12/23/10

Palabra de honor

Cuando escribí este cuento para el libro Volver a Gijón (1997) que incluía también cuentos de Elia Barceló, Javier Morán (José Latour) y Jerome Charyn, no me imaginaba que acabaría viviendo como mexicano en Gijón y luego como español recuperado en la Asturias de mi abuelo sólo dos años después. Y menos aún imaginaba yo que el delirio del narcotráfico acabaría tragándose a todo un país convertido en rehén por políticos corruptos e inútiles y delincuentes no mejores. Y en ese sentido, para mi desazón, este cuento mantiene cierta vigencia más de 13 años después. 
PALABRA DE HONOR
Mauricio-José Schwarz

El amor y la muerte no tienen palabra de honor.
     Sus tácticas son especialmente perversas cuando se desarrollan mientras uno escribe notas en un café a miles de kilómetros de sus propias calles y sus propios cafés.
     Ella había llegado antes que yo y no parecía tener prisa en irse ni tarea alguna qué realizar, ni se agitaba incómoda como quien espera a alguien que llega tarde a la cita. Estaba sencillamente allí de cuerpo entero, que ya es decir, tomando café y fumando cigarrillos rubios mientras miraba la calle tras el ventanal. Pronto, en vez de escribir estaba yo contando las flores de su vestido e imaginando docenas de frases para acercármele. Con la tranquilidad que da saberse incapaz de llevar a efecto los planes más cuidadosamente trazados, dediqué casi una hora a imaginarme diciendo barbaridades que iban desde “¿Usted no podría decirme cómo comenzar una conversación con usted?, porque a mí no se me ocurre nada”, hasta “¿Sabías que los mexicanos estamos planeando conquistar España?”
     Como hasta los románticamente menos intrépidos tenemos necesidades fisiológicas, me sorprendí avanzando hacia la mujer menuda, morena, de lacio cabello largo y lisa falda corta, no para abordarla, sino porque estaba sentada entre mi mesa y el baño. Un empujón leve me impidió avanzar. Una sombra de proporciones generosas pasó entre mis ojos y mi diosa erótica de las 11:45 a eme.
     —Permisito, jovenazo.
     El hombre que pasó ante mí decidido a ganarme el baño llevaba gafas oscuras, una guayabera de lino, el pelo untado con fijador, corto arriba y a los lados, con melena atrás. Un moreno brazo regordete mostraba una esclava de oro y el otro un reloj fino. Mexicano al cien. No importaba como fuera vestido, ese “permisito, jovenazo” era como un pasaporte diplomático. La indumentaria nomás ayudaba a detectarlo.
     No hay muchos mexicanos al borde del Cantábrico, y menos de esas características. Lo dejé pasar. Volví a mi mesa sudando un poco más de lo que justificaba el calor. El tipo tenía cara de policía judicial, porte de torturador, voz acostumbrada a causar miedo. Se le olían cuando menos treinta y dos años de estarle jodiendo la vida a quienes estaban a su alrededor. Levanté el dedo hacia el mesero y pedí brandy. Me hubiera gustado un tequila. Herradura reposado. Doble. Dos, incluso, para borrar la impresión que me había causado el hombre. Pero el tequila Herradura reposado más cercano estaba probablemente en Madrid, si no es que en una cantina en Mérida, Yucatán.
     Un minuto. Dos. Quizá me equivocaba yo. Cuando uno sale del país del miedo se lleva los reflejos de supervivencia sentados en el hombro. Y hace el ridículo bien y bonito. Ve uno a un policía en la noche y se cruza la calle para evitarlo y los amigos preguntan por qué pone uno cara de espanto y uno tiene que explicar que hay países en donde un policía de noche sólo sirve para asaltarlo a uno y de pasadita romperle la madre por puro pasatiempo. Quería equivocarme, pero al cabo de tres minutos el hombre salió del baño, con panza cervecera, el labio superior pidiendo a gritos un bigote, la mano derecha mostrando además un anillo de respetables dimensiones, concebido en la más pura tradición de la escuela estética identificada como “cursilería boxística nacional”.
     Mexicano y judicial o cosa parecida. Como guardaespaldas de algún político o narcotraficante en épocas en que la diferencia entre ambos no es mucha. ¿Qué carajos estaba haciendo en esta ciudad?
     El amor no tiene palabra de honor. Un galán posmoderno platicaba como salido de la nada con la morena del vestido floreado. Pedí la cuenta y salí detrás del tipo con aspecto de policía, de matón, de gandalla, de golpeador, de perdonavidas, de defensor de lo peorcito que nos han dejado los años de historia maltratada por el triunfo de los villanos de esta película interminable.

Pinche calorcito. Esto no me lo avisaron cuando me mandaron para acá, ni madre. Ni deja disfrutar a las viejas que hay por acá. Están bien buenas. Pero si me distraigo más voy a quedar mal, y ésta operación es clave de claves, que no se te olvide pinche José María. Quedas bien en ésta y tendrás la lana para poner la compañía de seguridad privada y ahí sí, chingue a su madre el que no te diga “licenciado” aunque apenas hayas acabado la primaria. Eso si no te dan una chamba más sabrosa. Además, la asada te la mereces por pendejo, por dejarte correr de la pinche policía. Eso te sacas por no hacer caso. Clarito dijo el comandante que nos fuéramos leve porque iban a hacer dizque un antidoping al azar para cachar a los cocos y motos y pastizos de la corporación. Uta. Nos corren a todos, o casi, me cae. Si el que menos el que más se rinde a la tentación sobre todo porque la pinche tentación está jalándole a uno el pito todo el tiempo y diciendo “vente mi rey, un pasecito de polvo de ángel para que sientas como los galanes de Hollywood, un carrujito pa los nervios, mariguana buena, fina de la que ahora cultivan los gringos que es potente como nunca, de alto octanaje, seleccionada, o un piquetito, ¿qué es un pinche piquetito en el brazo si te abre las puertas del paraíso?” Y uno no es de hule. Si te hubieras aguantado pinche José María... pero entre que saliste en el sorteo y entre que los mamones de los periódicos estaban chinga y jode porque había narco infiltrado en la judicial... como si descubrieran el pinche hilo negro los pendejos... y vas pa afuera. Nomás me acuerdo del Negro que me dijo “en lo que pones una compañía de seguridad, métete de detective privado”. Y sonaba chido. No me quejo. Nomás que uno está más desprotegido cuando tiene que darle unos lleguecitos a alguien para que cante. Pero al fin y al cabo es lo mismo... los de derechos humanos me la pellizcan y los que investigan las madrizas que reparto por la libre son mis meros cuates, hasta se compadecen de mí. Y yo le hago como que al detective de serie de televisión pero más machín, con más huevitos, sin hacerle al pinche intelectual. Uno sabe quiénes son ojetes y cómo ablandarlos... ahora te puedes desquitar, José María, de las muchas veces que le gritabas en la tele al tuerto del Columbo y al pelón del Kojak que se quitaran de filigranas y le dejaran ir un rodillazo, nomás uno, a los huevos del sospechoso y verían cómo su serie de una hora duraba la mitad.
     Además, uno tiene sus conectes, sus conocidos. Para algo chambea uno. Clientes no me faltaban. Pero el que me mandó al viajecito éste a toda madre, aunque el puto calor me esté derritiendo, es de lujo. Nomás con la lana del polvito de ángel que metí por el aeropuerto y lo que me va a pagar el jefe, ya chingué... “Seguridad Profesional Montolla”, treinta o cuarenta agentes con uniformes negros y unos veinte perros de esos que te pueden arrancar un brazo, pastores alemanes porque a la gente le gustan o Rottweilers que son duros y al grano...
     Pan comido. Uno que a veces tiene que buscar a un pendejo en la pinche ciudad de México y sus alrededores... en una ciudad de este tamaño encuentra a quien sea. Me apuesto un güiski a que para la hora de comer ya tengo pistas de los tórtolos.
     Pinche calor...

El grandote enfiló derechito hacia el Paseo del Muro y se fue visitando cafés y bares, de los que reúnen ancianos que discuten fútbol y de los que jalan a chavos de pelos verdes y ganas de inventar el postpunk en tiempos en que ya nada escandaliza a nadie. No me vio. A veces es difícil verme. Ser insignificante es una ardua tarea, requiere concentración, preparación, decisión para no destacar, para ubicarse en el promedio y deshacerse de individualidad a ojos de la multitud. Entonces la multitud se deja ver, se exhibe como quien hace el amor frente al gato. Así recoge uno historias tiradas por la calle. Cada quién le hace como puede.

—¡Que voasabéyo, coño!
     Ah, cómo les gusta gritar a estos españoles. Nomás hablan fuerte así porque sí. En mi barrio a cualquiera que hable así le botan todos los dientes de un patín al hocico. Aquí así son.
     —Está bueno... ¿y dónde se juntan los jóvenes, así, los adolescentes.
     —Donde les sale del forro... muchos se van a la Ruta de los Vinos por la noche. Y hay multitú de bares.
     —¿Usted ha visto a muchos mexicanos por aquí?
     —No, hombre, aquí de ésos hay pocos. Unos cuantos, pero son chilenos o mexicanos, da igual. Y unos que vienen a la fiesta cada año, pero nada más.
     —¿Y un joven como de 20 años? Anda con una españolita que se pinta el pelo de colores raros. —Saqué la foto y se la enseñé.
     —¡Qué voasabéyo, coño! Tós son iguales.
     —Qué pinche suerte tiene usted, deveras —le dije despacito. Seguro que no entiende lo de pinche, pero la intención es internacional. En otro lugar le quitaba lo hablador de un solo guamazo. Manos abiertas contra las orejas. Telefonazo, pues. Y a chillar. Caen como tapa de excusado. Se desorientan toditos. No pueden reaccionar. Se les quita lo alzados.
     En el siguiente bar me gané la apuesta y me la pagué.
     —¿Jóvenes? ¿Él mexicano? Pues sólo Armando y Marilú que andan por acá —dijo una muchacha pelirroja con aretes en las cejas, la nariz y el ombligo. Me imaginé que a lo mejor también llevaba aretes en los pezones.
     —¿Armando Barreto?
     —No, corazón, los apellidos no me los sé.
     —¿Y dónde los encuentro?
     —Hoy es sábado. Seguro por la noche van a tomar sidra a Cimadevilla.
     Pedí un güiski doble y me lo empujé de un jalón antes de preguntar qué chingaos era Cimadevilla.

Me tomé unos momentos para preguntarle a una pelirroja qué le había preguntado el grandote.
     —¡Pero cuántos mexicanos hay por aquí ahora! —se asombró gratuitamente.
     —No venimos juntos, eso te lo aseguro. ¿Qué quería ese mono?
     —Preguntaba por unos chicos que andan por aquí de viaje.
     —¿Cómo se llaman?
     —Armando Barreto y Marilú algo, no sé el apellido. ¿De qué va todo esto? ¿Es cosa de la poli?
     —La verdad no creo. El cuate con el que estuviste tiene cara de ser amigo de la mala suerte, no de los polis.
     Salí cuando las anchas espaldas de mi presa aún eran visibles alejándose hacia el poniente. Dejé espacio entre los dos por precaución. Nadie puede andar con esa cara por el mundo si no se cuida las espaldas. Caminó hasta comenzar la subida hacia el parque de La Atalaya, deteniéndose en los bares, mirándolos como si estuviera evaluando la posibilidad de comprar uno para sus fiestas o como si fuera decorador de interiores y estuviera haciendo la crítica estética del aspecto de cada lugar y de sus pocos parroquianos a esa hora. Muchos bares estaban cerrados. Seguimos subiendo, el grandote a paso de marcha y yo zigzagueando con la lengua de fuera. La curiosidad tiene malas mañas, y me obligó a demostrarme de nuevo que mi condición física era un asunto del pasado. Llegamos al parque y el tipo con pinta de judicial miró sin interés el monumento de concreto que le hizo Chillida al horizonte y se dirigió a un restaurante ubicado en las alturas del Gijón antiguo. Yo me senté a descansar y recuperar el resuello.
     Un personaje así en estas latitudes era extraño. E impredecible. Uno sabe cómo juegan y a qué juegan esos tipos. Por eso ahorra para huirle de cuando en cuando al olor del miedo que despiden los charcos aceitosos de la ciudad más grande del mundo, como dicen con orgullo subnormal los pedantes. Agarra uno cuatro trapos, los mete en una maleta y se viene a jugar al primer mundo con asombro de ranchero seducido por el empedrado y las piernas de las mujeres, por las construcciones que datan de antes de la conquista de América y por el anonimato que da ser apenas exótico mientras uno no abra la boca. Pero quienes se cruzaban por el camino del ciudadano aquél no sabían la clase de sujeto que era. Esos tipos son su propia obra maestra de crueldad, se odian tanto que la furia se les desborda hasta abarcar todo el horizonte. Me daba miedo que no supieran que tenían que temerle y me daba más miedo que él, a su vez, supiera que ellos lo ignoraban.
     El cansancio y el hambre me dejaron dormido en el prado mientras pensaba en qué estaría buscando mi incómodo compatriota.

De comer bien, sí comen bien estos gachupines, ni pedo. Si tuvieran ron Bacardí Solera sería el país perfecto. Y las viejas se asolean sin ropa. De regreso cuesta abajo hacia el hotel me acerqué al edificio donde rentaban un departamento. Buenas paredes, éstas. Gruesas, para que no se oigan los gritos cuando uno se pelea o coge o le rompe la madre a alguien. Una señora de mediana edad se presentó como la dueña, me recibió dos meses de renta y me dio las llaves.
     —Hasta muebles tiene, qué chingón —murmuré.
     Me hacía falta una pistola. Pero a cambio me compré un cuchillo de aspecto feroz en una ferretería. Con eso ya me fui a las afueras, a los lugares donde decían que era peligroso andar. Me fui a enseñar mucho la esclava y el anillo, fingiéndome pedo. Si tenía suerte y un baboso me asaltaba, para la noche ya tendría pistola.

Desperté angustiado. El grandote no estaba ya en el restaurante. Ni en ningún lado. Tenía yo hasta la noche para preocuparme por él. Y por los dos jóvenes a los que buscaba.
     Uno huye de esos asuntos, pone tierra y mar de por medio. Si pudiera tiraría paredes, como si le faltara el aire. Pero hay cosas que lo persiguen obsesivamente a uno. Y hay que responderles como va. Aunque sea nomás porque debido al pasaporte uno se siente responsable.
     Lección uno: hay que rehuir la pelea. Si te atacan, corre. Si te persiguen, corre más fuerte. Si te alcanzan, trata de negociar. Si te arrinconan y te agreden... pelea sucio.
     Me fui al hotel. En mi maleta, entre dos pantalones de mezclilla y una camiseta de Café Tacuba estaba un revólver .32 de cinco tiros, igualito al que tenía en México. Una Colt que había sido un triunfo conseguir en España después de que me ofrecieron veinte modelos distintos de pistolas Star. Uno tiene sus amores. Aunque sea con pistolas. Y les es fiel hasta en lugares donde uno creería que nunca las va a necesitar.
     Lección dos: más vale tenerla y nunca usarla a necesitarla un día y no tenerla a mano. Paranoia funcional, única forma válida de seguir vivo hasta los cuarenta años en mi ciudad, la otra, el México que se me había venido a meter de regreso a la existencia.
     Tenía hasta la noche para seguir siendo insignificante. Tiempo suficiente para mover un poco mis contactos entre la multitid de jóvenes que poblaban el Gijón veraniego. Mis probabilidades de dar con Armando y Marilú antes que el grandote eran muy altas. Y la ventaja era que él no lo sabía.
     Antes de llegar al hotel me desvié para entrar en un bar subterráneo donde todos menos yo vestían de negro y todos, excepto yo, tenían 26 años o menos, y nadie, con excepción de un servidor, se llamaba Ricardo Martín y había matado a un expolicía y a un narcotraficante nomás por amor a una mujer que me perseguía en todas las mujeres que me encontraba, incluso a miles de kilómetros del lugar donde la mataron por estar en mal lugar y mal momento.
     El amor y la muerte, como en el caso de Gloria y su recuerdo, no tenían palabra de honor. Yo sí. Por eso, nada más por eso, tenía que vigilar de cerca al compatriotita y su cara de asesino jubiloso.

Ríos de gente navegando sobre rías de sidra bajo el río nocturno de la Vía Láctea. Ríos de carcajadas y oleadas de música de variado wattaje y estilística. Cuesta arriba hasta una plaza cuyo olor es una mezcla gloriosa de meados y alcohol. Mi disfraz llegaba hasta la ropa negra, incluida la amplia chamarra bajo la cual, en funda de velocidad, se acunaba confortable la pistola con nombre de cantina mexicana.
     En la plaza jóvenes sentados a la mesa de un bar, en las bancas, en el piso, bebiendo. Un plumón de aroma a hachís me golpeaba de cuando en cuando.
     En una mesa, juntos como dos botellas en una barra, estaban Armando Barreto, un joven de unos veinte años con cola de caballo y Marilú, la del pelo morado, tomando bebidas de colores desusados en vasos más pequeños que un caballito de tequila. Los rodeaba un grupo de jóvenes igualmente oscuros, igualmente beodos, taciturnos.
     Compré una cerveza y esperé la llegada del grandote sin nombre que seguramente pronto los encontraría. La cerveza se acabó muy pronto. El calor me daba sed. La segunda cerveza la bebí lentamente. No era la mejor idea estar borracho a la hora de la hora.
     Con el rabillo del ojo alcancé a ver la figura del cazador cazado. Esperó semioculto entre las sombras. Si Armando Barreto o Marilú eran mexicanos, lo reconocerían a cien metros.
     Pasaron los minutos y mi cerveza. Mientras evaluaba la conveniencia de una tercera cerveza la urgencia me golpeó en el vientre. El grandote se había deslizado hasta quedar detrás de Marilú. Se inclinó y le habló al oído a Armando.

Ni me olieron llegar. Suavecito caminé hasta ellos, puse la pistola en los riñones de la escuincla con pelo solferino y le dije a Armando.
     —Tu papá quiere que platiques conmigo. Si no quieres, le dejo ir un balazo a la flaca ésta. Y si hacen cualquier cosa que no me guste, también la plomeo. Tú dices.
     Se miraron. Estaban asustados. Se siente suavecito, suavecito, cuando se asustan. Como si fueran de uno y uno pudiera hacerles lo que quisiera. El chamaco intentó un breve instante heroico.
     —Hágame lo que quiera a mí, pero a ella déjela. No es parte de la bronca.
     —Es mi seguro de vida —le expliqué—. Para que no te hagas el chistoso. Tu papá está bien cabreado.
     —Tú no eres gente de mi papá.
     —Me llamó para este trabajito especial. Su gente es muy pendeja apra esto. Vámonos como buenos amiguitos. Y paga la cuenta, no quiero que nos sigan con ningún pretexto. Despídanse de sus cuates. Diles que ahorita vienen.
     Obedeció con bastante sangre fría el chavito. Se veía que, aunque no quisiera, tenía en las venas el agua helada del Jaguar de Badiraguato, su papá, el hombre destinado a ser algún día el capo del narco en todo México y Centroamérica. Hijo de jaguar, pos pintito.
     Nos echamos a caminar hasta el edificio donde me esperaba, calladito y a oscuras, el departamento donde había que hacer entrar en razón al hijo de El Jaguar.

El laberinto de las calles me hizo difícil seguirlos. Entraron a un edificio antiguo y tuve que esperar. Unos minutos después me acerqué al zaguán. Tenía una de esas cerraduras amables que se veían por todos lados. Cerraduras de ciudad tranquila. Un solo movimiento de las ganzúas y la cerradura dio una vuelta silenciosa. Se atoró. Era de dos vueltas. Volví a maniobrar con la mano derecha mientras empujaba el cilindro con la ganzúa del pulgar izquierdo. Otra vuelta. La puerta se abrió. Repetí el procedimiento en el departamento del que salían ahogadas las voces de los tres.
     —Tu papá está muy encabronado —estaba diciendo el grandote.
     —Me importa una chingada —respondió Armando claramente a través de la rendija que había yo abierto en la puerta.
     —No seas grosero o se me olvida que le prometí a tu papá no madrearte mucho. El negocio es muy sencillo. Aquí tienes un boleto de avión. Te vas para Madrid, conectas a México, tu papá te recibe en el aeropuerto, me llama por teléfono y suelto a tu vieja. Si tu papá no me llama, me la cojo y la mato o la mato y me la cojo.
     —¿Para qué me quiere allá mi papá?
     —Ya lo sabes: eres el heredero, no seas pendejo. Necesita a alguien en quien pueda confiar porque está a punto de ser el mero jefe, el más chingón. Y al rey de la montaña todos lo quieren chingar.
     —No me interesan los negocios de mi papá.
     —Pues te chingaste, como dijo el poeta. Te quiere en México y no le gusta que se le escapen así nomás.
     —¿Y si no voy?
     Un grito de Marilú fue la respuesta. Me escurrí por la puerta aprovechando la tensión. El departamento era muy pequeño. Tuve que cerrar cuidadosamente la puerta y dar dos pasos a la izquierda para ocultarme cerca de la cocina. El grandote me ayudó haciendo algo más que sacó un nuevo grito de la garganta de Marilú.
     —No te hagas el machito.
     Salí hacia la luz de la estancia sosteniendo en alto la .32. Primero me miró Armando, luego Marilú y, por último, el grandote. Intuyeron por dónde iba el asunto, porque el grandote soltó a Marilú y me enseñó las manos vacías.
     —¿Y tú qué pintas en este desmadre? —preguntó con los dientes apretados.
     —Vengo representando a la comisión de derechos humanos, pendejo.
     —Cuando regreses a México tu pellejo no va a valer un peso.
     —No te preocupes por mí. Preocúpate por ti. —Me volví a los muchachos que me miraban con una mezcla de asombro y temor—. A ver, tú, niña, lánzate por la policía.
     Ella se volvió a ver a Armando.
     —¿La policía? —preguntó temblorosa. Los ojos muy abiertos le daban un aspecto de desamparo.
     Pausa. Armando lo pensó antes de responder:
     —Nada de policía. Te doy lo que quieras si te lo echas ahora mismo —me dijo refiriéndose al grandote.
     La pistola me tembló en las manos. Esto no estaba en el guión.
     —No soy asesino a sueldo.
     —Diez mil dólares —dijo fríamente Armando Barreto. La sorpresa en el rostro de Marilú encontró espejo en mi rostro. Armando nos miró alternadamente—. Veinte mil.
     —¿De dónde sacas tú veinte mil dólares? —pregunté más por hacer tiempo que por interés en el dinero. El muchacho atemorizado era de pronto un trozo de acero helado.
     —¿Qué te importa? Mi papá es un pendejo que quiere acabar como “Caracortada” en la película. Se siente el héroe del narco. Yo tengo otros planes y tengo con qué respaldarlos.
     —Tú no tienes ni veinte pesetas encima —me burlé.
     Armando Barreto me mostró la mano abierta. Lentamente la metió en el bolsillo y sacó con dos dedos cuatro billetes de a mil dólares.
     —¿Por qué no se los ofreciste a éste —pregunté señalando con la cabeza al grandote.
     —Porque no me diste tiempo —respondió Armando.
     Estaba yo en una película distinta a la que me había pasado en la cabeza desde el momento en que descubrí que el grandote buscaba a un chamaco mexicano y su novia española.
     —Me hubiera yo ido. En chinga —aseguró el grandote—. Le digo a tu papá que no te encontré y le regreso su anticipo.
     —¿Anticipo? —pregunté.
     —Soy detective privado. El papá de éste me pagó para que lo encontrara y lo llevara de regreso a México.
     Lo que me faltaba: que los hijos de la chingada ahora se metieran a detectives privados.
     —¿Por qué no acudir a la embajada, a la Interpol? —pregunté de nuevo. Uno se vuelve demasiado preguntón con los años.
     —Porque mi papá es el Jaguar de Badiraguato —sonrió Armando con diversión cruel—. Ni modo que Míster Narco vaya a levantar un acta al Ministerio Público.
     Otra pausa. Armando aumentó la apuesta:
     —Te doy los veinte mil dólares y a esta vieja. —Los ojos de Marilú se abrieron aún más. Supongo que los míos también.
     Ella trató de protestar. Armando le soltó un bofetón, carne restallando sobre carne.
     —No te hagas —la regañó—. Si ya estabas lista para empezar a putear por mí.
     Me hubiera dado vuelta en ese momento dejándolos solos con sus líos a no ser porque era obvio que Marilú todavía no estaba lista para graduarse a la posición de pupila del proyecto de chulo importado que era el hijo del narcotraficante. Era obvio: Armando quería hacer su propia carrera, lejos del narco, de tratante de blancas, morenas, negras, amarillas y alguna verde para un cliente con perversiones originales. Negocio más seguro. Lo otro que me impidió huir fue que el grandote se movió ágilmente. De algún lado sacó una Star de nueve milímetros y disparó hacia donde estaba yo. La bala me mordió la chamarra negra entre el brazo y el pecho, a la altura del corazón. Me escondí de nuevo tras la pared y lancé la .32 en dirección a Armando Barreto.
     De lo perdido, lo que aparezca es bueno, dicen en mi tierra. Lo que oí fue exactamente lo que el instinto me dijo que podía yo oír.
     —Deja eso, pendejo —gritó el grandote.
     —Aquí te mueres —dijo Armando Barreto.
     Dos tiros que sonaron casi como el mismo. Un redoble minúsculo. Dejé pasar tres segundos antes de asomarme. Dos charcos de sangre empezaron a crecer hasta confundirse. A la distancia que estaban, el grandote y Armando Barreto no podían fallarse. El muchacho iba a matar fríamente al grandote, y éste disparó muy a su pesar para tratar de salvar el pellejo.
     Así me lo contó Marilú más tarde, con los ojos todavía muy abiertos. Logré que saltara la sangre y salimos del departamento a la oscuridad de las escaleras antes de que la gente alborotada alrededor acabara de llamar por teléfono a la policía y se sintiera con arrestos para asomar las narices fuera de sus departamentos.
     Extraño mi pistola. Deveras que no es fácil conseguir una Colt .32 de cinco tiros en España.
     Ahora, bajo el brazo izquierdo, en vez de la dureza de la pistola en su funda sobaquera tengo la suavidad del brazo de Marilú.
     Ella dice que se me debería quitar el hábito de hacerle al héroe.
     Yo le digo que sí, algún día, y la beso seguido y le canto boleros. Pero mientras, alguien tiene que hacerle al héroe, alguien tiene que mantenerse firme, alguien tiene que tener palabra de honor.


México-Tenochtitlán
Mayo de 1997
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"Palabra de honor" por Mauricio-José Schwarz Huerta está bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 Unported License.


7/21/10

En la enciclopedia (canción)

A fines de 1997 o principios de 1998, el ciberespacio reunió a un grupo de amigos alrededor de un proyecto musical, "Transfusión", un grupo de jazz-fusión (o sea, de todo pero con el toque jazzero de Toño Malpica al piano). Dejo que lo cuente Toño, hoy multipremiado novelista de ciencia ficción y literatura juvenil y negra, además de ser dramaturgo a 4 manos con su hermano Javier, con obras dirigidas por ambos, desde su página Galofrando:
Al final nos hallamos en la composición y nos quedamos. Surgieron rolas rockeronas y hasta tropicosas que tocamos aquí y allá, hasta que Mauricio huyó a España y el changarro se deshizo.
Transfusión: Toño Malpica, Javier Malpica, Marcela García del Moral,
Óscar Pellicer, Mauricio-José Schwarz, Pablo Marentes
Éramos purititos carnales: Marcela García en la voz, Oscar Pellicer (sobrino nieto del poeta) en los tambores, Pablo Marentes (premio nacional de periodismo, que después perdimos (se metió a la política)) en teclados, Mauricio-José Schwarz en la lira (hoy hace fotografía), Javier Malpica en el bajo y yo merengues en el piano.


Probablemente no hay experiencia artística similar a escribir unas líneas y ver que un músico apasionado como Toño les asigna una música que les viene como guante de fina seda. La última vez que conté, en un breve año escribimos 18 canciones (y años después, comunicados por Internet, otra más para la hija de Marcela). Y no seríamos tan malos cuando, ensayando en mi casa, los vecinos en lugar de protestar nos felicitaban porque les hacíamos pasar un buen rato. Los sábados tocábamos, como corresponde, en un café.

Esta canción reitera uno de mis temas inevitables: la exaltación de la gente común y corriente que es la que hallo verdaderamente importante y siempre he elegido por encima de famosos, ricos, aristócratas y poderosos. Es la gente, MI gente, que en todo el mundo ha levantado los monumentos de los que se ufanan los ricos, la gente que ha creado la riqueza que gozan los inútiles, los que se jugaron la vida en batallas que los generales dicen haber ganado, los que se han enfrentado al poder sin más que la razón, el arte y el deseo de tener justicia, libertad y un gajo de felicidad, que carajo, no es tanto pedir.

EN LA ENCICLOPEDIA
Letra: Mauricio-José Schwarz / Música: Antonio Malpica

Cuando se acaban los nombres
de los hombres
que salen en los diarios
y se escriben los libros de la historia
con la gloria
de aquéllos que vencieron.

Mientras se hacen las canciones,
las naciones
se inventan y se mueren
y en palacios cubiertos de cristales,
generales
posan para una foto.

Coro:
Hay uno y hay cien y hay mil que no cuentan,
que no tienen ni una medalla.
Hay más de cien mil y un millón o cuarenta,
que dicen que no dejan huella.

Que gozan su amor y sufren su ausencia
-ser anónimo tiene su encanto-,
que ríen su risa y lloran su pena,
que no caben en la enciclopedia.

Nos recuerdan diariamente
lo pacientes
que son con nuestras faltas,
de tal modo que vamos descubriendo
y aprendiendo
a pensar lo que debemos.

Y entre estatuas malgeniudas,
muy ceñudas,
de tipos que son héroes,
que le han puesto sus nombres a mi calle
y a mi valle
dejaron sin colores.

Coro:
Hay uno y hay cien y hay mil que no cuentan,
que no tienen ni una medalla.
Hay más de cien mil y un millón o cuarenta
que dicen que no dejan huella.

Que gozan su amor y sufren su ausencia
-ser anónimo tiene su encanto-,
que ríen su risa y lloran su pena
que no caben en la enciclopedia...
... pero caben en la canción,
... pero caben en la canción,
... pero caben en mi canción.

5/16/10

Crónica del desconcierto

Entre el 30 de noviembre de 1994 y el 11 de marzo de 1995 me dediqué a escribir el libro Crónica del desconcierto, para la Editorial Planeta México. El objetivo del libro era hacer precisamente la crónica de los primeros 100 días del gobierno de Ernesto Zedillo Ponce de León, el presidente accidental, aunque sin imaginar siquiera que el personaje sería uno de los más nefastos presidentes de una colección tremenda de presidentes nefastos que México ha tenido la desgracia de padecer. Y ciertamente sin suponer cuán pletórico de acontecimientos sería el plazo que habíamos elegido. Finalmente, dado que el expresidente Carlos Salinas, uno de los elementos de la desestabilización nacional de esos tres meses, salió a su dorado exilio el 11 de marzo, prolongamos un día más el lapso cubierto por la crónica, hasta los 101 días. 15 años después, pongo el manuscrito a disposición de todo el mundo, esperando servir de algo en la lucha contra el olvido que promueven quienes viven de él. Publico aquí la introducción, y abajo un enlace para descargar todo el libro nen PDF





CRÓNICA DEL DESCONCIERTO
Estremecedora relaciónde los primeros pasos
del gobierno de Ernesto Zedillo
Mauricio-José Schwarz




INTRODUCCIÓN
Noviembre 30: las vísperas inquietas


Toda toma del poder es asunto de júbilo, resultado de un triunfo. La toma del poder de Ernesto Zedillo Ponce de León, empero, veía opacada la alegría por la fragilidad de las condiciones en que recibiría el mandato y el país el 1º de diciembre de 1994.

La incertidumbre tenía muchos orígenes: tres asesinatos no aclarados (del cardenal Posadas, del candidato priísta Luis Donaldo Colosio y del secretario general del PRI, José Francisco Ruiz Massieu), acusaciones de colusión entre políticos y narcotraficantes, la reunión entre Girolamo Prigione, el pronuncio apostólico, y los hermanos Arellano Félix, señalados como los principales narcotraficantes de México y acusados del asesinato del cardenal; un difícil proceso electoral, los asesinatos de casi trescientos militantes del PRD y de numerosos periodistas; la creciente impunidad de los cuerpos policiacos (cuyo paradigma en 1994 fue la muerte del ciudadano César Adolfo Ugalde a consecuencia de los golpes que le propinó un grupo de policías por orinar en la calle), la combatividad de numerosos grupos sociales con diversos agravios, expresada en miles de marchas principalmente en el D.F.; la industria del secuestro desatada en toda la república (destacándose el secuestro del banquero Alfredo Harp Helú), las señales de una profunda pugna por el poder en el interior del PRI, el levantamiento del EZLN en Chiapas, las acusaciones del subprocurador Mario Ruiz Massieu a los líderes del PRI y al encargado de la PGR de contubernio para obstaculizar las investigaciones del asesinato de su hermano y la posterior renuncia del funcionario en un tono desusado en México; el accionar político de Manuel Camacho Solís, la sorpresa y confusión de la izquierda ante unas elecciones que simplemente no dieron los resultados esperados, los conflictos postelectorales en Chiapas, Veracruz y Tabasco; el aumento de la pobreza y, como contrapunto, un pequeño grupo de dueños de grandes fortunas que nos ubicó entre los países con más millonarios del mundo y una creciente dependencia respecto del capital y los productos extranjeros.

Incluso en el terreno económico, donde el salinismo buscaba fincar su prestigio internacional, había “focos rojos”: crecientes tasas de desempleo abierto y encubierto, una moneda debilitada, salarios contraídos, crisis de carteras vencidas de la banca, altas tasas de interés, fraudes en instituciones financieras, quiebras de pequeñas y medianas empresas, desequilibrio entre exportaciones e importaciones, y la tendencia de los capitales nacionales y extranjeros hacia la especulación antes que a la inversión productiva.

La situación se percibía como grave. Quizá por ello la esperanza era mayor.

Ernesto Zedillo, además, cargaba con el lastre de no haber sido el primer elegido, el sucesor favorito. El asesinato de Luis Donaldo Colosio ocurrió cuando ya era demasiado tarde para las aspiraciones presidenciales de quienes aún mantenían puestos en el gabinete, debido a la disposición constitucional que exige que todo candidato se separe de cualquier puesto público seis meses antes de la fecha de la elección, límite que había transcurrido más de un mes antes del crimen. El único candidato viable era Ernesto Zedillo, pues es difícil creer que se hayan considerado con seriedad las posibles candidaturas de Fernando Gutiérrez Barrios o de Manuel Camacho Solís y más fácil suponer que la designación de Zedillo como jefe de la campaña de Colosio lo señalaba desde un principio como sustituto en caso de una eventualidad.

La segunda campaña priísta avanzó a gran velocidad para crear un candidato que tenía a su favor ser un excelente economista neoliberal y orígenes populares, pero no era un político. Publicistas, expertos en imagen, actores que daban cursos intensivos de oratoria y presencia escénica, crearon un triunfo que fuera creíble independientemente de los fraudes habituales en el PRI.


Dos días antes de la toma de posesión, los dos mayores beneficiarios del neoliberalismo, Carlos Slim y Emilio Azcárraga, casaban a sus empresas: Teléfonos de México adquiría casi la mitad del paquete accionario de Cablevisión. La empresa de Televisa así veía abiertas las puertas al mundo de las telecomunicaciones. Al mismo tiempo, Clemente Serna vendía su exitoso grupo Radio Red (creado por su padre como Radio Programas de México) para emprender un proyecto de televisión vía satélite que buscaba precisamente competir contra Televisa.

Las posiciones se tomaban de forma apresurada.

Mientras, el ya casi expresidente Salinas daba a los corresponsales extranjeros su visión del futuro de país declarando: “Viene la recuperación económica, es tiempo de cosechar”. Respecto a su propia candidatura a la OMC inauguraba su lema de campaña: “La candidatura no será un problema de bloques, sino un asunto Norte-Sur”(EF). Entretanto, su futuro personal se veía apoyado por un contrato como conferencista con la empresa Washington Speakers, quien emitió un folleto para anunciarlo a un costo de 30 mil dólares por conferencia (RE).

En los medios, los exaltadores del salinismo se apresuraban a convertirse en entusiastas zedillistas. Los voceros eternamente leales al PRI se veían ahora unidos a los viejos y nuevos voceros de la ultraderecha, que ayer fueran antigobiernistas porque veían en el PRI una punta de lanza del comunismo internacional y devinieron sus panegiristas cuando el PRI se volvió punta de lanza del neoliberalismo internacional.

A nivel internacional, el Washington post señalaba que Estados Unidos “no tiene nada más urgente o de más profunda consecuencia, en lo relativo a su política exterior, que apoyar la transformación socioeconómica del vecino país” y afirmaba: “la tarea principal de Zedillo, y de la que depende todo el resto de su presidencia, es fortalecer y apoyar al pueblo e instituciones en su país que promueven elecciones libres, mercados libres y la derrota de los  barones de la droga”. El Chicago tribune publicaba un reportaje bajo el titular “La revolución de Salinas (economía ascendente pero débil democracia)”.


El gabinete de Ernesto Zedillo anunciado el 30 de noviembre no incluyó a varios personajes esperados, como Pedro Aspe Armella, Jesús Silva Herzog y Fernando Solana. A cambio se nombraba Procurador General de Justicia a Antonio Lozano Gracia, militante del PAN, dos veces diputado federal, licenciado en derecho por la UNAM y muy cercano al dirigente de su partido, Carlos Castillo Peraza y al excandidato presidencial Diego Fernández de Cevallos. En lo que se consideró una exoneración, se nombró Secretario de Energía, Minas e Industria Paraestatal a José Ignacio Pichardo Pagaza, experimentado político del grupo encabezado por Carlos Hank González y quien había sido acusado por Mario Ruiz Massieu de entorpecer las investigaciones del asesinato de su hermano.

Algunos analistas señalaban la poca experiencia política de la mayor parte de los nombrados, mayoritariamente economistas, y el hecho de que nueve de ellos fueran muy allegados a Carlos Salinas. Pero el gabinete era bien recibido por las organizaciones empresariales y los analistas de Wall Street como garantía de continuidad, destacándose los elogios al nuevo secretario de Hacienda, Jaime Serra Puche. Independientemente del entusiasmo en las declaraciones, al momento de conocerse el gabinete, la Bolsa Mexicana de Valores revirtió una tendencia alcista y empezó a bajar hasta cerrar con pérdida del 0.19%.

Ernesto Zedillo, por su parte, decía al diario español El país que habría preferido ser candidato seis años después y se definía hasta el día anterior como “jefe del ala reformista radical del partido; hoy ya no porque soy el presidente de México” y anunciaba que su sexenio sería de “democracia sin paliativos”. Sobre el conflicto en Chiapas afirmaba: “No hay solución militar al problema. Sólo deseo que tengamos verdaderos interlocutores entre los zapatistas y que se avengan a negociar.” EZPL reconocía que muchas de las reivindicaciones del EZLN estaban justificadas. “Es un problema que sólo se resuelve con la transformación democrática de todo el país. No sólo de Chiapas”, dijo y deslizó que había negociaciones “a medio camino de los bastidores”, en palabras del entrevistador M.A. Bastenier.

El escenario estaba listo en muchos sentidos. Los asuntos pendientes convertían la sucesión en un acertijo. El nuevo presidente puede igual fundar la democracia que refundar el autoritarismo porfirista o diazordacista, llevar al país a la paz o a la guerra, limpiar a la policía o dejarla libre para delinquir impunemente, gobernar para todos o para las trescientas míticas familias plurimillonarias, atender a los indígenas o a los caciques y latifundistas.

México, entretanto, se proyecta mayoritariamente al rito sexenal de la esperanza. El presidente entrante es un billete de lotería en el cual todos proyectan sus esperanzas. Las amas de casa esperan que “el Señor” baje el precio de la carne. Los taxistas sueñan que controle la voracidad de los extorsionadores de Servicios Públicos. Los científicos esperan que aumente el presupuesto para la enseñanza e investigación. Los empresarios se ilusionan con la desaparición de la Ley Federal del Trabajo. Estados Unidos sueña con la privatización de Pemex. Los asalariados esperan aumento. Los neoporfiristas esperan la reivindicación de la aristocracia. El nuevo presidente mexicano es, el 1º de diciembre, una promesa sin fronteras. A lo largo de seis años, empero, va demostrando que al igual que un billete de lotería sólo puede beneficiar a unos pocos elegidos y la esperanza se trocará en enojo y en rechazo, sobre todo durante el último cuarto de siglo mexicano, cuando el maleficio moderno del negro fin de sexenio se ha instalado de manera sólida en la tradición política mexicana.


Hoy, salvo para los opositores extremadamente viscerales o demasiado avisados, como toros muy placeados, Ernesto Zedillo es la promesa. Generosamente, el país espera su asunción.
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Crónica del desconcierto por Mauricio-José Schwarz Huerta está bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 Unported License.


5/14/10

Florecer a la sombra del tirano


Alguien llamó a éste un cuento "chino", porque le recordaba, decía, a un relato sobre la Gran Muralla china. Quería yo una cadencia con aire antiguo para contar un relato cuya semilla más prosaica está en la usurpación por parte de Carlos Salinas del poder presidencial en México, merced a un colosal fraude electoral que despojó del triunfo al ganador, al hombre por el que los mexicanos votaron en 1986, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano. Los resultados de este golpe a la democracia fueron el principio del desastre para México. Por entonces yo vivía en Querétaro, como librero, productor en Radio Querétaro (donde tuve uno de los primeros programas de la radio mexicana dedicado al rock en español, "Tiempo de híbridos") y periodista. A los pocos días del fraude salinista, alguien escribió en uno de los muros coloniales de Querétaro ante el que pasaba cotidianamente camino a la radio, la frase "Salinas usurpador", que lógicamente (la lógica del estado autoritario, se entiende) fue rápidamente cubierta con pintura blanca. En los días siguientes, la pintura de la denuncia empezó a verse cada vez más claramente debajo de la apresurada capa de pintura censora. Una nueva cuadrilla con mejor pintura y órdenes más terminantes acabó con el problema poco después, pero la imagen se quedó conmigo hasta que años después se convirtió en esto.

FLORECER A LA SOMBRA DEL TIRANO
Mauricio-José Schwarz


Lo relató una noche un hombre que surgió de la bruma.
     Ciego y paralítico, explicó que su estado se debía a que una noche, en su país, fue detenido por sospecharse que era opositor al régimen. Pero ésa, ya conocida, no es la historia.
     Es la historia de unos muros. O de lo que los muros dicen.

     Un día, en un país no muy grande, un tirano accedió al poder. El pueblo supo restar su temor de su indignación y permitió que el usurpador lograra su propósito sin demasiada violencia. Empero, esa noche, las voces del desacuerdo se hicieron letras en las calles, como aquélla que desemboca en el palacio de gobierno, donde aparecieron letreros acusadores.
     Es una calle hermosa, con muros encalados y columnas de cantera sobre las que la hiedra sube seducida por el cielo. Casas, ya pocas, comercios y centros de arte y cultura ocupan los edificios.
     La mañana posterior a la llegada del usurpador al palacio, los muros encalados mostraban, nueve veces, una leyenda estampada en letras negras y furiosas. Dos palabras, tan sólo. La primera, el apellido del hombre que ya habitaba en el poder. La segunda, la palabra "usurpador".
     Muchos muros del país mostraban frases similares. Pero esta historia no les pertenece porque con celeridad fueron borrados por los empleados municipales, cubiertos con gruesas capas de pintura y sustituidos por lemas apresurados sobre la unidad de la nación, las promesas del tirano o las loas anticipadas de la abundancia que sobrevendría.
     El tirano pasó por la calle, camino al palacio de gobierno, y ordenó que las leyendas fueran condenadas. La pintura las cubrió en pocos minutos. En la noche, el país era una sinfonía de muros blancos y silenciosos.
     Al día siguiente, empero, la pintura negra de las dos palabras se había colado en la nueva capa blanca y, gris pero nítida, la frase de nuevo recibió al tirano de camino a su trono.
     Sonaron órdenes terminantes, los funcionarios sudaron, el temor de ser despedidos sacudió a los hombrecitos que esperaban florecer a la sombra del usurpador. Varias cuadrillas, provistas de pintura de la mejor calidad, repintaron los muros.
     Al día siguiente, las letras de nuevo habían vencido la barrera y el tirano ordenó que muchos subalternos menores fueran reemplazados. Con gran urgencia, las imprentas del estado escupieron carteles con la efigie del hombre en el poder y en la noche fueron fijados sobre las ofensivas palabras.
     No hubo tranquilidad esa noche en la corte. El sueño escapó de casa de los cómplices y renuentemente visitó al usurpador.
     Esta vez pasaron varios días. Los hombres de palacio se dieron a las tareas de gobierno y a la construcción de su prosperidad personal. Los letreros empezaron a olvidarse.
     Pero antes de que pasara una semana, la pintura negra logró empapar los carteles y, junto al rostro sonriente, surgieron los trazos que denunciaban la usurpación.
     Entonces salieron del palacio funcionarios de mayor importancia que sentían seguro su lugar en el favor del poderoso. Los restantes tomaron decisiones drásticas. De nuevo, los trabajadores de rostro cansado llegaron al pie de los muros y, con picos y martillos, quitaron la cal de los muros. Sus gruesas lijas arrancaron las frases de las columnas de cantera. Especialistas en su oficio volvieron a encalar las paredes.
     Pasó un mes antes de que las acusaciones resurgieran en la pared. Hubo sospechas de que agentes enemigos del tirano fueran los responsables, pero las largas horas de vigilia a que fueron sometidos los soldados sólo demostraron que efectivamente los trazos reaparecían por sí solos, lentamente primero, al final con la rapidez de una bofetada.
     Todos los esfuerzos fueron inútiles. Con el tiempo, el tirano aprendió a transitar velozmente hacia palacio sin reparar en la cruel denuncia.
     La última vez que el joven ciego los vio, antes de su detención, unos muchachos habían pintado, quizá juguetonamente, corazones rojos sobre los letreros, para ver cómo, con la certeza del amanecer, las palabras reaparecían dentro de su nuevo marco.

     El hombre giró en sus silla de ruedas y se alejó. Nunca dijo el nombre del país, así que no sabemos si las letras negras aún señalan al usurpador cada mañana.
     Alguien aseguró que sí, pero los periódicos no dicen nada de esas cosas.

México-Tenochtitlán, enero de 1994

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3/9/10

Nuestra propia tierra


Los niños de la calle, una especie de excedentes del sistema que se vuelven invisibles a ojos de casi todos porque su existencia es todo un desafío a quienes sí viven en el sistema y disfrutan de todo lo que está vedado de origen para esos niños sin futuro. América Latina es pródiga en esos niños, a la mitad del camino entre la delincuencia y la rebelión, hijos de los abusos de gobernantes y miembros de las listas de Forbes, de las intervenciones estadounidenses, de la lucha contra el narcotráfico, de la desidia de quienes se sirven de sus ciudadanos sin jamás pensar en servirlos. Han sido mi tema muchas veces, pero quizá no las suficientes. Este cuento es parte del volumen Más allá no hay nada, publicado por la Universidad Autónoma Metropolitana gracias a los buenos oficios de mi querido Bernardo Ruiz.
NUESTRA PROPIA TIERRA
Mauricio-José Schwarz

Somos un agujero
en medio del mar y el cielo
Juan Luis Guerra


—Esos edificios están construidos sobre muertos —dijo Daniel señalando la amplia unidad habitacional. Pese a las dos décadas transcurridas desde su construcción, se veían bien conservados, cuidados por sus moradores.
     —¿Metáfora tuya? —preguntó Nicolás, su ayudante recién salido de la Universidad.
     —No, —respondió Daniel. Dejó pasar el silencio.
     —¿Algún gran secreto? —insistió Nicolás intrigado.
     —No, en realidad no —concedió el viejo arqueólogo—. Es de esas cosas importantes que los diarios en su momento apenas mencionaron y que luego se olvidaron por consenso, como se olvidan las vergüenzas de la familia o los momentos de ridículo que cada uno de nosotros ha pasado. Se olvidó por acuerdo de todos. Menos el mío, quizá. Ahora no me gusta que no quede memoria.
     —¿De qué se trata? —volvió a preguntar Nicolás.
     —De una historia que, como todas las buenas historias, se cuenta mejor frente a un tarro de cerveza o una taza de café.
     —Prefiero la cerveza —señaló Nicolás.

  
Los edificios se habían ido quedando desiertos sin que nadie atinara a explicarse cómo, sobre todo porque cada vez más personas vivían en la calle, trabajaban en la calle, comían en la calle y decían a gritos cosas que no eran propias de gente bien educada. Eran muchos que languidecían sin un techo encima y, sin embargo, languidecían tantos techos sin nadie abajo.
     Eran tiempos en que muchos hacían un esfuerzo cotidiano para convencerse de que vivía en el mejor tiempo de todos, en una sucesión de maravillas y abundancia de bienes capaces de asombrar a los antiguos que vivieron los tiempos en que Omar Khayyam escribía sus Rubaiyat. Eran malos tiempos para esos que en la calle, sin casa ni modo de justificar el aire que respiraban, el espacio que ocupaban en las ciudades, contradecían el esfuerzo noble y tenaz de los otros, los que ni siquiera lograban convencerse del todo.
     Los edificios eran el grotesco testimonio de la paradoja. Casas que habían quedado huecas. Cascarones purificados por un incendio. Edificios ajados por las fuerzas de la naturaleza o simplemente por vencerse solos, cansados de luchar contra la herencia de sus creadores que hipócritamente habían escatimado en los cuerpos de las construcciones algunas vértebras, algunos músculos necesarios, algunos órganos vitales que representaban atractivos ahorros. Hogares convertidos en ruinas por la muerte de sus ocupantes, o atrapados en interminables procesos jurídicos que se acurrucaban en estado de coma dentro de miles de archivos de miles de oficinas, o que simplemente se habían convertido en legajos fugitivos, que nadie encontraba, con el solo objeto malévolo de enredar aún más la maraña. Terrenos baldíos sin esperanza de construcción. Covachas dejadas atrás por émulos de Lot que nunca miraron atrás. Casas que no eran de nadie y que al final eran casas de todos.
     No de todos, es cierto. La mayoría eran las casas de unos pocos, de los iniciados o de los invitados, de los que se enteraban o de los que pertenecían al círculo, separadas en grupos de edades, de sexos, de preferencias o de niveles delictivos. Casas tomadas por bebedores cuyo único sueño, cuando ya todos los demás se les habían caído de los bolsillos rotos, era morir en una embriaguez de apoteosis, donde la alucinación del delirium tremens adoptara la forma de alguna hurí vista en televisión. Casas de adolescentes duros que llevaban la muerte a cuestas y la abrazaban sin pena, que mataban y morían con abandono. Casas de adictos, casas de los que habían huido de sus hogares y casas de los que habían escapado de los albergues que la caridad estatal y clerical les había diseñado para devolverlos al mundo del que huían. Casas de varios grupos a la vez, en las que imperaba la única dosis de respeto que podían dar y recibir sus ocupantes. Iban y venían. Nadie preguntaba, sólo se pedía atención al mínimo reglamento que habían sabido darse. Se quedaban una noche, una semana o un año, y si desaparecían no inquietaban a nadie más que a sus amigos cercanos.
     Casas que cualquiera hubiera jurado que estaban abandonadas, a menos que mirara con cuidado durante todo un día, descubriendo con asombro a sus ocupantes escurriéndose en misteriosos ires y venires.


Un terremoto, un proceso judicial largo como las penurias de los indios y otros variados elementos se confabularon para que quedara a disposición de la calle un edificio de oficinas amplio y no muy viejo, apartado de las miradas indiscretas por una barda, ubicado en un rincón de un barrio al que nadie le prestaba mucha atención.
     Le llamaban "la casa de todos", y lo era.
     El paso de los años fue destejiendo la red formada alrededor del edificio, esa mortaja que lo condenaba a ser un borrón indistinguible para vecinos y autoridades. El edificio recobró existencia a ojos de la gente de afuera, se firmaron y sellaron papeles y se llegó a una solución salomónica: un convenio para dedicar los terrenos a construir una unidad habitacional para gente de escasos recursos —según decían los papeles firmados y sellados, para no causar cejas levantadas con el ofensivo uso de las palabras "pobres", "marginados" o cualquiera otra que atentara contra la sensibilidad de los firmantes y sellantes. Alguien se dio cuenta de que el edificio albergaba a los muchachos de la calle, y entonces la decisión se adornó con una cláusula adicional, hija de la culpabilidad. Se anunció, para que todos lo supieran, que se daría preferencia a quienes entonces ocupaban "la casa de todos".
     Y ello justificaba, además, que se retirara a los habitantes. Les convenía. Era para su propio beenficio.


Se procedió al desalojo. De noche, según costumbre ancestral de todos quienes no están seguros de que sus acciones sean dignas la luz del sol, lejos de las miradas de los curiosos, la policía sacó de su maltrecho hogar a los muchachos que limpiaban parabrisas en las esquinas, a los raterillos menores, a las adolescentes preñadas o con un bebé en los brazos que las mantenía en asombro permanente, a los niños grises con la nariz hambrienta de solventes, a los cuatro o cinco temerarios que se pusieron broncos y se llevaron un garrotazo o un empujón con el escudo de plexiglás, a los que tenían tuberculosis y a los que tenían Sida.
     Los que quisieron subieron a los autobuses para ir al albergue que se había preparado para ellos en un gimnasio. Los demás se fueron por la calle como semilla que se esparce buscando un suelo del cual apropiarse con la garra de su raíz. Los bienes, diminutos y lamentables, que sus propietarios no habían reclamado de inmediato, salieron por las puertas y ventanas de la casa que ya no era de todos. El ansia de limpieza de las autoridades respetó apenas el altarcito católico en el que hacían sus reverencias los habitantes, pidiendo suerte para trabajar, para robar, para prostituirse, para vivir un día más y volver enteros a dormir, Dios mediante.
     Nadie se ocupó, al final, de contar a los ocupantes para poder decir si allí habían vivido cien o mil.


El gran edificio abandonado estaba en una zona que probablemente alojaba restos de interés arqueológico. Nos llamaron y nos dieron quince días para nuestros estudios, además de permiso para estar presentes en las obras de demolición y excavación, con derecho a suspenderlas temporalmente si se hacía algún hallazgo de importancia. A cambio convinimos en no hacer nada para que la suspensión fuera definitiva.
     A mí me tocó el altar. Era una colección disímbola de elementos tomados de acá y de allá, desde estampitas baratas de San Judas Tadeo, patrono de las causas perdidas, hasta "milagritos" de oro y plata, notas escritas con ortografía lamentable y figuras burdas de barro con representaciones ancestrales: un árbol de la vida, un sol, una rana de barro negro. Todo ello rodeaba a una virgen de Guadalupe en un cartel impreso de mediana calidad.
     A los pies de la virgen se encontraba una pequeña alcancía que aún tenía en su interior unas monedas. Quizá los ingresos de la cajita se usaban para atender necesidades de la heterogénea comunidad. O quizá se entregaban a alguna parroquia cercana.
     El altar entero estaba colocado sobre una pesada caja de madera, de ésas que se usan para embalar y transportar objetos delicados: sólida, reforzada y de gruesas paredes.
     Cuando tratamos de levantar la caja, descubrimos que contenía algo tremendamente pesado. Después de fotografiarla como habíamos hecho con el altar ahora desmembrado que estaba en las cajas destinadas a los antropólogos sociales, la abrimos.
     La caja contenía sólo tierra y piedras principalmente, acompañados de cascajo, ladrillos rotos, pedazos de varilla y numerosos fragmentos más. La vaciamos hasta que pudimos moverla y descubrimos la entrada al segundo sótano del edificio, donde habían estado las bodegas de mantenimiento, una planta de luz, la bomba del agua y otros elementos. Con los años, ese sótano había quedado olvidado.
     Limpiamos la entrada y bajamos para poder decir en nuestro informe que lo habíamos hecho.
     Encontramos todo lo que nos esperábamos: los restos oxidados de aparatos eléctricos y las áreas que habían sido el corazón y el aparato digestivo del edificio cuando estaba vivo para sus oficinistas y no para la colección de indeseados que lo había ocupado en los últimos cinco o seis años.
     En el mayor recinto del sótano, lo que había sido el estacionamiento, encontramos la verdadera sorpresa. Las entradas habían sido cegadas con muros de ladrillos y, desde el primer sótano, eran prácticamente imperceptibles.
     Mientras caminábamos sentimos bajo los pies una suavidad que no correspondía al lugar.
     Bajando las linternas recorrimos con su luz la tierra fresca que se extendía por más de la mitad de lo que había sido el estacionamiento. Con paciencia monacal, alguien había roto y levantado las losas de concreto para dejar al descubierto la tierra en la que se habían excavado los cimientos del edificio.
     Javier, uno de los arqueólogos más jóvenes del grupo, se apartó de nosotros. Al otro extremo del estacionamiento, empezó a hurgar en la tierra. Trató de sacar un objeto grisáceo que encontró y descubrió que era un dedo de una mano humana sepultada a pocos centímetros de profundidad. Lanzó un grito de asco y de miedo.
     Cuando llegamos hasta donde estaba lo encontramos tallándose la mano contra la pared de concreto para tratar de limar el horror, de arrancárselo inmediatamente.
     Con todo cuidado expusimos al aire un poco más del descubrimiento de Javier. Quitamos la tierra del resto del brazo, pero apenas llegábamos al hombro cuando el olor se hizo presente pese a que el cadáver, como lo supimos después, estaba profusamente cubierto de cal.
     Salimos a llamar a la policía, convencidos de que habíamos dado con la víctima de un asesinato. Poco después llegaron los forenses y un grupo de bomberos con máscaras antigases, varios policías, un agente del Ministerio Público y algunos uniformados en dos patrullas encargados solamente de mantener alejados a los posibles curiosos.
     Defendimos con éxito nuestros permisos y los oficiales admitieron que permaneciéramos en el sótano mientras ellos hacían sus diligencias, siempre y cuando nos comprometiéramos a no interferir.
     El brazo estaba cruzado cobre el otro, y ambos descansaban sobre el pecho de la víctima, un muchacho joven. Yo jamás había visto a un muerto de meses, y el espectáculo me repugnó poderosamente al mismo tiempo que me fascinaba. La muerte nos gusta por eso, yo creo, porque nos dice cómo vamos a ser. Es un espejo del futuro inevitable.
     Al primer cuerpo siguieron otros.
     Unos que habían muerto en fecha más o menos reciente y otros que evidenciaban varios años de estar al amparo de la tierra. Jóvenes, sobre todo. Hombres y mujeres. Niños, bebés recién nacidos o que ni siquiera habían logrado nacer.
     Casi un centenar de muertos.
     Las teorías de la policía se desgranaron con rapidez. Apenas se formulaba una, se veía sustituida por otra. De un asesinato se pasó a imaginar un asesino serial. La teoría que durante más tiempo se sostuvo fue que estábamos ante un tiradero de cadáveres: el lugar a donde iban a dar las víctimas de los pobladores de la noche en la ciudad, de los asesinos o policías a los que se les pasaba el castigo y se encontraban incómodamente cargados con un cadáver, esos que se tragaba la ciudad y dejaban a la familia esperando siquiera saber si estaban vivos o muertos.
     Cuando llevaban más de 50 cuerpos, Javier, que se sentía intensamente unido a lo que estaba ocurriendo ante sus ojos, se dirigió a uno de los forenses con la pregunta que resolvía todas las dudas, una pregunta que todos traíamos incómodamente alojada en algún lugar de las ideas:
     —¿Ustedes encuentran muchos cuerpos de chavos de la calle? Se mueren por drogas, por peleas, por abortos mal hechos, por enfermedad, por mil cosas. ¿Dónde quedan los cuerpos?
     Estaban allí.
     —Los asesinos no amortajan a sus muertos —señaló uno de los forenses.


Decidí intervenir antes de que las noticias corrieran solas. Antes, incluso, de que acabaran de contar, inventariar y meter en bolsas de plástico los cadáveres. Antes de que la primera ambulancia saliera con las primeras bolsas. No sé por qué me metí, pues en general no me gustan los líos. Los forenses trabajaban bajo una fascinación inexplicable, y convencían a los policías de que no se debía mover a los cuerpos todavía. Algunos antropólgos empezaron a interesarse por los cuerpos y su ropa, por la joyería o lo que por tal pasaba en los descompuestos miembros: la muñequera de estoperoles amenazantes en el brazo de un cuerpecito con aspecto infantil, los tenis de nombre extranjero, las camisetas con estampados diversos.
     Llamé aparte a Javier.
     —Necesito que nadie mueva los cuerpos de aquí.
     —¿Qué pasa?
     —Deformación profesional, si quieres, pero necesito hablar con los dueños del cementerio antes de que se lleven los cuerpos.
     —Espérate, espérate —pidió Javier. Me miró intensamente a los ojos, dejándome ver el claroscuro que los focos bruscos e improvisados lanzaban sobre su rostro anguloso y juvenil. Finalmente la tensión despareció de su expresión—. No es difícil, con el entusiasmo de todos aquí y demás, ahorita hago una rebelión de antropólogos. Y si es necesario con protesta y todo. Pero creo que no hará falta. Los forenses tampoco quieren que todo esto desaparezca así nada más. Uno de los que mandan está que trina porque con esto se va a volver a levantar la duda por todos los extraviados cuyos cadáveres nunca aparecen, así que han de estar pensando cómo hacerle y los puedo amenazar con un periodista. Y hasta inventamos la arqueología de la semana pasada o los llenamos de antropólgos sociales. No te preocupes.
     Era media tarde cuando salí del edificio abandonado y mis pulmones registraron con agradecimiento el polvoso aire de la ciudad, que olía un poco menos a muerte.


El gimnasio era un hangar que había sido habilitado apresuradamente como dormitorio comunal. Más de cien catres militares se habían dispuesto en hileras, pero era evidente que la tardía buena voluntad oficial no había tenido gran éxito. Menos de la mitad parecían ocupados. Los niños y jóvenes platicaban sentados en los catres y en las largas mesas dispuestas en un extremo, junto a una de las canastas de básquetbol, donde al estilo de los cuarteles y las cárceles les servían el rancho cuyo aroma ya se dejaba sentir.
     Me miraron con desconfianza y aproveché para estudiarlos. Eran niños que nadie veía en realidad, a los que nadie podía reconocer aunque estuvieran apostados durante meses en la misma esquina, ofreciendo sus mercancías o sus servicios a los mismos automovilistas día tras día. Ahora tenían rostros individuales.
     Me acerqué a uno que no parecía tan hosco.
     —¿Puedo hacerte una pregunta? —dije tan suavemente como me fue posible.
     —¿Qué? —preguntó con desinterés.
     —¿Tenías mucho tiempo viviendo en "la casa de todos"?
     —¿Por qué quiere saber? —su voz se oscureció.
     —No soy autoridad, ni mucho menos —me apresuré a tranquilizarlo—. Pero necesito alguien que sepa cómo funcionaba la casa. Y en cuanto alguien me lo diga no volvemos a hablar y no digo quién me lo dijo. Pero es muy importante.
     —Yo estuve ahí casi un año —admitió por fin.
     —¿Quién estaba a cargo del altar? —pregunté en tono conciliatorio.
     El muchachito, de no más de quince años, se alarmó visiblemente y se alejó de mí unos pasos por el pasillo entre los catres.
     —No es para nada malo —dije, subiendo un poco la voz—. Necesito hablar con alguien que sepa.
     El muchachito siguió retrocediendo y una voz a mis espaldas dijo:
     —¿Que sepa qué? ¿Con quién quiere hablar?
     Me di vuelta y vi a un muchacho ya grande, de rostro indígena duro, que arrojaba con enojo el humo de su cigarrillo en dirección a mí.
     —Con alguien que me diga quién estaba a cargo del altar en la casa —repetí—. Ya lo quitaron.
     —¿Y?
     —Encontraron el estacionamiento.
     El muchacho dio una larga fumada a su cigarrillo, evaluándome.
     —No sé nada —dijo finalmente.
     —Ya se dieron cuenta de que es un cementerio —dije subiendo aún más la voz. Los que estaban cerca se volvieron a mí—. No se trata de nada contra ustedes, ni los van a acusar de nada. Al contrario. ¿O no les importan sus muertos?
     Varios se acercaron a mí.
     —Están muertos —dijo uno—. ¿Qué importa?
     —¿Y dónde vas a acabar tú cuando estés muerto? —lo interpeló otra voz del grupo.
     —No importa.
     —Pero a ellos sí les importa —insistí.
     —No sabemos nada —dijo finalmente el del cigarrillo.
     Se empezaron a alejar de mí como si ésa fuera la última palabra. Entonces sonó la voz de una muchacha:
     —¿Qué quiere?
     —Yo no quiero nada. Yo nomás iba a ver si no había ruinas abajo del edificio. ¿Qué quieren ustedes? Se tomaron la molestia de recoger y enterrar a sus muertos, ¿no?  Pues entonces deberían también opinar  qué debe hacerse con ellos.
     —Yo estaba a cargo —dijo la muchacha y pude verla. Llevaba pantalones de mezclilla, una playera roja y el pelo corto recogido en una pequeña cola de caballo—. Todos sabían lo que pasaba, pero sólo unos cuantos sabían cómo le hacíamos, eran los que ayudaban a mover la caja y a enterrar a los muertos que nos llevaban. Los llevaban nomás porque no querían que se los comieran los perros, o que acabaran en la fosa común o en la universidad de medicina, donde dicen que los destazan todos para que los doctores aprendan. Pero no matamos a ninguno.
     —Eso ya lo saben —dije refiriéndome a las autoridades y tratando de distanciarme de ellas—. Están a punto de sacar los cuerpos del estacionamiento.
     —¿Y? —preguntó desafiante.
     —No sé. Pensé que querrían hacer algo. Ya sabían que esto iba a pasar. —Asintieron—. Podemos ayudar, pero son ustedes los que tienen que hablar. Son sus muertos.
     —Sí, son nuestros muertos —dijo el muchacho del cigarro.
     Los demás asintieron.
     Cuando ya me iba, la muchacha se me acercó.
     —Ya lo sabíamos —dijo—. Pensamos que iban a pasar unos días más antes de que los hallaran. Pero de todos modos gracias por avisarnos.
     No hice más en el asunto. Nomás lo vi.


Apenas había anochecido cuando empezaron a llegar.
     Los tres periodistas que Javier había convocado estaban apostados afuera del edificio. Dos de ellos habían entrado a ver el estacionamiento. Juntos nos asombramos.
     Traían velas en las manos. Los muchachillos sucios, los malabaristas de las esquinas, los sabios de la calle que usaban atuendos agresivos, los casi adultos y los más niños, los de cabellos erizados en espinas y las jovencitas de aretes múltiples en cada oreja, los de plástico y cuero negro, los de estoperoles y camisetas en inglés.
     Venían de todas las calles y convergían en la puerta del edificio que había sido la casa de algunos. Pero eran más, muchos más de los que podían haber vivido en el edificio. Eran los que vivían en nadie sabía cuántos edificios y agujeros de la ciudad. Los acompañaban otros jóvenes que claramente no eran de la calle: estudiantes y trabajadores, cada uno con una vela en la mano.
     Y en silencio.
     Se detuvieron ante la puerta. Los policías de las dos patrullas los miraron incrédulos, sin atinar siquiera a llamar refuerzos. ¿Refuerzos contra qué?
     Pasaron unos minutos en los que pareció que sólo se movían las llamas de las velas en la noche urbana.
     Uno de los periodistas se acercó a la primera línea de los dolientes y preguntó a todos y a nadie:
     —¿Qué quieren?
     La muchachita de aspecto poco impresionante dio un paso al frente.
     —Que dejen en paz a nuestros muertos —dijo en voz sencilla y firme.
     —¿Van a impedir la construcción? —preguntó el periodista,
     La muchachita y muchos de los que estaban en primera fila negaron con la cabeza.
     —¿Entonces..?
     —Son nuestros muertos, los únicos que tenemos —sonó la voz de un adolescente, como si recitara de memoria una oración profundamente sentida—. Son lo que nos queda. Son los que nos quisieron y son a los que quisimos. Son los que no encontraron su lugar cuando estaban vivos. Son los que ya tienen su lugar ahora que están muertos, en su propia tierra. Son nuestros muertos, la memoria de las noches más frías, de los golpes más cabrones que nos da la vida, de las cosas que no están tan jodidas. Ya encontraron su lugar. Ahí están. Ahí se han de quedar.
     El periodista siguió haciendo preguntas, pero no le respondieron más.
     Las velas hacían solemne la noche de la ciudad.


—¿Y ahí los dejaron? —preguntó Nicolás cuando terminó el relato de su maestro.
     —No les quedó de otra. Las autoridades pensaron en actuar usando la fuerza, pero eran demasiados los que estaban allí, los periodistas, los antropólogos. No tenían a nadie a quién echarle la culpa de nada, porque no había pasado nada. Los muchachos de la calle nomás pedían que les respetaran a sus muertos.
     —Es macabro, ¿no?
     —Cuestión de opiniones —dijo Daniel alzando los hombros—. A algunos les pareció conmovedor.
     —De todos modos, no se me hace que así nomás, a punta de poesía y drama, se salieran con la suya.
     —Efectivamente.
     —Entonces, ¿qué pasó? —insistió Nicolás.
     —Pues que a cambio de que dejaran en paz el cementario, dijeron donde estaban los otros, los extraviados, los que hacían falta en las cuentas. Cambiaron muertos por muertos y pusieron una cruz de metal en el sótano.
     —¿Y no los traicionaron las autoridades cuando ellos entregaron a sus víctimas?
     —No todos eran sus víctimas. Muchos eran víctimas de otros, pero tenían su propio cementerio —aclaró Daniel.
     —De todos modos, pudieron encarcelarlos, buscar a los culpables.
     —Sí, podían hacer todo eso. Pero nadie lo hizo. Después de todo, había que rescatar a los muertos que seguían, a todos los que las heces de la ciudad podían matar después. Nunca se habían visto juntos. Se asustaron de ver cuántos eran, y los otros también se asustaron. Se hizo una especia de pacto sobre los muertos de todos.
     —Y nadie lo sabe —concluyó asombrado Nicolás.
     —Ni falta que hace.

México-Tenochtitlán, enero de 1994


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