a países que jamás hubieran enviado a México un ejemplar de sus versiones de la obra de Carroll. Y mucho dinero. El establecimiento de García era una obra maestra de inutilidad minuciosa y delicada.
     García negó sin hablar, con cierto escándalo por las preguntas de Everardo. Como lo que sentiría un devoto musulmán si alguien llegara invitado a comer a su casa y pidiera unos embutidos de cerdo.
     —Está bien. Sólo tiene Alicia en el país de las maravillas, ¿verdad?
     El hombre asintió con un suspiro que sonaba a agradecimiento y la sonrisa volvió a su rostro.
     Everardo se volvió a ver de nuevo la librería. Su enigma era la suma de varios enigmas menores. Resolverlo exigía saber cómo alguien decide hacer una colección de un solo libro, y por qué decide que ese libro será Alicia en el país de las maravillas. Luego, determinar sus motivaciones para abrir un local comercial, pagando renta, permisos, impuestos, electricidad y demás, para exhibir y vender dicha colección, sin esperanzas de que las ventas cubran los gastos. Everardo dudaba que alguien, algún día, pudiera entrar a esta librería e interesarse por una traducción de Alicia en el país de las maravillas al finlandés. No la había visto, pero seguramente estaba allí, en algún lugar.
     —¿Se interesa por algún libro? —preguntó García animoso.
     —No lo sé aún —dijo Everardo a la defensiva.
     —Nadie sale de aquí sin un libro —sentenció García. Everardo buscó en la voz del hombre un tono de amenaza, pero no lo había.
     Lo separaban de la puerta no más de siete pasos. Tuvo el impulso de salir, olvidarse de los libros raros de García o volver con el sol brillando en la polvosa calle. Lo detuvo la voz del hombre:
     —¿Para qué sirve un libro que no tiene ni grabados ni diálogos?
     —No sé.
     —Nadie sabe. Es decir, hay muchas respuestas posibles, pero sólo una es la correcta, la que corresponde a lo que se pregunta Alicia al principio de El Libro —pronunció guturalmente las mayúsculas—. Antes de ver al conejo blanco. Cualquiera puede decir que un libro sin grabados y sin diálogos sirve para esto o para aquello o para nada, pero la respuesta adecuada sólo la conoce Carroll.
     —O Alicia —intervino Everardo simplemente por no quedarse callado.
     —¡Eso es! ¡Muy bien, muy bien! —aplaudió jubiloso el hombre.
     Everardo configuró la imagen de sí mismo en la barra de una cantina donde todas las botellas llevaban la etiqueta: "BEBEME". García se quitó la gorra y abrió aparentemente al azar el volumen de papel biblia que había sacado de abajo de su mostrador.
     —"Se quién era esta mañana, pero creo que desde entonces he cambiado varias veces" —recitó el hombre con gozo.
     Everardo se estremeció. Ya no tenía deseos de irse, ni de entender lo que estaba pasando, sino de saber por qué estaba pasándole a él. La cita dio en el blanco y Everardo optó por la senda del enojo.
     —¿Qué quiere usted? —preguntó con los dientes apretados al hombre que sonreía como gato de Cheshire. La sonrisa desapareció y el hombre caviló seriamente durante algunos segundos.
     —Dicen por ahí —comenzó solemnemente— que un monje hizo como ejercicio, a principios de siglo, una traducción de Alicia al latín clásico. Es sólo un rumor. Yo quisiera que tal volumen existiera. Y tenerlo aquí. Sería espléndido ver cómo logró resolver este monje políglota el poema de la danza de las langostas en latín. Y varios otros versos de éstos...
     —No, no eso. ¿Qué quiere de mí?
     —Nada. Que se lleve un libro. Yo no quiero nada más. Soy vendedor de libros. Usted llegó aquí...
     —Sí, sí —concedió Everardo y la marea de su ira bajó.
     —Voy a lavarme las manos. Mire, mire —indicó con la mano los estantes—. Sin compromiso.
     El hombre desapareció detrás del librero que estaba al fondo de la tienda. Everardo se acodó en el mostrador y encendió un cigarrillo. Miró a su alrededor. Y todo lo que estaba ante él era un solo libro.
     Alguna vez lo había leído. No recordaba cuándo. Primero tuvo una adaptación infantil que le causó la impresión de que el autor concatenaba situaciones absurdas sin causa ni propósito definidos. Luego lo leyó de nuevo y se enfureció tanto con los "adaptadores" del primer volumen que al final de la lectura recordaba poco de lo relatado. Pero el gato de Cheshire, la falsa tortuga y la reina de corazones aún estaban por ahí, entre sus recuerdos, bajo las recientes menorias de una mujer que a media noche se levanta de la cama y anuncia que se va, decreta el fin del amor, del sexo, del desayuno en común, del café después de ir al teatro, de la regadera compartida y la amable discusión para decidir quién limpia los ceniceros. Presencias frescas del empleo mínimo, de la supervivencia en tiempos de ruina que se ve reventada por viejos fantasmas que despiertan y empiezan a hacer preguntas sobre lo que se ha hecho y lo que no se ha hecho. Y más preguntas que iban encendiendo una serie de flechas de neón rosado y verde mostrando el camino a una cantina, luego a otra, a otra...
     Y finalmente a una librería lunática.
     El hombre volvió mientras Everardo levantaba Alice au pays des merveilles con las fotografías tomadas por el propio Dodgson.
     —¿Por qué Alicia? —preguntó finalmente Everardo.
     —En realidad por nada en particular. Podía haber elegido cualquier otro libro. —El rostro del hombre cambió sutilmente. Ya no tenía la sonrisa de entusiasmo casi infantil, sino un gesto de profunda concentración. El gesto de quien hace la glosa del resultado de largas y profundas cavilaciones—. Son muchísimos los libros que tienen todas las respuestas que uno necesita. Si uno se pregunta por la justicia, digamos, puede encontrar excelentes respuestas en El Quijote igual que en El proceso de Kafka, en los cuentos de Edgar Allan Poe o en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick. Todos los libros son respuestas. Uno los evalúa de acuerdo a sus propias preguntas. Por eso los críticos nunca se ponen de acuerdo: preguntas distintas, ¿ve usted? Si uno lee El juego de abalorios de Hesse preguntando si el autor padecía complejo de Edipo leerá un libro muy distinto que si lo hace preguntando sobre el valor de las sociedades teocráticas o el significado del arte. En ese libro las respuestas son las mismas, pero el lector las altera con sus preguntas. En muchos libros hay respuestas distintas, claro. Pero ninguna es incorrecta. Todas son correctas...
     —Si uno tiene la pregunta adecuada —dijo ausente Everardo. El hombre asintió.
     —Exactamente. Una sola pregunta, como la de Alicia respecto de los libros que no tienen diálogos ni grabados, tiene muchas respuestas. Las respuestas están en los libros. La respuesta adecuada a su pregunta sólo la conoce Alicia. Ante las respuestas de los libros, sólo uno conoce la pregunta adecuada.
     —¿Y Alicia en el país de las maravillas responde a todas las preguntas de usted?
     —No —repuso García. Echó una conspicua ojeada a su reloj de pulsera. Debían ser las ocho de la noche. La librería cerraría pronto.
     —No entiendo.
     El hombre acarició los lomos de los libros que estaban en el estante más cercano. Miró intensamente a Everardo y éste apartó la mirada fingiendo distraerse con el tomo mutilado de Porrúa.
     Lo abrió de atrás hacia adelante y se detuvo en la penúltima página del libro.
     —Tiene las respuestas de usted —dijo distraídamente el hombre y desapareció de nuevo tras el mostrador, revolviendo papeles.
     "—¡No! ¡No! —dijo la reina—. Primero la sentencia y luego la deliberación", leyó Everardo. Era una buena respuesta lo que le había ocurrido. Al menos a una parte. La respuesta era buena, pero le faltaba la pregunta.
     El tomo mutilado le pareció de pronto un animal desamparado que necesitaba de su atención.
     —Me llevo éste —anunció Everardo.
     —Lléveselo. Y ya váyase. Voy a cerrar —sonó la voz del hombre desde abajo, tras el mostrador.
     —¿Cuánto es?
     —Nada, nada. Es un libro roto, viejo. Las hojas están amarillas y en la página once tiene una mancha de café. Y la portada está rota. No vale nada. Buenas noches.
     Las últimas palabras de García eran terminantes. Everardo murmuró un agradecimiento y salió hacia la noche, abrazado al libro.


Cuando Julieta entró al pequeño establecimiento de "García, Libros raros", quedó profundamente sorprendida. En todos los estantes no había sino ediciones diversas y traducciones de El idiota de Dostoievski. En ruso, en alemán, en francés, en inglés, en español, en pastas duras y en rústica, todo el local de García estaba ocupado por un solo libro.
     Al fondo, tras el mostrador, un hombre pequeño, de gorra a cuadros y gafas, hojeaba muy serio un ejemplar de El idiota.

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"El libro de García" por Mauricio-José Schwarz Huerta está bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 Unported License.

10/2/09

Era otra onda

Eso que, si tuviera alguna uniformidad, podría llamarse mi generación, ha ido escondiendo en un armario los momentos difíciles y sometiendo a proceso de continua revisión al alza sus mejores recuerdos. De mi pequeño salón del clases del bachillerato salieron, sólo a guisa de ejemplo, un asesor presidencial creador de algunas de las más atroces propuestas económicas que han azotado a México, un ecologista de verdad que ahora colabora con los cazadores en la conservación de especies que a nadie más interesan, un campeón de ventas, un médico brujeril que hace tai-chi mientras uno trata de hablar con él, uno de los más brillantes físicos del país y más de un capitán de empresa cómplice del gobierno de turno, sea cual sea. Así acabó la generación de las flores. Este cuento sólo ha aparecido en mi colección de cuentos Más allá no hay nada publicada por la Universidad Autónoma Metropolitana en 1996.


ERA OTRA ONDA
Mauricio-José Schwarz


Somos los Chavos Floreros
Con boletos de luneta
Para la Resurrección...


Parménides García Saldaña
"Somos los primeros", 1975

—Bueno, nosotros éramos los que íbamos a construir la república del amor, el imperio de la paz, los que íbamos a acabar con la gachez, los que marchábamos decididos a conseguir que la injusticia se convirtiera en tema antiguo para los libros de historia; éramos el comando de la erradicación definitiva de la pobreza, el operativo que descubrió la contaminación y cómo evitarla, los batallones con botellones de la Arcadia pastoral de Lope de Vega, autoconvocados para reinventar al dios vengador y convertirlo en el baterista de la banda, o en el vocalista, si mucho insistía; fuimos los ejércitos de los cielos en la batalla final para que la modernidad fuera patrimonio público y notorio de toda la raza, pelotones de ángeles eléctricos, de arcángeles barbados en amor libre, de querubines con vestidos de colores y morral al hombro, serafines de larga duración a treinta y tres y un tercio de revoluciones por minuto incluyendo la cubana, la mexicana y la soviética; equipo ofensivo y defensivo que hizo a Cristo socialista y que alineaba igual a Gibrán y a Kerouac, a Zapata y a los unicornios celtas, al Che Guevara y a Janis Joplin, al emperador Cuauhtémoc y al mamón de Andy Warhol; éramos los que éramos. Nomás que nunca nos preparamos para la derrota. Y perdimos gacho, como perdió Napoleón.
     Javier alcanzó a pensar que el tipo tenía un discurso claro, lúcido y hasta apasionante. Pero uno no se puede poner a admirar los finos giros de lenguaje y la retórica vibrante de nadie que tenga un cuchillo acariciándonos el cuello, de noche y en una calle desierta.
     Apenas había visto un momento el rostro del asaltante que pasó junto a él y que se volvió rápidamente para tomarlo del cuello y exigirle la cartera. Ya con la cartera, el asaltante había calculado la edad de su víctima en la misma que la suya y se había lanzado a un análisis tan florido como inoportuno de los caminos retorcidos que había seguido la generación a la que ambos pertenecían. Javier calculó que el tipo podía echarle un largo rollo sobre el proceso de pavimentación de la generación de las flores, considerando que no parecía haber nadie cerca y ya era realmente tarde.
     Un apretón de cuello y la sugerencia del filo del cuchillo en su cuello llamaron una vez más la atención de Javier. El atracador callejero aún tenía ideas por desarrollar.
     —Imagínate, maestro. En una película podía resultar que tú y yo fuimos parientes, o compañeros de la escuela, o tocábamos en el mismo grupo, y me ves, me reconoces y me dices "hermano", y me invitas a tu casa a reconstruir mi vida para que aprenda a usar chamarras italianas de cuero, para que cambie el Flamazo por Johnny Walker y juntos, debidamente asociados, poníamos una casa de bolsa o de putas, o de perdida una compañía de importaciones de chingaderas chinas, ¿no? Final feliz. En el pinche mundo no hay finales felices, tú... ¿cómo dices que te llamas? Acá dice, en tu dinero de plástico... Javier. Ni siquiera te llamas Johnny o Danny o Jimmy... Javier... qué pinche.
     Javier omitió ofenderse por el desprecio a su nombre de pila. Sólo se permitió relajarse mínimamente al sentir que el cuchillo se apartaba unos milímetros de su garganta mientras el ladrón abría su cartera y leía sus tarjetas de crédito usando el reflejo de las luces en el cielo mugriento de la ciudad.
     El cuchillo volvió a anidar junto a su yugular.
     —Éramos los mismos, ¿no? ¿O a poco no oías a los mismos grupos que yo, y soñabas, de menos a ratos, lo mismo que soñaba yo?
     Javier asintió cuidadosamente.
     —Qué jodido, ¿verdad?
     Volvió a asintir.
     —¿Por qué no hablas, tú? ¿Te da miedo hacer enojar al señor atracador y que te deje ir la punta? No mames. Si no te pasas de lanza, a la mejor y sales de ésta con la pinche anécdota del siglo para tus nietos. ¿Eres de los que se casaron a lo pendejo a los veinte y ya tienes nietos? No, ¿verdad?
     Javier negó con la cabeza y luego dijo un apagado "no".
     —¿Cuál era tu grupo favorito?
     —Los Ju —admitió Javier subiendo un poco la voz.
     —¿Los Ju? Ah, The Who, ¿no? El Townshend en la guitarra, el chingonazo del Entwhistle en el bajo y la voz del güero ése medio mamila, ¿cómo se llamaba?
     —Roger Daltrey —informó Javier ahogadamente.
     —Ése mero. Pero cuando tocaba la batería el loco del Keith Moon, ¿no? Cuando le daban en la madre a todo el equipo acabando de tocar. Lástima que el Moon se murió por pedo y pastizo, ¿no?
     Javier volvió a asentir. El cuchillo ya le dejaba más espacio de maniobra.
     —O a lo mejor él vive en el paraíso de los rockeros y nosotros somos los que nos morimos. Hasta tú. Con toda la lana, y las gordas, y el buen chupe, y los viajes y la madre... ¿no extrañas el rol del rock y los pinches sueños de my generation? Digo, a menos que se te hayan olvidado de plano. Pero eso no pasa. Los tengo checados. Todos, de cuando en cuando, al oir una rola, al ver de pronto una película o un pinche disco, la expresion les cambia, aflojan los hombros, gritan "¡uuuuta!" y se lanzan por la vereda tropical de la nostalgia fresca. Todos nos acordamos, ¿verdad?
     —Sí. Uno se acuerda.
     —Y ahí está la gran chingadera. Que acá en el coco nomás se quedan los buenos recuerdos, las buenas ondas de los chavos idealistas, románticos, de florecitas y frases cursilonas y se nos olvida todo lo gacho. Entonces de repente no nomás andábamos como una organización de locos compitiendo para ganar el contrato de construcción de la utopía, sino que además acá arriba, en nuestras azoteas, sí la construimos y la vivimos, aunque fuera a fuerza de yerba y ácido y hongos y pastas. Y ahora somos el Caín del siglo veinte, al este del paraíso y sin un puto boleto del Metro para regresarnos al Edén, ¿verdad? Y ni un cabrón Arcángel Gabriel que nos haya corrido, para remate. Salimos caminando por nuestra cuenta, a lo güey. Ya no podemos echarle la culpa ni a nuestros papás. Valimos madre solitos, nos desinflamos, fuimos dejando cachos acá y allá, como si el sueño se nos fuera deshilachando, como si tuviéramos lepra en las ideas. La música era más chida entonces, creemos, y seguimos sin aceptar que a los Beatles también les interesaba la lana, y se cogía más sabroso a los veinte años, ¿no?
     —Puta, sí —dejó escapar Javier. El discurso del tipo estaba, pese a todo, regresándolo en el tiempo.
     —Sicodélicos, macizos, gruesos, hijos del pop, greñudos, jipitecas, onderos, ¡viva la chaviza, muera la momiza! Andábamos con la brújula hecha un pinche rehilete y ahora resulta que en la película que nos pasamos al cabo de los años ya editamos todas las fregaderas y éramos los más chingones de la pradera. Nosotros tragábamos mierda y dejábamos que los cantantes de protesta nos vieran la cara de pendejos nomás porque ellos también tenían cara de pendejos. Todos teníamos un cuate gruesísimo que tenía su propio departamento para los reventones, con un cuarto pintado de negro y una lámpara pinche con un foco de veinte watts para que allí comulgáramos con Jimi Hendrix o, ya muy cagados, con la Tinta Blanca y los grupoides aztecas ésos.
     El cuchillo se había alejado. Javier respiró hondo.
     —¿Tú fuiste a Avándaro? —preguntó el asaltante.
     —No.
     —No te dejaron ir, ¿verdad? ¿Qué tenías, quince años?
     —Dieciséis.
     —Yo también. Me lancé con la pandilla en un pinche camión jodido que olía a meados. Ellos iban dizque a la carrera de coches, pero la verdad es que todos queríamos hacerle al Woodstock. Cuando la chava ésa se encueró, creímos que estábamos en Nueva York, me cae, y eso que a mí me tocó retelejos. Se veía como pulga vestida. O desvestida, pues, pero nomás saber que se había encuerado era como descubrir que no estábamos tan jodidos, que éramos parte de la neta universal.
     Hubo una pausa larga. Javier volvió a respirar profundamente.
     —Amigos, amigas —dijo el asaltante engolando la voz—, ésta fue la hora de los recuerdos que ahora llega a su fin. Antes de despedirnos del aire sólo nos queda pedirle a nuestro amable radioescucha que se quite la chamarrita y el reloj, para que su servidor y amigo se retire, que con esto ya sacó el día y puede volver a su cantón a escuchar rolas viejas. Ha sido un gusto estar con ustedes y recuerden que hay que valorar el momento porque pocas veces tiene uno la oportunidad de recordar qué onda pasaba, de pensar qué onda pasó y de redescubrir que la onda era otra onda.
     Javier sintió que el asaltante se apartaba un poco para dejarlo quitarse la chamarra. Empezó a hacerlo suavemente. Sacó primero el brazo derecho y luego empezó a deslizar la manga por el izquierdo.
     —Éramos ésos, y mira quiénes somos ahora —dijo el tipo.
     Javier dio un paso al frente y giró lanzando la chamarra como un látigo contra el cuchillo del tipo. Sorprendido, el asaltante apenas gruñó y trató de acercarse a Javier. Una patada en la rodilla izquierda lo hizo trastabillar. Javier le tiró otro puntapié para ganar tiempo y, sin soltar la chamarra, con la mano derecha sacó su pistola. De entre las sombras surgieron dos tipos endurecidos, sólidos como tractores, llevando en las manos pistolas que parecían cañones Howitzer apenas reducidos y hacían que la de Javier pareciera un juguete.
     —No podíamos hacer nada, jefe —dijo el más grande de los dos sin dejar de mirar al asaltante con los ojos y con el cañón de la pistola‑. Si tratábamos de venadear a este cabrón lo podíamos chingar a usted o a la hora del plomazo hacer que le cortara el pescuezo.
     —Usted disculpe, diputado, —acotó el otro.
     —No hay problema—, dijo Javier—. A la chingada con él.
     —No chingues, maestro —fue lo último que dijo el asaltante antes que el tipo grande le disparara el primer tiro en el pecho. Jaló aire con fuerza y cayó al piso. Allí recibió dos impactos más de la pistola del segundo guardaespaldas, que no quería ser menos que su compañero.
     Javier buscó en los alrededores su cartera y vio que el asaltante escupía sangre y padecía cortas, violentas convulsiones. Estaba apenas vivo. No lo estaría mucho tiempo. Levantó la mano para impedir que sus guardias lo remataran.
     —Era otra onda, maestro —le dijo Javier al ladrón agonizante—. Ahí sí que tienes toda la razón. Y también en esa otra onda de que en el pinche mundo no hay finales felices... ¿ahí estás? —Los ojos del asaltante temblaron tratándose de agarrar a la poca luz, al resplandor del cielo sobre la ciudad, para no quedarse a oscuras—. Lástima que te tocó conmigo. Tú todavía creías que podías ganar. Y no. Eres ojete de segunda. De todos modos gracias por los recuerdos.
     Javier empezó a alejarse con los guardias a su lado. Ni un rostro salía por las ventanas del barrio, ya acostumbrado a que la noche trajera ruidos y gritos y llanto y sirenas y todas las cosas que hacen que uno sepa que es deveras de noche sobre la ciudad y no nomás se hizo oscuro. Se volvió al cuerpo del asaltante.
     —Me saludas a Keith Moon —dijo, esperando que el tipo todavía lo hubiera oído.

México—Tenochtitlán, noviembre de 1994
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