10/11/09

El libro de García

Siempre quise escribir un cuento que pudiera funcionar como un episodio de The Twilight Zone (La dimensión desconocida), que considero mi principal motivación para la literatura,  (sí, la televisión te puede llevar a la literatura, si es buena televisión). Se me presentó la oportunidad cuando me planteé un juego complementario a la Biblioteca de Babel de Borges. Mi pasión por llevar la contraria me sugirió contraponer una biblioteca con todos los libros como la que plantea Borges con una librería que tuviera un solo libro, el protagonista del cuento, claro. Se publicó originalmente en la sección cultural del periódico El nacional, luego fue parte de mi colección de cuentos Más allá no hay nada e hizo realidad mi sueño de relacionarme con The Twilight Zone o al menos con la televisión cuando se me pidió la historia y el guión para que Carlos García Agraz lo dirigiera como un programa de media hora de la serie Cuentos para solitarios, lo cual además conllevó ficha en IMDB, que no es poca cosa.
Por una cosa u otra, nunca he visto el producto terminado...


EL LIBRO DE GARCÍA
Mauricio-José Schwarz

Everardo no hubiera notado el letrero a no ser porque una palomilla pasó revoloteando muy cerca de su cara y él levantó los ojos para seguir el vuelo del insecto y tratar de alejarlo con la mano. Tenuemente iluminado por una farola de sodio que estaba lejos, en la esquina, se veía el letrero sobre el dintel de la puerta:

GARCÍA
LIBROS RAROS

La pasión de Everardo por los libros no era especialmente ardiente esta noche, pero la curiosidad, y la absoluta certeza de que a pesar de sus constantes cacerías por el centro de la ciudad jamás había topado con esta librería en particular, lo empujaron hacia la entrada. No había aparadores visibles desde la calle, y el sucio vidrio de la puerta apenas permitía discernir lo que había en el interior del minúsculo local, pero se veía con claridad el letrero de "Abierto" y la luz del interior era brillante.
     Everardo entró, tratando de rescatar de entre los restos de su borrachera y las emociones que la habían provocado, cierta pasion bibliográfica. Pensó en los volúmenes que cazaba año tras año y empezó a excitarse ante la perspectiva de encontrar alguno en el pringoso local de García: quizá la colección de cuentos de Bertrand Russell, alguna traducción fiel de los Rubaiyat de Khayyam o el manuscrito perdido de Manuel Alonso de Rivas, el herético franciscano del siglo XVIII.
     Everardo empujó la puerta. La librería por dentro era incluso más pequeña de lo que parecía por fuera. Giró hacia un estante y vio los libros.
     Se fijó en un ejemplar, sin duda viejo: Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, en una edición española que parecía de los años veinte. Junto estaba Alicia en el país de las maravillas en otra edición, ésta de Argentina. Y junto estaba una más, de bolsillo y bastante reciente a juzgar por la portada.
     Se volvió hacia otro estante. Ahí estaba Alicia en el país de las maravillas en edición ilustrada reciente. Y, junto, un volumen de evidente antigüedad, con pastas duras de piel, Alice in Wonderland. Abajo había varios ejemplares en rústica de la misma obra.
     Dio un par de pasos. En todos los estantes había Alicia en el país de las maravillas, nada más, en todas las ediciones imaginables. De algunos sólo había un ejemplar, de otros había copias suficientes para llenar una repisa. Leyó el título en francés, alemán, italiano, portugués e inglés. En varios tomos en ruso sus vagos conocimientos del alfabeto cirílico le permitieron discernir la palabra "Alicia". Lo mismo en griego. De las ediciones que por sus caracteres pudo deducir que eran árabes, hebreas, japonesas, coreanas, chinas y otras, sólo atinó a imaginarse que eran también Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll. Sacó al azar uno de los que mostraban los caracteres más intrigantes. Las ilustraciones correspondían a la obra de Carroll.


Hacia las cuatro de la tarde las barras de las cantinas del centro de la ciudad habían empezado a confundirse. La sucesión de cantineros (gordos, delgados, bigotones, jóvenes, viejos, de chaleco y corbata de moño, de delantal y en mangas de camisa) acabó fundiéndose en una especie de barman arquetípico que tenía como única misión en la vida mantener un trago en la mano de Everardo.
     A las cinco de la tarde salió desorientado de la última cantina de su periplo y empezó a andar sin rumbo fijo, con la suficiente conciencia como para convencerse de que necesitaba caminar y respirar aire fresco.
     Se sentía sobrio al encontrar el establecimiento de García, pero la multiplicación de la obra de Charles Lutwidge Dodgson, o Lewis Carroll, en los libreros que lo rodeaban le hizo dudar de su sobriedad. Sacudió la cabeza y miró a los estantes. Allí seguían.
     Una figura se movió al borde del campo de visión de Everardo. Un hombre pequeño, sentado tras el mostrador con gorra a cuadros y pesadas gafas pasó una página de un libro. Estaba absorto en su lectura, encerrado en una burbuja. Everardo se acercó lo más inconspicuamente que pudo, ojeando libros acá y allá (todos seguían siendo Alicia en el país de las maravillas). Cuando pasó junto al mostrador miró la página que tenía ante sí el hombre. Más de la mitad estaba ocupada por un grabado antiguo de Alicia durante su juicio, ante la reina de corazones.
     La librería era como una burla de la biblioteca infinita que imaginara Borges. Aquí sólo había un libro. El idioma podía ser distinto, las traducciones (hijas de la subjetividad y los prejuicios) variaban, las ilustraciones eran siempre incompletas y demasiado personales, las encuadernaciones iban de la más lujosa a la más vulgar, el papel, las dimensiones, el tipo de letra, todo era distinto. Y sin embargo era el mismo libro. Todos esos volúmenes eran un solo libro.
     La librería era, seguramente, producto de una admiración obsesiva por la obra de Carroll. Sin duda vendía muy pocos ejemplares. Pero el tipo que Everardo supuso era García se mostraba totalmente despreocupado. Parecía que uno podría tomar cualquier libro de los estantes y salir con él por la puerta sin pagarlo, y el hombre tras el mostrador seguiría leyendo sin inmutarse.
     —Mire, mire —dijo alborozado el individuo que seguramente era García, señalando el libro y sobresaltando a su cliente. Everardo se acercó con cautela. En la página, el gigantesco rostro sonriente del gato de Cheshire presidía sobre la conferencia del rey, el verdugo y la reina—. Son los grabados originales de John Tenniel. Las reproducciones no son muy buenas, pero aquí tengo otro donde se aprecian con enorme fidelidad...
     El hombre desapareció tras el mostrador. Everardo levantó el libro con cuidado. Era la edición de Porrúa de 1972 con traducción de Adolfo de Alba, y la portada anunciaba tanto Alicia en el país de las maravillas como Al otro lado del espejo, pero se le había arrancado al libro descuidadamente la segunda mitad. Llegaba apenas a la página 70 y Everardo dedujo rápidamente que el resto del tomo había sido desechado precisamente porque no era Alicia en el país de las maravillas.
     El individuo se incorporó mostrando un delicado volumen en papel biblia con cantos plateados. Lo hojeó rápidamente y llegó a la ilustración que había señalado en el otro libro.
     —Esto sí hace justicia al grabador, ¿no le parece? —preguntó. Acercó demasiado el libro a Everardo, haciéndolo dar un paso atrás para apreciar la imagen. No pudo percibir gran diferencia entre los dos grabados, pero asintió obediente.
     —¿No tiene una biografía de Lewis Carrol? —preguntó luego de un lapso embarazoso en que García lo miró expectante y sonriente, los ojos magnificados por los gruesos cristales de sus gafas.
     García dejó de sonreír. Pasó la vista por su local, diciendo con los ojos que, por favor, señor, ¿no ve que sólo vendo Alicia en el país de las maravillas?
     Los ojos de García volvieron a Everardo.
     —No —dijo García.
     —¿Y no tendrá por aquí Detrás del espejo? —insistió Everardo. La librería lo intrigaba y molestaba un tanto. Quería entenderla. Detrás de su conciencia sonaba una alarma: el hombrecito podía estar realmente loco. Se requería una obsesión genuina para emprender la titánica tarea que parecía haberse echado a cuestas García. Viajes, quizá, a países que jamás hubieran enviado a México un ejemplar de sus versiones de la obra de Carroll. Y mucho dinero. El establecimiento de García era una obra maestra de inutilidad minuciosa y delicada.
     García negó sin hablar, con cierto escándalo por las preguntas de Everardo. Como lo que sentiría un devoto musulmán si alguien llegara invitado a comer a su casa y pidiera unos embutidos de cerdo.
     —Está bien. Sólo tiene Alicia en el país de las maravillas, ¿verdad?
     El hombre asintió con un suspiro que sonaba a agradecimiento y la sonrisa volvió a su rostro.
     Everardo se volvió a ver de nuevo la librería. Su enigma era la suma de varios enigmas menores. Resolverlo exigía saber cómo alguien decide hacer una colección de un solo libro, y por qué decide que ese libro será Alicia en el país de las maravillas. Luego, determinar sus motivaciones para abrir un local comercial, pagando renta, permisos, impuestos, electricidad y demás, para exhibir y vender dicha colección, sin esperanzas de que las ventas cubran los gastos. Everardo dudaba que alguien, algún día, pudiera entrar a esta librería e interesarse por una traducción de Alicia en el país de las maravillas al finlandés. No la había visto, pero seguramente estaba allí, en algún lugar.
     —¿Se interesa por algún libro? —preguntó García animoso.
     —No lo sé aún —dijo Everardo a la defensiva.
     —Nadie sale de aquí sin un libro —sentenció García. Everardo buscó en la voz del hombre un tono de amenaza, pero no lo había.
     Lo separaban de la puerta no más de siete pasos. Tuvo el impulso de salir, olvidarse de los libros raros de García o volver con el sol brillando en la polvosa calle. Lo detuvo la voz del hombre:
     —¿Para qué sirve un libro que no tiene ni grabados ni diálogos?
     —No sé.
     —Nadie sabe. Es decir, hay muchas respuestas posibles, pero sólo una es la correcta, la que corresponde a lo que se pregunta Alicia al principio de El Libro —pronunció guturalmente las mayúsculas—. Antes de ver al conejo blanco. Cualquiera puede decir que un libro sin grabados y sin diálogos sirve para esto o para aquello o para nada, pero la respuesta adecuada sólo la conoce Carroll.
     —O Alicia —intervino Everardo simplemente por no quedarse callado.
     —¡Eso es! ¡Muy bien, muy bien! —aplaudió jubiloso el hombre.
     Everardo configuró la imagen de sí mismo en la barra de una cantina donde todas las botellas llevaban la etiqueta: "BEBEME". García se quitó la gorra y abrió aparentemente al azar el volumen de papel biblia que había sacado de abajo de su mostrador.
     —"Se quién era esta mañana, pero creo que desde entonces he cambiado varias veces" —recitó el hombre con gozo.
     Everardo se estremeció. Ya no tenía deseos de irse, ni de entender lo que estaba pasando, sino de saber por qué estaba pasándole a él. La cita dio en el blanco y Everardo optó por la senda del enojo.
     —¿Qué quiere usted? —preguntó con los dientes apretados al hombre que sonreía como gato de Cheshire. La sonrisa desapareció y el hombre caviló seriamente durante algunos segundos.
     —Dicen por ahí —comenzó solemnemente— que un monje hizo como ejercicio, a principios de siglo, una traducción de Alicia al latín clásico. Es sólo un rumor. Yo quisiera que tal volumen existiera. Y tenerlo aquí. Sería espléndido ver cómo logró resolver este monje políglota el poema de la danza de las langostas en latín. Y varios otros versos de éstos...
     —No, no eso. ¿Qué quiere de mí?
     —Nada. Que se lleve un libro. Yo no quiero nada más. Soy vendedor de libros. Usted llegó aquí...
     —Sí, sí —concedió Everardo y la marea de su ira bajó.
     —Voy a lavarme las manos. Mire, mire —indicó con la mano los estantes—. Sin compromiso.
     El hombre desapareció detrás del librero que estaba al fondo de la tienda. Everardo se acodó en el mostrador y encendió un cigarrillo. Miró a su alrededor. Y todo lo que estaba ante él era un solo libro.
     Alguna vez lo había leído. No recordaba cuándo. Primero tuvo una adaptación infantil que le causó la impresión de que el autor concatenaba situaciones absurdas sin causa ni propósito definidos. Luego lo leyó de nuevo y se enfureció tanto con los "adaptadores" del primer volumen que al final de la lectura recordaba poco de lo relatado. Pero el gato de Cheshire, la falsa tortuga y la reina de corazones aún estaban por ahí, entre sus recuerdos, bajo las recientes menorias de una mujer que a media noche se levanta de la cama y anuncia que se va, decreta el fin del amor, del sexo, del desayuno en común, del café después de ir al teatro, de la regadera compartida y la amable discusión para decidir quién limpia los ceniceros. Presencias frescas del empleo mínimo, de la supervivencia en tiempos de ruina que se ve reventada por viejos fantasmas que despiertan y empiezan a hacer preguntas sobre lo que se ha hecho y lo que no se ha hecho. Y más preguntas que iban encendiendo una serie de flechas de neón rosado y verde mostrando el camino a una cantina, luego a otra, a otra...
     Y finalmente a una librería lunática.
     El hombre volvió mientras Everardo levantaba Alice au pays des merveilles con las fotografías tomadas por el propio Dodgson.
     —¿Por qué Alicia? —preguntó finalmente Everardo.
     —En realidad por nada en particular. Podía haber elegido cualquier otro libro. —El rostro del hombre cambió sutilmente. Ya no tenía la sonrisa de entusiasmo casi infantil, sino un gesto de profunda concentración. El gesto de quien hace la glosa del resultado de largas y profundas cavilaciones—. Son muchísimos los libros que tienen todas las respuestas que uno necesita. Si uno se pregunta por la justicia, digamos, puede encontrar excelentes respuestas en El Quijote igual que en El proceso de Kafka, en los cuentos de Edgar Allan Poe o en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick. Todos los libros son respuestas. Uno los evalúa de acuerdo a sus propias preguntas. Por eso los críticos nunca se ponen de acuerdo: preguntas distintas, ¿ve usted? Si uno lee El juego de abalorios de Hesse preguntando si el autor padecía complejo de Edipo leerá un libro muy distinto que si lo hace preguntando sobre el valor de las sociedades teocráticas o el significado del arte. En ese libro las respuestas son las mismas, pero el lector las altera con sus preguntas. En muchos libros hay respuestas distintas, claro. Pero ninguna es incorrecta. Todas son correctas...
     —Si uno tiene la pregunta adecuada —dijo ausente Everardo. El hombre asintió.
     —Exactamente. Una sola pregunta, como la de Alicia respecto de los libros que no tienen diálogos ni grabados, tiene muchas respuestas. Las respuestas están en los libros. La respuesta adecuada a su pregunta sólo la conoce Alicia. Ante las respuestas de los libros, sólo uno conoce la pregunta adecuada.
     —¿Y Alicia en el país de las maravillas responde a todas las preguntas de usted?
     —No —repuso García. Echó una conspicua ojeada a su reloj de pulsera. Debían ser las ocho de la noche. La librería cerraría pronto.
     —No entiendo.
     El hombre acarició los lomos de los libros que estaban en el estante más cercano. Miró intensamente a Everardo y éste apartó la mirada fingiendo distraerse con el tomo mutilado de Porrúa.
     Lo abrió de atrás hacia adelante y se detuvo en la penúltima página del libro.
     —Tiene las respuestas de usted —dijo distraídamente el hombre y desapareció de nuevo tras el mostrador, revolviendo papeles.
     "—¡No! ¡No! —dijo la reina—. Primero la sentencia y luego la deliberación", leyó Everardo. Era una buena respuesta lo que le había ocurrido. Al menos a una parte. La respuesta era buena, pero le faltaba la pregunta.
     El tomo mutilado le pareció de pronto un animal desamparado que necesitaba de su atención.
     —Me llevo éste —anunció Everardo.
     —Lléveselo. Y ya váyase. Voy a cerrar —sonó la voz del hombre desde abajo, tras el mostrador.
     —¿Cuánto es?
     —Nada, nada. Es un libro roto, viejo. Las hojas están amarillas y en la página once tiene una mancha de café. Y la portada está rota. No vale nada. Buenas noches.
     Las últimas palabras de García eran terminantes. Everardo murmuró un agradecimiento y salió hacia la noche, abrazado al libro.


Cuando Julieta entró al pequeño establecimiento de "García, Libros raros", quedó profundamente sorprendida. En todos los estantes no había sino ediciones diversas y traducciones de El idiota de Dostoievski. En ruso, en alemán, en francés, en inglés, en español, en pastas duras y en rústica, todo el local de García estaba ocupado por un solo libro.
     Al fondo, tras el mostrador, un hombre pequeño, de gorra a cuadros y gafas, hojeaba muy serio un ejemplar de El idiota.

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"El libro de García" por Mauricio-José Schwarz Huerta está bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 Unported License.

10/2/09

Era otra onda

Eso que, si tuviera alguna uniformidad, podría llamarse mi generación, ha ido escondiendo en un armario los momentos difíciles y sometiendo a proceso de continua revisión al alza sus mejores recuerdos. De mi pequeño salón del clases del bachillerato salieron, sólo a guisa de ejemplo, un asesor presidencial creador de algunas de las más atroces propuestas económicas que han azotado a México, un ecologista de verdad que ahora colabora con los cazadores en la conservación de especies que a nadie más interesan, un campeón de ventas, un médico brujeril que hace tai-chi mientras uno trata de hablar con él, uno de los más brillantes físicos del país y más de un capitán de empresa cómplice del gobierno de turno, sea cual sea. Así acabó la generación de las flores. Este cuento sólo ha aparecido en mi colección de cuentos Más allá no hay nada publicada por la Universidad Autónoma Metropolitana en 1996.


ERA OTRA ONDA
Mauricio-José Schwarz


Somos los Chavos Floreros
Con boletos de luneta
Para la Resurrección...


Parménides García Saldaña
"Somos los primeros", 1975

—Bueno, nosotros éramos los que íbamos a construir la república del amor, el imperio de la paz, los que íbamos a acabar con la gachez, los que marchábamos decididos a conseguir que la injusticia se convirtiera en tema antiguo para los libros de historia; éramos el comando de la erradicación definitiva de la pobreza, el operativo que descubrió la contaminación y cómo evitarla, los batallones con botellones de la Arcadia pastoral de Lope de Vega, autoconvocados para reinventar al dios vengador y convertirlo en el baterista de la banda, o en el vocalista, si mucho insistía; fuimos los ejércitos de los cielos en la batalla final para que la modernidad fuera patrimonio público y notorio de toda la raza, pelotones de ángeles eléctricos, de arcángeles barbados en amor libre, de querubines con vestidos de colores y morral al hombro, serafines de larga duración a treinta y tres y un tercio de revoluciones por minuto incluyendo la cubana, la mexicana y la soviética; equipo ofensivo y defensivo que hizo a Cristo socialista y que alineaba igual a Gibrán y a Kerouac, a Zapata y a los unicornios celtas, al Che Guevara y a Janis Joplin, al emperador Cuauhtémoc y al mamón de Andy Warhol; éramos los que éramos. Nomás que nunca nos preparamos para la derrota. Y perdimos gacho, como perdió Napoleón.
     Javier alcanzó a pensar que el tipo tenía un discurso claro, lúcido y hasta apasionante. Pero uno no se puede poner a admirar los finos giros de lenguaje y la retórica vibrante de nadie que tenga un cuchillo acariciándonos el cuello, de noche y en una calle desierta.
     Apenas había visto un momento el rostro del asaltante que pasó junto a él y que se volvió rápidamente para tomarlo del cuello y exigirle la cartera. Ya con la cartera, el asaltante había calculado la edad de su víctima en la misma que la suya y se había lanzado a un análisis tan florido como inoportuno de los caminos retorcidos que había seguido la generación a la que ambos pertenecían. Javier calculó que el tipo podía echarle un largo rollo sobre el proceso de pavimentación de la generación de las flores, considerando que no parecía haber nadie cerca y ya era realmente tarde.
     Un apretón de cuello y la sugerencia del filo del cuchillo en su cuello llamaron una vez más la atención de Javier. El atracador callejero aún tenía ideas por desarrollar.
     —Imagínate, maestro. En una película podía resultar que tú y yo fuimos parientes, o compañeros de la escuela, o tocábamos en el mismo grupo, y me ves, me reconoces y me dices "hermano", y me invitas a tu casa a reconstruir mi vida para que aprenda a usar chamarras italianas de cuero, para que cambie el Flamazo por Johnny Walker y juntos, debidamente asociados, poníamos una casa de bolsa o de putas, o de perdida una compañía de importaciones de chingaderas chinas, ¿no? Final feliz. En el pinche mundo no hay finales felices, tú... ¿cómo dices que te llamas? Acá dice, en tu dinero de plástico... Javier. Ni siquiera te llamas Johnny o Danny o Jimmy... Javier... qué pinche.
     Javier omitió ofenderse por el desprecio a su nombre de pila. Sólo se permitió relajarse mínimamente al sentir que el cuchillo se apartaba unos milímetros de su garganta mientras el ladrón abría su cartera y leía sus tarjetas de crédito usando el reflejo de las luces en el cielo mugriento de la ciudad.
     El cuchillo volvió a anidar junto a su yugular.
     —Éramos los mismos, ¿no? ¿O a poco no oías a los mismos grupos que yo, y soñabas, de menos a ratos, lo mismo que soñaba yo?
     Javier asintió cuidadosamente.
     —Qué jodido, ¿verdad?
     Volvió a asintir.
     —¿Por qué no hablas, tú? ¿Te da miedo hacer enojar al señor atracador y que te deje ir la punta? No mames. Si no te pasas de lanza, a la mejor y sales de ésta con la pinche anécdota del siglo para tus nietos. ¿Eres de los que se casaron a lo pendejo a los veinte y ya tienes nietos? No, ¿verdad?
     Javier negó con la cabeza y luego dijo un apagado "no".
     —¿Cuál era tu grupo favorito?
     —Los Ju —admitió Javier subiendo un poco la voz.
     —¿Los Ju? Ah, The Who, ¿no? El Townshend en la guitarra, el chingonazo del Entwhistle en el bajo y la voz del güero ése medio mamila, ¿cómo se llamaba?
     —Roger Daltrey —informó Javier ahogadamente.
     —Ése mero. Pero cuando tocaba la batería el loco del Keith Moon, ¿no? Cuando le daban en la madre a todo el equipo acabando de tocar. Lástima que el Moon se murió por pedo y pastizo, ¿no?
     Javier volvió a asentir. El cuchillo ya le dejaba más espacio de maniobra.
     —O a lo mejor él vive en el paraíso de los rockeros y nosotros somos los que nos morimos. Hasta tú. Con toda la lana, y las gordas, y el buen chupe, y los viajes y la madre... ¿no extrañas el rol del rock y los pinches sueños de my generation? Digo, a menos que se te hayan olvidado de plano. Pero eso no pasa. Los tengo checados. Todos, de cuando en cuando, al oir una rola, al ver de pronto una película o un pinche disco, la expresion les cambia, aflojan los hombros, gritan "¡uuuuta!" y se lanzan por la vereda tropical de la nostalgia fresca. Todos nos acordamos, ¿verdad?
     —Sí. Uno se acuerda.
     —Y ahí está la gran chingadera. Que acá en el coco nomás se quedan los buenos recuerdos, las buenas ondas de los chavos idealistas, románticos, de florecitas y frases cursilonas y se nos olvida todo lo gacho. Entonces de repente no nomás andábamos como una organización de locos compitiendo para ganar el contrato de construcción de la utopía, sino que además acá arriba, en nuestras azoteas, sí la construimos y la vivimos, aunque fuera a fuerza de yerba y ácido y hongos y pastas. Y ahora somos el Caín del siglo veinte, al este del paraíso y sin un puto boleto del Metro para regresarnos al Edén, ¿verdad? Y ni un cabrón Arcángel Gabriel que nos haya corrido, para remate. Salimos caminando por nuestra cuenta, a lo güey. Ya no podemos echarle la culpa ni a nuestros papás. Valimos madre solitos, nos desinflamos, fuimos dejando cachos acá y allá, como si el sueño se nos fuera deshilachando, como si tuviéramos lepra en las ideas. La música era más chida entonces, creemos, y seguimos sin aceptar que a los Beatles también les interesaba la lana, y se cogía más sabroso a los veinte años, ¿no?
     —Puta, sí —dejó escapar Javier. El discurso del tipo estaba, pese a todo, regresándolo en el tiempo.
     —Sicodélicos, macizos, gruesos, hijos del pop, greñudos, jipitecas, onderos, ¡viva la chaviza, muera la momiza! Andábamos con la brújula hecha un pinche rehilete y ahora resulta que en la película que nos pasamos al cabo de los años ya editamos todas las fregaderas y éramos los más chingones de la pradera. Nosotros tragábamos mierda y dejábamos que los cantantes de protesta nos vieran la cara de pendejos nomás porque ellos también tenían cara de pendejos. Todos teníamos un cuate gruesísimo que tenía su propio departamento para los reventones, con un cuarto pintado de negro y una lámpara pinche con un foco de veinte watts para que allí comulgáramos con Jimi Hendrix o, ya muy cagados, con la Tinta Blanca y los grupoides aztecas ésos.
     El cuchillo se había alejado. Javier respiró hondo.
     —¿Tú fuiste a Avándaro? —preguntó el asaltante.
     —No.
     —No te dejaron ir, ¿verdad? ¿Qué tenías, quince años?
     —Dieciséis.
     —Yo también. Me lancé con la pandilla en un pinche camión jodido que olía a meados. Ellos iban dizque a la carrera de coches, pero la verdad es que todos queríamos hacerle al Woodstock. Cuando la chava ésa se encueró, creímos que estábamos en Nueva York, me cae, y eso que a mí me tocó retelejos. Se veía como pulga vestida. O desvestida, pues, pero nomás saber que se había encuerado era como descubrir que no estábamos tan jodidos, que éramos parte de la neta universal.
     Hubo una pausa larga. Javier volvió a respirar profundamente.
     —Amigos, amigas —dijo el asaltante engolando la voz—, ésta fue la hora de los recuerdos que ahora llega a su fin. Antes de despedirnos del aire sólo nos queda pedirle a nuestro amable radioescucha que se quite la chamarrita y el reloj, para que su servidor y amigo se retire, que con esto ya sacó el día y puede volver a su cantón a escuchar rolas viejas. Ha sido un gusto estar con ustedes y recuerden que hay que valorar el momento porque pocas veces tiene uno la oportunidad de recordar qué onda pasaba, de pensar qué onda pasó y de redescubrir que la onda era otra onda.
     Javier sintió que el asaltante se apartaba un poco para dejarlo quitarse la chamarra. Empezó a hacerlo suavemente. Sacó primero el brazo derecho y luego empezó a deslizar la manga por el izquierdo.
     —Éramos ésos, y mira quiénes somos ahora —dijo el tipo.
     Javier dio un paso al frente y giró lanzando la chamarra como un látigo contra el cuchillo del tipo. Sorprendido, el asaltante apenas gruñó y trató de acercarse a Javier. Una patada en la rodilla izquierda lo hizo trastabillar. Javier le tiró otro puntapié para ganar tiempo y, sin soltar la chamarra, con la mano derecha sacó su pistola. De entre las sombras surgieron dos tipos endurecidos, sólidos como tractores, llevando en las manos pistolas que parecían cañones Howitzer apenas reducidos y hacían que la de Javier pareciera un juguete.
     —No podíamos hacer nada, jefe —dijo el más grande de los dos sin dejar de mirar al asaltante con los ojos y con el cañón de la pistola‑. Si tratábamos de venadear a este cabrón lo podíamos chingar a usted o a la hora del plomazo hacer que le cortara el pescuezo.
     —Usted disculpe, diputado, —acotó el otro.
     —No hay problema—, dijo Javier—. A la chingada con él.
     —No chingues, maestro —fue lo último que dijo el asaltante antes que el tipo grande le disparara el primer tiro en el pecho. Jaló aire con fuerza y cayó al piso. Allí recibió dos impactos más de la pistola del segundo guardaespaldas, que no quería ser menos que su compañero.
     Javier buscó en los alrededores su cartera y vio que el asaltante escupía sangre y padecía cortas, violentas convulsiones. Estaba apenas vivo. No lo estaría mucho tiempo. Levantó la mano para impedir que sus guardias lo remataran.
     —Era otra onda, maestro —le dijo Javier al ladrón agonizante—. Ahí sí que tienes toda la razón. Y también en esa otra onda de que en el pinche mundo no hay finales felices... ¿ahí estás? —Los ojos del asaltante temblaron tratándose de agarrar a la poca luz, al resplandor del cielo sobre la ciudad, para no quedarse a oscuras—. Lástima que te tocó conmigo. Tú todavía creías que podías ganar. Y no. Eres ojete de segunda. De todos modos gracias por los recuerdos.
     Javier empezó a alejarse con los guardias a su lado. Ni un rostro salía por las ventanas del barrio, ya acostumbrado a que la noche trajera ruidos y gritos y llanto y sirenas y todas las cosas que hacen que uno sepa que es deveras de noche sobre la ciudad y no nomás se hizo oscuro. Se volvió al cuerpo del asaltante.
     —Me saludas a Keith Moon —dijo, esperando que el tipo todavía lo hubiera oído.

México—Tenochtitlán, noviembre de 1994
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