3/9/10

Nuestra propia tierra


Los niños de la calle, una especie de excedentes del sistema que se vuelven invisibles a ojos de casi todos porque su existencia es todo un desafío a quienes sí viven en el sistema y disfrutan de todo lo que está vedado de origen para esos niños sin futuro. América Latina es pródiga en esos niños, a la mitad del camino entre la delincuencia y la rebelión, hijos de los abusos de gobernantes y miembros de las listas de Forbes, de las intervenciones estadounidenses, de la lucha contra el narcotráfico, de la desidia de quienes se sirven de sus ciudadanos sin jamás pensar en servirlos. Han sido mi tema muchas veces, pero quizá no las suficientes. Este cuento es parte del volumen Más allá no hay nada, publicado por la Universidad Autónoma Metropolitana gracias a los buenos oficios de mi querido Bernardo Ruiz.
NUESTRA PROPIA TIERRA
Mauricio-José Schwarz

Somos un agujero
en medio del mar y el cielo
Juan Luis Guerra


—Esos edificios están construidos sobre muertos —dijo Daniel señalando la amplia unidad habitacional. Pese a las dos décadas transcurridas desde su construcción, se veían bien conservados, cuidados por sus moradores.
     —¿Metáfora tuya? —preguntó Nicolás, su ayudante recién salido de la Universidad.
     —No, —respondió Daniel. Dejó pasar el silencio.
     —¿Algún gran secreto? —insistió Nicolás intrigado.
     —No, en realidad no —concedió el viejo arqueólogo—. Es de esas cosas importantes que los diarios en su momento apenas mencionaron y que luego se olvidaron por consenso, como se olvidan las vergüenzas de la familia o los momentos de ridículo que cada uno de nosotros ha pasado. Se olvidó por acuerdo de todos. Menos el mío, quizá. Ahora no me gusta que no quede memoria.
     —¿De qué se trata? —volvió a preguntar Nicolás.
     —De una historia que, como todas las buenas historias, se cuenta mejor frente a un tarro de cerveza o una taza de café.
     —Prefiero la cerveza —señaló Nicolás.

  
Los edificios se habían ido quedando desiertos sin que nadie atinara a explicarse cómo, sobre todo porque cada vez más personas vivían en la calle, trabajaban en la calle, comían en la calle y decían a gritos cosas que no eran propias de gente bien educada. Eran muchos que languidecían sin un techo encima y, sin embargo, languidecían tantos techos sin nadie abajo.
     Eran tiempos en que muchos hacían un esfuerzo cotidiano para convencerse de que vivía en el mejor tiempo de todos, en una sucesión de maravillas y abundancia de bienes capaces de asombrar a los antiguos que vivieron los tiempos en que Omar Khayyam escribía sus Rubaiyat. Eran malos tiempos para esos que en la calle, sin casa ni modo de justificar el aire que respiraban, el espacio que ocupaban en las ciudades, contradecían el esfuerzo noble y tenaz de los otros, los que ni siquiera lograban convencerse del todo.
     Los edificios eran el grotesco testimonio de la paradoja. Casas que habían quedado huecas. Cascarones purificados por un incendio. Edificios ajados por las fuerzas de la naturaleza o simplemente por vencerse solos, cansados de luchar contra la herencia de sus creadores que hipócritamente habían escatimado en los cuerpos de las construcciones algunas vértebras, algunos músculos necesarios, algunos órganos vitales que representaban atractivos ahorros. Hogares convertidos en ruinas por la muerte de sus ocupantes, o atrapados en interminables procesos jurídicos que se acurrucaban en estado de coma dentro de miles de archivos de miles de oficinas, o que simplemente se habían convertido en legajos fugitivos, que nadie encontraba, con el solo objeto malévolo de enredar aún más la maraña. Terrenos baldíos sin esperanza de construcción. Covachas dejadas atrás por émulos de Lot que nunca miraron atrás. Casas que no eran de nadie y que al final eran casas de todos.
     No de todos, es cierto. La mayoría eran las casas de unos pocos, de los iniciados o de los invitados, de los que se enteraban o de los que pertenecían al círculo, separadas en grupos de edades, de sexos, de preferencias o de niveles delictivos. Casas tomadas por bebedores cuyo único sueño, cuando ya todos los demás se les habían caído de los bolsillos rotos, era morir en una embriaguez de apoteosis, donde la alucinación del delirium tremens adoptara la forma de alguna hurí vista en televisión. Casas de adolescentes duros que llevaban la muerte a cuestas y la abrazaban sin pena, que mataban y morían con abandono. Casas de adictos, casas de los que habían huido de sus hogares y casas de los que habían escapado de los albergues que la caridad estatal y clerical les había diseñado para devolverlos al mundo del que huían. Casas de varios grupos a la vez, en las que imperaba la única dosis de respeto que podían dar y recibir sus ocupantes. Iban y venían. Nadie preguntaba, sólo se pedía atención al mínimo reglamento que habían sabido darse. Se quedaban una noche, una semana o un año, y si desaparecían no inquietaban a nadie más que a sus amigos cercanos.
     Casas que cualquiera hubiera jurado que estaban abandonadas, a menos que mirara con cuidado durante todo un día, descubriendo con asombro a sus ocupantes escurriéndose en misteriosos ires y venires.


Un terremoto, un proceso judicial largo como las penurias de los indios y otros variados elementos se confabularon para que quedara a disposición de la calle un edificio de oficinas amplio y no muy viejo, apartado de las miradas indiscretas por una barda, ubicado en un rincón de un barrio al que nadie le prestaba mucha atención.
     Le llamaban "la casa de todos", y lo era.
     El paso de los años fue destejiendo la red formada alrededor del edificio, esa mortaja que lo condenaba a ser un borrón indistinguible para vecinos y autoridades. El edificio recobró existencia a ojos de la gente de afuera, se firmaron y sellaron papeles y se llegó a una solución salomónica: un convenio para dedicar los terrenos a construir una unidad habitacional para gente de escasos recursos —según decían los papeles firmados y sellados, para no causar cejas levantadas con el ofensivo uso de las palabras "pobres", "marginados" o cualquiera otra que atentara contra la sensibilidad de los firmantes y sellantes. Alguien se dio cuenta de que el edificio albergaba a los muchachos de la calle, y entonces la decisión se adornó con una cláusula adicional, hija de la culpabilidad. Se anunció, para que todos lo supieran, que se daría preferencia a quienes entonces ocupaban "la casa de todos".
     Y ello justificaba, además, que se retirara a los habitantes. Les convenía. Era para su propio beenficio.


Se procedió al desalojo. De noche, según costumbre ancestral de todos quienes no están seguros de que sus acciones sean dignas la luz del sol, lejos de las miradas de los curiosos, la policía sacó de su maltrecho hogar a los muchachos que limpiaban parabrisas en las esquinas, a los raterillos menores, a las adolescentes preñadas o con un bebé en los brazos que las mantenía en asombro permanente, a los niños grises con la nariz hambrienta de solventes, a los cuatro o cinco temerarios que se pusieron broncos y se llevaron un garrotazo o un empujón con el escudo de plexiglás, a los que tenían tuberculosis y a los que tenían Sida.
     Los que quisieron subieron a los autobuses para ir al albergue que se había preparado para ellos en un gimnasio. Los demás se fueron por la calle como semilla que se esparce buscando un suelo del cual apropiarse con la garra de su raíz. Los bienes, diminutos y lamentables, que sus propietarios no habían reclamado de inmediato, salieron por las puertas y ventanas de la casa que ya no era de todos. El ansia de limpieza de las autoridades respetó apenas el altarcito católico en el que hacían sus reverencias los habitantes, pidiendo suerte para trabajar, para robar, para prostituirse, para vivir un día más y volver enteros a dormir, Dios mediante.
     Nadie se ocupó, al final, de contar a los ocupantes para poder decir si allí habían vivido cien o mil.


El gran edificio abandonado estaba en una zona que probablemente alojaba restos de interés arqueológico. Nos llamaron y nos dieron quince días para nuestros estudios, además de permiso para estar presentes en las obras de demolición y excavación, con derecho a suspenderlas temporalmente si se hacía algún hallazgo de importancia. A cambio convinimos en no hacer nada para que la suspensión fuera definitiva.
     A mí me tocó el altar. Era una colección disímbola de elementos tomados de acá y de allá, desde estampitas baratas de San Judas Tadeo, patrono de las causas perdidas, hasta "milagritos" de oro y plata, notas escritas con ortografía lamentable y figuras burdas de barro con representaciones ancestrales: un árbol de la vida, un sol, una rana de barro negro. Todo ello rodeaba a una virgen de Guadalupe en un cartel impreso de mediana calidad.
     A los pies de la virgen se encontraba una pequeña alcancía que aún tenía en su interior unas monedas. Quizá los ingresos de la cajita se usaban para atender necesidades de la heterogénea comunidad. O quizá se entregaban a alguna parroquia cercana.
     El altar entero estaba colocado sobre una pesada caja de madera, de ésas que se usan para embalar y transportar objetos delicados: sólida, reforzada y de gruesas paredes.
     Cuando tratamos de levantar la caja, descubrimos que contenía algo tremendamente pesado. Después de fotografiarla como habíamos hecho con el altar ahora desmembrado que estaba en las cajas destinadas a los antropólogos sociales, la abrimos.
     La caja contenía sólo tierra y piedras principalmente, acompañados de cascajo, ladrillos rotos, pedazos de varilla y numerosos fragmentos más. La vaciamos hasta que pudimos moverla y descubrimos la entrada al segundo sótano del edificio, donde habían estado las bodegas de mantenimiento, una planta de luz, la bomba del agua y otros elementos. Con los años, ese sótano había quedado olvidado.
     Limpiamos la entrada y bajamos para poder decir en nuestro informe que lo habíamos hecho.
     Encontramos todo lo que nos esperábamos: los restos oxidados de aparatos eléctricos y las áreas que habían sido el corazón y el aparato digestivo del edificio cuando estaba vivo para sus oficinistas y no para la colección de indeseados que lo había ocupado en los últimos cinco o seis años.
     En el mayor recinto del sótano, lo que había sido el estacionamiento, encontramos la verdadera sorpresa. Las entradas habían sido cegadas con muros de ladrillos y, desde el primer sótano, eran prácticamente imperceptibles.
     Mientras caminábamos sentimos bajo los pies una suavidad que no correspondía al lugar.
     Bajando las linternas recorrimos con su luz la tierra fresca que se extendía por más de la mitad de lo que había sido el estacionamiento. Con paciencia monacal, alguien había roto y levantado las losas de concreto para dejar al descubierto la tierra en la que se habían excavado los cimientos del edificio.
     Javier, uno de los arqueólogos más jóvenes del grupo, se apartó de nosotros. Al otro extremo del estacionamiento, empezó a hurgar en la tierra. Trató de sacar un objeto grisáceo que encontró y descubrió que era un dedo de una mano humana sepultada a pocos centímetros de profundidad. Lanzó un grito de asco y de miedo.
     Cuando llegamos hasta donde estaba lo encontramos tallándose la mano contra la pared de concreto para tratar de limar el horror, de arrancárselo inmediatamente.
     Con todo cuidado expusimos al aire un poco más del descubrimiento de Javier. Quitamos la tierra del resto del brazo, pero apenas llegábamos al hombro cuando el olor se hizo presente pese a que el cadáver, como lo supimos después, estaba profusamente cubierto de cal.
     Salimos a llamar a la policía, convencidos de que habíamos dado con la víctima de un asesinato. Poco después llegaron los forenses y un grupo de bomberos con máscaras antigases, varios policías, un agente del Ministerio Público y algunos uniformados en dos patrullas encargados solamente de mantener alejados a los posibles curiosos.
     Defendimos con éxito nuestros permisos y los oficiales admitieron que permaneciéramos en el sótano mientras ellos hacían sus diligencias, siempre y cuando nos comprometiéramos a no interferir.
     El brazo estaba cruzado cobre el otro, y ambos descansaban sobre el pecho de la víctima, un muchacho joven. Yo jamás había visto a un muerto de meses, y el espectáculo me repugnó poderosamente al mismo tiempo que me fascinaba. La muerte nos gusta por eso, yo creo, porque nos dice cómo vamos a ser. Es un espejo del futuro inevitable.
     Al primer cuerpo siguieron otros.
     Unos que habían muerto en fecha más o menos reciente y otros que evidenciaban varios años de estar al amparo de la tierra. Jóvenes, sobre todo. Hombres y mujeres. Niños, bebés recién nacidos o que ni siquiera habían logrado nacer.
     Casi un centenar de muertos.
     Las teorías de la policía se desgranaron con rapidez. Apenas se formulaba una, se veía sustituida por otra. De un asesinato se pasó a imaginar un asesino serial. La teoría que durante más tiempo se sostuvo fue que estábamos ante un tiradero de cadáveres: el lugar a donde iban a dar las víctimas de los pobladores de la noche en la ciudad, de los asesinos o policías a los que se les pasaba el castigo y se encontraban incómodamente cargados con un cadáver, esos que se tragaba la ciudad y dejaban a la familia esperando siquiera saber si estaban vivos o muertos.
     Cuando llevaban más de 50 cuerpos, Javier, que se sentía intensamente unido a lo que estaba ocurriendo ante sus ojos, se dirigió a uno de los forenses con la pregunta que resolvía todas las dudas, una pregunta que todos traíamos incómodamente alojada en algún lugar de las ideas:
     —¿Ustedes encuentran muchos cuerpos de chavos de la calle? Se mueren por drogas, por peleas, por abortos mal hechos, por enfermedad, por mil cosas. ¿Dónde quedan los cuerpos?
     Estaban allí.
     —Los asesinos no amortajan a sus muertos —señaló uno de los forenses.


Decidí intervenir antes de que las noticias corrieran solas. Antes, incluso, de que acabaran de contar, inventariar y meter en bolsas de plástico los cadáveres. Antes de que la primera ambulancia saliera con las primeras bolsas. No sé por qué me metí, pues en general no me gustan los líos. Los forenses trabajaban bajo una fascinación inexplicable, y convencían a los policías de que no se debía mover a los cuerpos todavía. Algunos antropólgos empezaron a interesarse por los cuerpos y su ropa, por la joyería o lo que por tal pasaba en los descompuestos miembros: la muñequera de estoperoles amenazantes en el brazo de un cuerpecito con aspecto infantil, los tenis de nombre extranjero, las camisetas con estampados diversos.
     Llamé aparte a Javier.
     —Necesito que nadie mueva los cuerpos de aquí.
     —¿Qué pasa?
     —Deformación profesional, si quieres, pero necesito hablar con los dueños del cementerio antes de que se lleven los cuerpos.
     —Espérate, espérate —pidió Javier. Me miró intensamente a los ojos, dejándome ver el claroscuro que los focos bruscos e improvisados lanzaban sobre su rostro anguloso y juvenil. Finalmente la tensión despareció de su expresión—. No es difícil, con el entusiasmo de todos aquí y demás, ahorita hago una rebelión de antropólogos. Y si es necesario con protesta y todo. Pero creo que no hará falta. Los forenses tampoco quieren que todo esto desaparezca así nada más. Uno de los que mandan está que trina porque con esto se va a volver a levantar la duda por todos los extraviados cuyos cadáveres nunca aparecen, así que han de estar pensando cómo hacerle y los puedo amenazar con un periodista. Y hasta inventamos la arqueología de la semana pasada o los llenamos de antropólgos sociales. No te preocupes.
     Era media tarde cuando salí del edificio abandonado y mis pulmones registraron con agradecimiento el polvoso aire de la ciudad, que olía un poco menos a muerte.


El gimnasio era un hangar que había sido habilitado apresuradamente como dormitorio comunal. Más de cien catres militares se habían dispuesto en hileras, pero era evidente que la tardía buena voluntad oficial no había tenido gran éxito. Menos de la mitad parecían ocupados. Los niños y jóvenes platicaban sentados en los catres y en las largas mesas dispuestas en un extremo, junto a una de las canastas de básquetbol, donde al estilo de los cuarteles y las cárceles les servían el rancho cuyo aroma ya se dejaba sentir.
     Me miraron con desconfianza y aproveché para estudiarlos. Eran niños que nadie veía en realidad, a los que nadie podía reconocer aunque estuvieran apostados durante meses en la misma esquina, ofreciendo sus mercancías o sus servicios a los mismos automovilistas día tras día. Ahora tenían rostros individuales.
     Me acerqué a uno que no parecía tan hosco.
     —¿Puedo hacerte una pregunta? —dije tan suavemente como me fue posible.
     —¿Qué? —preguntó con desinterés.
     —¿Tenías mucho tiempo viviendo en "la casa de todos"?
     —¿Por qué quiere saber? —su voz se oscureció.
     —No soy autoridad, ni mucho menos —me apresuré a tranquilizarlo—. Pero necesito alguien que sepa cómo funcionaba la casa. Y en cuanto alguien me lo diga no volvemos a hablar y no digo quién me lo dijo. Pero es muy importante.
     —Yo estuve ahí casi un año —admitió por fin.
     —¿Quién estaba a cargo del altar? —pregunté en tono conciliatorio.
     El muchachito, de no más de quince años, se alarmó visiblemente y se alejó de mí unos pasos por el pasillo entre los catres.
     —No es para nada malo —dije, subiendo un poco la voz—. Necesito hablar con alguien que sepa.
     El muchachito siguió retrocediendo y una voz a mis espaldas dijo:
     —¿Que sepa qué? ¿Con quién quiere hablar?
     Me di vuelta y vi a un muchacho ya grande, de rostro indígena duro, que arrojaba con enojo el humo de su cigarrillo en dirección a mí.
     —Con alguien que me diga quién estaba a cargo del altar en la casa —repetí—. Ya lo quitaron.
     —¿Y?
     —Encontraron el estacionamiento.
     El muchacho dio una larga fumada a su cigarrillo, evaluándome.
     —No sé nada —dijo finalmente.
     —Ya se dieron cuenta de que es un cementerio —dije subiendo aún más la voz. Los que estaban cerca se volvieron a mí—. No se trata de nada contra ustedes, ni los van a acusar de nada. Al contrario. ¿O no les importan sus muertos?
     Varios se acercaron a mí.
     —Están muertos —dijo uno—. ¿Qué importa?
     —¿Y dónde vas a acabar tú cuando estés muerto? —lo interpeló otra voz del grupo.
     —No importa.
     —Pero a ellos sí les importa —insistí.
     —No sabemos nada —dijo finalmente el del cigarrillo.
     Se empezaron a alejar de mí como si ésa fuera la última palabra. Entonces sonó la voz de una muchacha:
     —¿Qué quiere?
     —Yo no quiero nada. Yo nomás iba a ver si no había ruinas abajo del edificio. ¿Qué quieren ustedes? Se tomaron la molestia de recoger y enterrar a sus muertos, ¿no?  Pues entonces deberían también opinar  qué debe hacerse con ellos.
     —Yo estaba a cargo —dijo la muchacha y pude verla. Llevaba pantalones de mezclilla, una playera roja y el pelo corto recogido en una pequeña cola de caballo—. Todos sabían lo que pasaba, pero sólo unos cuantos sabían cómo le hacíamos, eran los que ayudaban a mover la caja y a enterrar a los muertos que nos llevaban. Los llevaban nomás porque no querían que se los comieran los perros, o que acabaran en la fosa común o en la universidad de medicina, donde dicen que los destazan todos para que los doctores aprendan. Pero no matamos a ninguno.
     —Eso ya lo saben —dije refiriéndome a las autoridades y tratando de distanciarme de ellas—. Están a punto de sacar los cuerpos del estacionamiento.
     —¿Y? —preguntó desafiante.
     —No sé. Pensé que querrían hacer algo. Ya sabían que esto iba a pasar. —Asintieron—. Podemos ayudar, pero son ustedes los que tienen que hablar. Son sus muertos.
     —Sí, son nuestros muertos —dijo el muchacho del cigarro.
     Los demás asintieron.
     Cuando ya me iba, la muchacha se me acercó.
     —Ya lo sabíamos —dijo—. Pensamos que iban a pasar unos días más antes de que los hallaran. Pero de todos modos gracias por avisarnos.
     No hice más en el asunto. Nomás lo vi.


Apenas había anochecido cuando empezaron a llegar.
     Los tres periodistas que Javier había convocado estaban apostados afuera del edificio. Dos de ellos habían entrado a ver el estacionamiento. Juntos nos asombramos.
     Traían velas en las manos. Los muchachillos sucios, los malabaristas de las esquinas, los sabios de la calle que usaban atuendos agresivos, los casi adultos y los más niños, los de cabellos erizados en espinas y las jovencitas de aretes múltiples en cada oreja, los de plástico y cuero negro, los de estoperoles y camisetas en inglés.
     Venían de todas las calles y convergían en la puerta del edificio que había sido la casa de algunos. Pero eran más, muchos más de los que podían haber vivido en el edificio. Eran los que vivían en nadie sabía cuántos edificios y agujeros de la ciudad. Los acompañaban otros jóvenes que claramente no eran de la calle: estudiantes y trabajadores, cada uno con una vela en la mano.
     Y en silencio.
     Se detuvieron ante la puerta. Los policías de las dos patrullas los miraron incrédulos, sin atinar siquiera a llamar refuerzos. ¿Refuerzos contra qué?
     Pasaron unos minutos en los que pareció que sólo se movían las llamas de las velas en la noche urbana.
     Uno de los periodistas se acercó a la primera línea de los dolientes y preguntó a todos y a nadie:
     —¿Qué quieren?
     La muchachita de aspecto poco impresionante dio un paso al frente.
     —Que dejen en paz a nuestros muertos —dijo en voz sencilla y firme.
     —¿Van a impedir la construcción? —preguntó el periodista,
     La muchachita y muchos de los que estaban en primera fila negaron con la cabeza.
     —¿Entonces..?
     —Son nuestros muertos, los únicos que tenemos —sonó la voz de un adolescente, como si recitara de memoria una oración profundamente sentida—. Son lo que nos queda. Son los que nos quisieron y son a los que quisimos. Son los que no encontraron su lugar cuando estaban vivos. Son los que ya tienen su lugar ahora que están muertos, en su propia tierra. Son nuestros muertos, la memoria de las noches más frías, de los golpes más cabrones que nos da la vida, de las cosas que no están tan jodidas. Ya encontraron su lugar. Ahí están. Ahí se han de quedar.
     El periodista siguió haciendo preguntas, pero no le respondieron más.
     Las velas hacían solemne la noche de la ciudad.


—¿Y ahí los dejaron? —preguntó Nicolás cuando terminó el relato de su maestro.
     —No les quedó de otra. Las autoridades pensaron en actuar usando la fuerza, pero eran demasiados los que estaban allí, los periodistas, los antropólogos. No tenían a nadie a quién echarle la culpa de nada, porque no había pasado nada. Los muchachos de la calle nomás pedían que les respetaran a sus muertos.
     —Es macabro, ¿no?
     —Cuestión de opiniones —dijo Daniel alzando los hombros—. A algunos les pareció conmovedor.
     —De todos modos, no se me hace que así nomás, a punta de poesía y drama, se salieran con la suya.
     —Efectivamente.
     —Entonces, ¿qué pasó? —insistió Nicolás.
     —Pues que a cambio de que dejaran en paz el cementario, dijeron donde estaban los otros, los extraviados, los que hacían falta en las cuentas. Cambiaron muertos por muertos y pusieron una cruz de metal en el sótano.
     —¿Y no los traicionaron las autoridades cuando ellos entregaron a sus víctimas?
     —No todos eran sus víctimas. Muchos eran víctimas de otros, pero tenían su propio cementerio —aclaró Daniel.
     —De todos modos, pudieron encarcelarlos, buscar a los culpables.
     —Sí, podían hacer todo eso. Pero nadie lo hizo. Después de todo, había que rescatar a los muertos que seguían, a todos los que las heces de la ciudad podían matar después. Nunca se habían visto juntos. Se asustaron de ver cuántos eran, y los otros también se asustaron. Se hizo una especia de pacto sobre los muertos de todos.
     —Y nadie lo sabe —concluyó asombrado Nicolás.
     —Ni falta que hace.

México-Tenochtitlán, enero de 1994


______________________________________________
Creative Commons License
"Nuestra propia tierra" por Mauricio-José Schwarz Huerta está bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 Unported License.


No comments:

Post a Comment