Siempre quise escribir un cuento que pudiera funcionar como un episodio de The Twilight Zone (La dimensión desconocida), que considero mi principal motivación para la literatura, (sí, la televisión te puede llevar a la literatura, si es buena televisión). Se me presentó la oportunidad cuando me planteé un juego complementario a la Biblioteca de Babel de Borges. Mi pasión por llevar la contraria me sugirió contraponer una biblioteca con todos los libros como la que plantea Borges con una librería que tuviera un solo libro, el protagonista del cuento, claro. Se publicó originalmente en la sección cultural del periódico El nacional, luego fue parte de mi colección de cuentos Más allá no hay nada e hizo realidad mi sueño de relacionarme con The Twilight Zone o al menos con la televisión cuando se me pidió la historia y el guión para que Carlos García Agraz lo dirigiera como un programa de media hora de la serie Cuentos para solitarios, lo cual además conllevó ficha en IMDB, que no es poca cosa.
Por una cosa u otra, nunca he visto el producto terminado...
EL LIBRO DE GARCÍA
Mauricio-José Schwarz
Everardo no hubiera notado el letrero a no ser porque una palomilla pasó revoloteando muy cerca de su cara y él levantó los ojos para seguir el vuelo del insecto y tratar de alejarlo con la mano. Tenuemente iluminado por una farola de sodio que estaba lejos, en la esquina, se veía el letrero sobre el dintel de la puerta:
GARCÍA
LIBROS RAROS
La pasión de Everardo por los libros no era especialmente ardiente esta noche, pero la curiosidad, y la absoluta certeza de que a pesar de sus constantes cacerías por el centro de la ciudad jamás había topado con esta librería en particular, lo empujaron hacia la entrada. No había aparadores visibles desde la calle, y el sucio vidrio de la puerta apenas permitía discernir lo que había en el interior del minúsculo local, pero se veía con claridad el letrero de "Abierto" y la luz del interior era brillante.
Everardo entró, tratando de rescatar de entre los restos de su borrachera y las emociones que la habían provocado, cierta pasion bibliográfica. Pensó en los volúmenes que cazaba año tras año y empezó a excitarse ante la perspectiva de encontrar alguno en el pringoso local de García: quizá la colección de cuentos de Bertrand Russell, alguna traducción fiel de los Rubaiyat de Khayyam o el manuscrito perdido de Manuel Alonso de Rivas, el herético franciscano del siglo XVIII.
Everardo empujó la puerta. La librería por dentro era incluso más pequeña de lo que parecía por fuera. Giró hacia un estante y vio los libros.
Se fijó en un ejemplar, sin duda viejo: Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, en una edición española que parecía de los años veinte. Junto estaba Alicia en el país de las maravillas en otra edición, ésta de Argentina. Y junto estaba una más, de bolsillo y bastante reciente a juzgar por la portada.
Se volvió hacia otro estante. Ahí estaba Alicia en el país de las maravillas en edición ilustrada reciente. Y, junto, un volumen de evidente antigüedad, con pastas duras de piel, Alice in Wonderland. Abajo había varios ejemplares en rústica de la misma obra.
Dio un par de pasos. En todos los estantes había Alicia en el país de las maravillas, nada más, en todas las ediciones imaginables. De algunos sólo había un ejemplar, de otros había copias suficientes para llenar una repisa. Leyó el título en francés, alemán, italiano, portugués e inglés. En varios tomos en ruso sus vagos conocimientos del alfabeto cirílico le permitieron discernir la palabra "Alicia". Lo mismo en griego. De las ediciones que por sus caracteres pudo deducir que eran árabes, hebreas, japonesas, coreanas, chinas y otras, sólo atinó a imaginarse que eran también Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll. Sacó al azar uno de los que mostraban los caracteres más intrigantes. Las ilustraciones correspondían a la obra de Carroll.
Hacia las cuatro de la tarde las barras de las cantinas del centro de la ciudad habían empezado a confundirse. La sucesión de cantineros (gordos, delgados, bigotones, jóvenes, viejos, de chaleco y corbata de moño, de delantal y en mangas de camisa) acabó fundiéndose en una especie de barman arquetípico que tenía como única misión en la vida mantener un trago en la mano de Everardo.
A las cinco de la tarde salió desorientado de la última cantina de su periplo y empezó a andar sin rumbo fijo, con la suficiente conciencia como para convencerse de que necesitaba caminar y respirar aire fresco.
Se sentía sobrio al encontrar el establecimiento de García, pero la multiplicación de la obra de Charles Lutwidge Dodgson, o Lewis Carroll, en los libreros que lo rodeaban le hizo dudar de su sobriedad. Sacudió la cabeza y miró a los estantes. Allí seguían.
Una figura se movió al borde del campo de visión de Everardo. Un hombre pequeño, sentado tras el mostrador con gorra a cuadros y pesadas gafas pasó una página de un libro. Estaba absorto en su lectura, encerrado en una burbuja. Everardo se acercó lo más inconspicuamente que pudo, ojeando libros acá y allá (todos seguían siendo Alicia en el país de las maravillas). Cuando pasó junto al mostrador miró la página que tenía ante sí el hombre. Más de la mitad estaba ocupada por un grabado antiguo de Alicia durante su juicio, ante la reina de corazones.
La librería era como una burla de la biblioteca infinita que imaginara Borges. Aquí sólo había un libro. El idioma podía ser distinto, las traducciones (hijas de la subjetividad y los prejuicios) variaban, las ilustraciones eran siempre incompletas y demasiado personales, las encuadernaciones iban de la más lujosa a la más vulgar, el papel, las dimensiones, el tipo de letra, todo era distinto. Y sin embargo era el mismo libro. Todos esos volúmenes eran un solo libro.
La librería era, seguramente, producto de una admiración obsesiva por la obra de Carroll. Sin duda vendía muy pocos ejemplares. Pero el tipo que Everardo supuso era García se mostraba totalmente despreocupado. Parecía que uno podría tomar cualquier libro de los estantes y salir con él por la puerta sin pagarlo, y el hombre tras el mostrador seguiría leyendo sin inmutarse.
—Mire, mire —dijo alborozado el individuo que seguramente era García, señalando el libro y sobresaltando a su cliente. Everardo se acercó con cautela. En la página, el gigantesco rostro sonriente del gato de Cheshire presidía sobre la conferencia del rey, el verdugo y la reina—. Son los grabados originales de John Tenniel. Las reproducciones no son muy buenas, pero aquí tengo otro donde se aprecian con enorme fidelidad...
El hombre desapareció tras el mostrador. Everardo levantó el libro con cuidado. Era la edición de Porrúa de 1972 con traducción de Adolfo de Alba, y la portada anunciaba tanto Alicia en el país de las maravillas como Al otro lado del espejo, pero se le había arrancado al libro descuidadamente la segunda mitad. Llegaba apenas a la página 70 y Everardo dedujo rápidamente que el resto del tomo había sido desechado precisamente porque no era Alicia en el país de las maravillas.
El individuo se incorporó mostrando un delicado volumen en papel biblia con cantos plateados. Lo hojeó rápidamente y llegó a la ilustración que había señalado en el otro libro.
—Esto sí hace justicia al grabador, ¿no le parece? —preguntó. Acercó demasiado el libro a Everardo, haciéndolo dar un paso atrás para apreciar la imagen. No pudo percibir gran diferencia entre los dos grabados, pero asintió obediente.
—¿No tiene una biografía de Lewis Carrol? —preguntó luego de un lapso embarazoso en que García lo miró expectante y sonriente, los ojos magnificados por los gruesos cristales de sus gafas.
García dejó de sonreír. Pasó la vista por su local, diciendo con los ojos que, por favor, señor, ¿no ve que sólo vendo Alicia en el país de las maravillas?
Los ojos de García volvieron a Everardo.
—No —dijo García.
—¿Y no tendrá por aquí Detrás del espejo? —insistió Everardo. La librería lo intrigaba y molestaba un tanto. Quería entenderla. Detrás de su conciencia sonaba una alarma: el hombrecito podía estar realmente loco. Se requería una obsesión genuina para emprender la titánica tarea que parecía haberse echado a cuestas García. Viajes, quizá, a países que jamás hubieran enviado a México un ejemplar de sus versiones de la obra de Carroll. Y mucho dinero. El establecimiento de García era una obra maestra de inutilidad minuciosa y delicada.
García negó sin hablar, con cierto escándalo por las preguntas de Everardo. Como lo que sentiría un devoto musulmán si alguien llegara invitado a comer a su casa y pidiera unos embutidos de cerdo.
—Está bien. Sólo tiene Alicia en el país de las maravillas, ¿verdad?
El hombre asintió con un suspiro que sonaba a agradecimiento y la sonrisa volvió a su rostro.
Everardo se volvió a ver de nuevo la librería. Su enigma era la suma de varios enigmas menores. Resolverlo exigía saber cómo alguien decide hacer una colección de un solo libro, y por qué decide que ese libro será Alicia en el país de las maravillas. Luego, determinar sus motivaciones para abrir un local comercial, pagando renta, permisos, impuestos, electricidad y demás, para exhibir y vender dicha colección, sin esperanzas de que las ventas cubran los gastos. Everardo dudaba que alguien, algún día, pudiera entrar a esta librería e interesarse por una traducción de Alicia en el país de las maravillas al finlandés. No la había visto, pero seguramente estaba allí, en algún lugar.
—¿Se interesa por algún libro? —preguntó García animoso.
—No lo sé aún —dijo Everardo a la defensiva.
—Nadie sale de aquí sin un libro —sentenció García. Everardo buscó en la voz del hombre un tono de amenaza, pero no lo había.
Lo separaban de la puerta no más de siete pasos. Tuvo el impulso de salir, olvidarse de los libros raros de García o volver con el sol brillando en la polvosa calle. Lo detuvo la voz del hombre:
—¿Para qué sirve un libro que no tiene ni grabados ni diálogos?
—No sé.
—Nadie sabe. Es decir, hay muchas respuestas posibles, pero sólo una es la correcta, la que corresponde a lo que se pregunta Alicia al principio de El Libro —pronunció guturalmente las mayúsculas—. Antes de ver al conejo blanco. Cualquiera puede decir que un libro sin grabados y sin diálogos sirve para esto o para aquello o para nada, pero la respuesta adecuada sólo la conoce Carroll.
—O Alicia —intervino Everardo simplemente por no quedarse callado.
—¡Eso es! ¡Muy bien, muy bien! —aplaudió jubiloso el hombre.
Everardo configuró la imagen de sí mismo en la barra de una cantina donde todas las botellas llevaban la etiqueta: "BEBEME". García se quitó la gorra y abrió aparentemente al azar el volumen de papel biblia que había sacado de abajo de su mostrador.
—"Se quién era esta mañana, pero creo que desde entonces he cambiado varias veces" —recitó el hombre con gozo.
Everardo se estremeció. Ya no tenía deseos de irse, ni de entender lo que estaba pasando, sino de saber por qué estaba pasándole a él. La cita dio en el blanco y Everardo optó por la senda del enojo.
—¿Qué quiere usted? —preguntó con los dientes apretados al hombre que sonreía como gato de Cheshire. La sonrisa desapareció y el hombre caviló seriamente durante algunos segundos.
—Dicen por ahí —comenzó solemnemente— que un monje hizo como ejercicio, a principios de siglo, una traducción de Alicia al latín clásico. Es sólo un rumor. Yo quisiera que tal volumen existiera. Y tenerlo aquí. Sería espléndido ver cómo logró resolver este monje políglota el poema de la danza de las langostas en latín. Y varios otros versos de éstos...
—No, no eso. ¿Qué quiere de mí?
—Nada. Que se lleve un libro. Yo no quiero nada más. Soy vendedor de libros. Usted llegó aquí...
—Sí, sí —concedió Everardo y la marea de su ira bajó.
—Voy a lavarme las manos. Mire, mire —indicó con la mano los estantes—. Sin compromiso.
El hombre desapareció detrás del librero que estaba al fondo de la tienda. Everardo se acodó en el mostrador y encendió un cigarrillo. Miró a su alrededor. Y todo lo que estaba ante él era un solo libro.
Alguna vez lo había leído. No recordaba cuándo. Primero tuvo una adaptación infantil que le causó la impresión de que el autor concatenaba situaciones absurdas sin causa ni propósito definidos. Luego lo leyó de nuevo y se enfureció tanto con los "adaptadores" del primer volumen que al final de la lectura recordaba poco de lo relatado. Pero el gato de Cheshire, la falsa tortuga y la reina de corazones aún estaban por ahí, entre sus recuerdos, bajo las recientes menorias de una mujer que a media noche se levanta de la cama y anuncia que se va, decreta el fin del amor, del sexo, del desayuno en común, del café después de ir al teatro, de la regadera compartida y la amable discusión para decidir quién limpia los ceniceros. Presencias frescas del empleo mínimo, de la supervivencia en tiempos de ruina que se ve reventada por viejos fantasmas que despiertan y empiezan a hacer preguntas sobre lo que se ha hecho y lo que no se ha hecho. Y más preguntas que iban encendiendo una serie de flechas de neón rosado y verde mostrando el camino a una cantina, luego a otra, a otra...
Y finalmente a una librería lunática.
El hombre volvió mientras Everardo levantaba Alice au pays des merveilles con las fotografías tomadas por el propio Dodgson.
—¿Por qué Alicia? —preguntó finalmente Everardo.
—En realidad por nada en particular. Podía haber elegido cualquier otro libro. —El rostro del hombre cambió sutilmente. Ya no tenía la sonrisa de entusiasmo casi infantil, sino un gesto de profunda concentración. El gesto de quien hace la glosa del resultado de largas y profundas cavilaciones—. Son muchísimos los libros que tienen todas las respuestas que uno necesita. Si uno se pregunta por la justicia, digamos, puede encontrar excelentes respuestas en El Quijote igual que en El proceso de Kafka, en los cuentos de Edgar Allan Poe o en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick. Todos los libros son respuestas. Uno los evalúa de acuerdo a sus propias preguntas. Por eso los críticos nunca se ponen de acuerdo: preguntas distintas, ¿ve usted? Si uno lee El juego de abalorios de Hesse preguntando si el autor padecía complejo de Edipo leerá un libro muy distinto que si lo hace preguntando sobre el valor de las sociedades teocráticas o el significado del arte. En ese libro las respuestas son las mismas, pero el lector las altera con sus preguntas. En muchos libros hay respuestas distintas, claro. Pero ninguna es incorrecta. Todas son correctas...
—Si uno tiene la pregunta adecuada —dijo ausente Everardo. El hombre asintió.
—Exactamente. Una sola pregunta, como la de Alicia respecto de los libros que no tienen diálogos ni grabados, tiene muchas respuestas. Las respuestas están en los libros. La respuesta adecuada a su pregunta sólo la conoce Alicia. Ante las respuestas de los libros, sólo uno conoce la pregunta adecuada.
—¿Y Alicia en el país de las maravillas responde a todas las preguntas de usted?
—No —repuso García. Echó una conspicua ojeada a su reloj de pulsera. Debían ser las ocho de la noche. La librería cerraría pronto.
—No entiendo.
El hombre acarició los lomos de los libros que estaban en el estante más cercano. Miró intensamente a Everardo y éste apartó la mirada fingiendo distraerse con el tomo mutilado de Porrúa.
Lo abrió de atrás hacia adelante y se detuvo en la penúltima página del libro.
—Tiene las respuestas de usted —dijo distraídamente el hombre y desapareció de nuevo tras el mostrador, revolviendo papeles.
"—¡No! ¡No! —dijo la reina—. Primero la sentencia y luego la deliberación", leyó Everardo. Era una buena respuesta lo que le había ocurrido. Al menos a una parte. La respuesta era buena, pero le faltaba la pregunta.
El tomo mutilado le pareció de pronto un animal desamparado que necesitaba de su atención.
—Me llevo éste —anunció Everardo.
—Lléveselo. Y ya váyase. Voy a cerrar —sonó la voz del hombre desde abajo, tras el mostrador.
—¿Cuánto es?
—Nada, nada. Es un libro roto, viejo. Las hojas están amarillas y en la página once tiene una mancha de café. Y la portada está rota. No vale nada. Buenas noches.
Las últimas palabras de García eran terminantes. Everardo murmuró un agradecimiento y salió hacia la noche, abrazado al libro.
Cuando Julieta entró al pequeño establecimiento de "García, Libros raros", quedó profundamente sorprendida. En todos los estantes no había sino ediciones diversas y traducciones de El idiota de Dostoievski. En ruso, en alemán, en francés, en inglés, en español, en pastas duras y en rústica, todo el local de García estaba ocupado por un solo libro.
Al fondo, tras el mostrador, un hombre pequeño, de gorra a cuadros y gafas, hojeaba muy serio un ejemplar de El idiota.
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