4/23/11

Leyenda a las puertas de una sala del museo de arte moderno

Cuando se escribió este cuento, el tatuaje no se había vuelto una expresión de cultura popular ampliamente difundida, sino que seguía siendo terreno de marineros, presidiarios y miembros de culturas muy concretamente delimitadas, como la maorí, con lo que el tiempo le ha dado una relevancia inesperada. Es por igual una alegoría de la lucha del artista contra el lienzo en blanco (o la página en blanco, o la piedra desnuda, o cualquier metáfora similar) que un simple cuento de terror, como el lector quiera. La historia curiosa es que hacia 1994, un por entonces desconocido director de cine al que le gustaban mis cuentos y cuyas películas me gustaban a mi vez, me propuso convertirlo en un mediometraje, e incluso pensó en ofrecerle el papel de Víctor a Michael Habeck, actor alemán famoso por su papel como monje calvo, obeso en la película El nombre de la rosa. Sin embargo, el desastre económico del país orquestado por el neoliberalismo autoritario que estalló en 1994 se llevó entre sus furibundas aguas este proyecto, víctima menor entre otras muchas cosas infinitamente más importantes (vidas, sueños, proyectos, derechos, libertades, futuro) de millones de inocentes. El director, Guillermo del Toro, aprovechó entonces una invitación a Hollywood para convertirse en uno de los más reconocidos cineastas de la actualidad. El cuento ganó en 1990 el Concurso Internacional de Relato que convocaba la revista Plural, por entonces dirigida por Jaime Labastida, y se publicó como "El tatuaje" en dicha revista, referente de la cultura mexicana hasta que algunos años después fue cerrada por su casa madre, Excélsior, donde yo escribí durante más de una década. El título original les parecía demasiado largo, desusado, seguramente. Y por lo visto no se dieron cuenta de que formaba parte integral del relato. El cuento recuperó su nombre cuando se publicó en el libro Escenas de la realidad virtual, publicado por Claves Latinoamericanas y luego apareció también en la revista Umbrales.

   LEYENDA A LAS PUERTAS DE UNA SALA DEL MUSEO DE ARTE MODERNO

Mauricio-José Schwarz


Sadoc era más que un tatuador. Era un artista del tatuaje.
    Se veía a sí mismo como un Gaugin, ignorado, despreciado, exiliado en las lejanas islas de un archipiélago de la sociedad que ni le satisfacía ni le asfixiaba. Simplemente lo dejaba ser, ignorándolo salvo cuando, ocasionalmente, algún tipo rudo llegaba pidiéndole sus servicios, generalmente un corazón, un nombre o la figura de una mujer desnuda en simple color azul. Eran tatuajes baratos y se veían baratos. Pero él trataba de afinar en ellos su técnica, de experimentar y de demostrar que era mejor, aún por las míseras cantidades que le atraía su oficio. A diferencia de Gaugin, no estaba, empero, sumido en la miseria. El no tendría que trabajar en las cuadrillas suicidas de Ferdinand de Lesseps para abrir un canal en Panamá. Tenía una modesta fortuna. Cuatro edificios de departamentos cuyas rentas le permitían no sólo vivir con desahogo, manteniendo sus consumos a un nivel en extremo modesto, sino reunir una suma respetable en monedas de oro celosamente guardadas en una caja de seguridad bancaria. Para pasar el tiempo administraba sin mucho interés un pequeño establecimiento de libros viejos en uno de sus edificios, un sitio oscuro, ubicado en un callejón casi ignorado cerca del centro de la ciudad de México. La librería comunicaba con un departamento amplio y cómodo, sin lujos, pero sin duda muy superior a lo que uno habría podido suponer juzgando a partir de la fachada. Rentaba también otras accesorias a comerciantes maltrechos, que apenas sobrevivían. Una mujer que vendía yerbas medicinales, un taxidermista que siempre estaba atrasado con la renta, un relojero casi arruinado por el avance irrefrenable de la electrónica y, en la esquina, una anticuada sedería siempre impregnada del olor de antiguas máscaras de cartón que ya jamás habrían de venderse.
    Sadoc se reunía una vez al mes con su contador y cobrador, en un despacho que él mismo le rentaba, hacía cuentas y pasaba al banco a depositar. El resto del tiempo, en el mostrador de su librería, dibujaba. Dibujaba constantemente, siempre sintiendo el lápiz ajeno a sus dedos, añorando el tacto de las agujas para tatuar.
    En una ocasión, entre sus miserables clientes sin gusto y sin dinero, había destacado un personaje desusado, un estadunidense de origen chino que deseaba un tatuaje singular. Se trataba de un león—dragón, como los que guardan la entrada a la ciudad prohibida de Pekín. El hombre, en mal español, le había preguntado si acaso él tendría la habilidad necesaria para hacer un trabajo así, y le había mostrado un grabado exquisitamente elaborado, multicolor, fantástico e inspirado a la vez, de raíces antiguas, pero indudablemente con influencias contemporáneas.
    El extranjero estaba reticente, desconfiando acaso de lo que había sido una recomendación casual. Pero Sadoc sabía que era perfectamente capaz de reproducir el grabado con toda fidelidad, adaptándose a los pliegues de la espalda del hombre, a los suaves valles que rodeaban a sus omóplatos, a la serpiente en bajorrelieve de su espina dorsal. Entusiasmado, casi le rogó al hombre que le permitiera hacer el trabajo, aunque no lo pagara. El chino mencionó algo de los tatuajistas de San Francisco. Sadoc los consideraba artistas menores, artesanos hábiles nada más. Le habló, le mostró fotos de algunos trabajos. Al fin lo convenció. El hombre volvió a su país con un maravilloso león en la espalda.
    Dos años después, el león llevó a un nuevo cliente al establecimiento de Sadoc, donde éste hacía unas cuentas en su mostrador, bajo el letrero, siempre incómodo en la librería, que anunciaba "Se hacen tatuajes".
    —Buenas tardes, ¿el señor Sadoc? —preguntó una voz aguda e insegura.
    Sadoc levantó la vista y no alcanzó a abarcar con ella a la colosal figura que estaba ante él. Era un hombre de dimensiones impresionantes. Llamarle gordo hubiera sido subestimarlo, insultarlo. Era gigantesco. Su circunferencia era tan asombrosa como su estatura. Casi dos metros de hombre llevaban a su alrededor el atroz esferoide de grasa que lo cubría. Vestía una camisa enorme, de cuyas mangas cortas surgían como dos lechones los brazos rosados. Sadoc tardó un poco en darse cuenta de que el hombre era además rubio y extremadamente blanco.
    —Yo soy, ¿en qué puedo servirle? —respondió al fin Sadoc tratando de ocultar su asombro y dando un plumazo final al cuaderno en el que estaba trabajando, como si hubiera estado considerando la parte final de un cálculo complicado antes de atender a su visitante. Fue un débil intento. El hombre se había dado cuenta claramente de la impresión que había producido en Sadoc.
    —¿Usted es el tatuador? —preguntó Víctor, acostumbrado a evocar esa reacción de sorpresa en quienes lo veían por primera vez.
    —Sí, yo soy —admitió Sadoc.
    —Bien. Mire, quería hablar con usted porque sé que es un excelente tatuador ¿o se dice tatuajista?
    —Artista del tatuaje es lo correcto —aclaró Sadoc con cierto orgullo evidente.
    —Usted perdone, pero no estoy familiarizado con los términos. Como fuere, he tenido la oportunidad de ver un trabajo de usted, un león chino que hizo para un amigo mío hace un par de años, ¿lo recuerda?
    Sadoc lo recordaba bien. Por primera vez había podido utilizar todos sus colores, su habilidad, sus instrumentos y su genio creativo en el tatuaje del chino. Asintió silenciosamente.
    —Quisiera un pequeño trabajo, pero con la misma calidad. Aquí. —Con modestia el gigante se desabotonó la camisa exhibiendo un pecho lampiño que desafiaba a la expresión. La suya era una gordura cultivada, cuidada. Sólo había dos pliegues pronunciados bajo lo que sólo podía describirse como sus pechos. Lo demás era una planicie inmaculada y blanca, extensa. Se señaló con un dedo el lugar bajo el cual, profundamente enterrado bajo la capa de grasa, se hallaba su esternón.
    Sadoc no pudo ocultar que lo miraba con demasiada intensidad.
    —Quisiera una reproducción de esta pintura —dijo después de unos segundos la aguda, paradójica voz del gigante. Del bolsillo de la camisa extrajo una postal con la imagen de un búho. Sadoc la reconoció de inmediato. Era una figura del panel central del Jardín de las delicias del Bosco. Un búho gordo, lo que no dejó de notar el tatuajista.
    —Por lo visto es usted un amante del arte. Un detallista —comentó Sadoc.
    —¿Lo conoce? —preguntó genuinamente sorprendido el obeso personaje.
    —Por supuesto. El Bosco es uno de mis pintores favoritos, y el tríptico lo conozco como la palma de mi mano.
    —Ya me imaginaba que usted era realmente un artista. Disculpe, ¿no tiene una silla sólida que me pueda permitir? Me resulta muy fatigoso permanecer en pie.
    —Espéreme un momento. Déjeme cerrar y pasemos a mi departamento. Así podemos sentarnos y hablar con calma.
    Mientras cerraba las puertas de la librería, calculando que su colosal visitante seguramente había maniobrado con bastante cuidado para entrar al local, Sadoc pensaba en la forma de hablar del individuo. No parecía mexicano. Su español era fluido pero un tanto teatral: "me resulta muy fatigoso". No tenía acento identificable, empero tenía un aspecto y un trato desusados, y no sólo por su apabullante volumen. Sadoc pensaba a toda velocidad.



    Ya instalados en el departamento de Sadoc, el hombre se presentó como Víctor.
    —¿Usted es mexicano? —se atrevió a preguntar Sadoc.
    —Bueno, en cierto modo sí. Nací en el norte y mis padres me llevaron a Europa muy pequeño. Luego mi padre se vio precisado a ir a Nueva Zelanda. Estuvimos un tiempo en Birmania, en Japón y finalmente en Estados Unidos, en San Francisco. Pero al morir mis padres, porque los dos murieron en un accidente de carretera, decidí volver a México. Y, como no tengo parientes, me dediqué a ir de aquí para allá, viajando, repitiendo el itinerario de mi infancia pero tratando siempre de mantenerme al tanto de los acontecimientos de aquí y de no olvidar el lenguaje. Finalmente me ubiqué aquí hace diez años. En fin... ¿cuánto me va a cobrar por el trabajo? —preguntó volviendo de pronto de su ensueño memorioso.
    —Bueno, eso lo veremos después. ¿No gusta un café? ¿Un refresco? ¿Unas galletas?
    —Café no. Me causa un mayor esfuerzo al corazón... y tengo que cargar con esto —se señaló con un movimiento de la mano, un pase como el que realiza un mago sobre el sombrero del cual ha de extraer algún prodigio—. Pero sí un refresco... y si tiene galletas...
    Sadoc entró a la cocina. Trató de ordenar sus ideas. Víctor no se veía rico. Su camisa era vieja, y sus pantalones mostraban un prolongado uso. No llevaba joyería fuera de un barato reloj digital en la muñeca izquierda.
    —¿Por qué el búho del Bosco? —preguntó Sadoc al volver. —No es que quiera meterme en lo que no me importa.
    —No, no se aflija. Es una pieza menor de una obra maestra. Sería un tatuaje original. Le seré sincero —dijo en un arrebato—. Tengo algunos problemas singulares, de salud y de dinero. Ya se imaginará que a un hombre de mis características le resulta en extremo difícil hallar un empleo a modo. He decidido volver a los Estados Unidos, a ver si puedo trabajar en un sideshow. Usted sabe, esos carnavales que se ponen a un lado de los circos con mujeres barbadas, enanos y cosas así. Pero el Bosco siempre me ha gustado y... siempre he querido tatuarme. Aquí está muy mal visto, pero en los Estados Unidos se le considera una especie de arte. Allí un tipo tatuado lo puede atender a uno en un banco y nadie se escandaliza. Y si empiezo así y voy coleccionando un tatuaje aquí y otro allá con diferentes artistas, sería la mezcla perfecta: el hombre tatuado y el gordo del circo. Dos freaks en uno, dos monstruos, de los que no somos como los demás. Quise comenzar con usted porque hace un año vi a mi amigo, Charles Li, y me mostró su magistral tatuaje. Y es muy probable que ya no vuelva jamás a México, así que, ¿por qué no llevarme un recuerdo extraño como una figura del Bosco tatuada en el pecho? Yo soy extraño. Mi vida es extraña. Todo el mundo se da cuenta de eso.
    Hablaba y comía sin interrupción. Sadoc le pasó la caja de galletas. Su impresión era real: el hombre no tenía dinero.
    —Pero, ¿por qué puede querer una reproducción un hombre como usted? —dijo al fin Sadoc.
    —¿Como yo?
    —¿Se ha visto usted al espejo? No, no me refiero a como lo ven los demás. ¿Sabe lo que es usted? ¿Su cuerpo?
    —Bueno, yo...
    —Es materia prima. Es un muro, una fachada en la que puede plasmarse el más asombroso mural que nadie se haya imaginado. Es la tierra fértil en la que puede echar semilla el trabajo, la capacidad, la imaginación y la depurada técnica de un artista. Piense: cada centímetro cuadrado de su piel cubierto de tatuajes maravillosos, todos originales. Mire esto.
    Le entregó a Víctor un álbum de fotografías que mostraban tatuajes espléndidos: manos con los huesos delineados, senos floreados, rostros con las mejillas exquisitamente recubiertas de filigrana. Un álbum que haría palidecer al hombre ilustrado del cuento.
    —¿Usted ha hecho éstos? —preguntó Víctor.
    —¡Por supuesto que no! Son trabajos menores. Se les considera lo mejor de los artistas del tatuaje de oriente y occidente, pero son apenas jugueteos menores, piezas artesanales sin imaginación. Muchas de ellas realizadas más para escandalizar que por un interés estético. Ahora vea.
    Un cartapacio lleno de hojas fue a dar a las manos de Víctor. Las empezó a mirar.
    —¿Y éstas?
    —Son bocetos, trazos, diseños, sueños. Es lo que yo puedo hacer. Lo puedo hacer con usted. Tatuajes como nunca nadie los ha visto. Yo lo puedo convertir en la obra de arte ambulante más asombrosa del mundo.
    —Pero... eso debe costar mucho. Yo no tengo dinero, ya le dije, y...
    —Eso se puede arreglar —aseguró Sadoc.
    Ante la perspectiva, Víctor se quedó azorado. Un trozo de galleta colgaba de su labio, dejando caer migajas que rebotaban en su amplísimo pecho.



    Sadoc y Víctor parecían hechos el uno para el otro. El acuerdo al que llegaron fue rápido y bastante satisfactorio. Sadoc había convenido en darle comida, bebida y alojamiento a Víctor, lo cual sin duda no haría mucha mella en el modesto tesoro acumulado por el tatuajista. Un precio justo. Pero también tendría que proporcionarle compañía femenina, frecuente y variada, a la mole de carne que había acordado en convertirse en su capilla Sixtina viviente. Esa tarea era desagradable y, esperaba Sadoc, difícil. Sólo por un pago sustancioso alguna prostituta acordaría pasar la noche junto a esa montaña humana.
    Pero al paso de los días Sadoc se dio cuenta de que no era un problema. Hizo un discreto trato con un salón de masajes y cada que Víctor expresaba su deseo, le enviaban a una mujer discreta y profesional.
    La librería cerró por tiempo indefinido.
    Durante varias semanas, Sadoc trabajó midiendo, fotografiando y calculando al hombre a la vez que bocetaba con furia, adaptando las imaginaciones de toda una vida, realizadas con la absoluta libertad del que sabe que nunca se verá obligado a llevarlas a la práctica, a las dimensiones exactas de Víctor.
    —La mayoría de los tatuajes de cuerpo entero —explicaba Sadoc ante el eterno asombro de Víctor—, son un grosero amontonamiento de los más variados temas. No conforman una unidad. Con frecuencia parecen completos simplemente porque algún artesano torpe, incapaz de generar ideas originales, rellena los espacios vacíos entre una y otra imagen con plastas de color. Lo que haremos contigo es crear un genuino mural. Una obra magna como el Jardín de las Delicias. Algo en lo que cada parte tenga sentido y el todo tenga un sentido aún más profundo.
    Víctor asentía, frecuentemente al tiempo que masticaba algún alimento.
    —Yo trabajé al óleo, con acuarelas y con acrílicos —explicaba Sadoc en otras ocasiones—. Probé numerosas técnicas para expresar las imágenes que me persiguen desde pequeño, pidiéndome que las plasme. Pero una vez, por un problema sentimental, al cabo de una borrachera, un amigo decidió que quería un tatuaje y lo acompañé a un cuchitril asqueroso. Me puse a platicar con el tatuajista. Mi amigo estaba inconsciente y por primera vez pude sentir la experiencia de trabajar con la piel humana. El tatuajista me permitió probar sus técnicas. Y entonces entendí que cualquier obra que yo produjera debía hacerse sobre un tejido vivo, conociendo bien cómo reaccionan y cambian los colores bajo la piel, cómo se extienden y cuáles son sus posibilidades y limitaciones.
    Víctor hablaba poco. Pedía de comer. Pedía de beber, muchos refrescos y con cierta frecuencia algo de alcohol, y cada dos o tres semanas pedía una nueva compañera. El resto del tiempo soportaba con estoicismo la aguja de Sadoc. Cuando el dolor era intenso, hablaba del éxito que tendría en los Estados Unidos como el hombre gordo tatuado. O se imaginaba que impondría el récord del mayor tatuaje del mundo en extensión. Y comentaba siempre que estaba dispuesto a repartir con Sadoc los beneficios de sus presentaciones. Estaba evidentemente agradecido y, en su debilidad, se sentía protegido.
    Los dos hombres vivían juntos, pero no se hicieron amigos. La relación que los unía era más profunda, más indisoluble, más sólida que cualquier amistad. Era la relación del escultor con el bloque de mármol. O la del paciente y el cirujano que ha de salvarlo. Para serse útiles no necesitaban apreciarse, ni siquiera conocerse. Bastaba que estuvieran allí. Su simbiosis era tan perfecta que ni siquiera tenían que reconocerse como seres humanos para servirse mutuamente.
    Sadoc comenzó en la espalda de Víctor. Sabía que allí las terminaciones nerviosas eran más escasas, el dolor sería menor, ayudaría a que Víctor se fuera acostumbrando a ser tatuado.
    Desde un principio se deshizo de la mayoría de sus bocetos. Su mural debía ser un recorrido por la vida moderna de la que él y Víctor eran producto. Los motivos tradicionales, las serpientes, las caras hindús, los dragones, no tenían cabida en la obra maestra de Sadoc. Comenzó con una escena nocturna, un callejón sin salida dominado por un anuncio de una computadora bajo el cual sonreía con pocos dientes un viejo alcoholizado. Enfrente, casi en primer plano, pasaba un Ferrari rojo hacia la izquierda, sobre una avenida bien iluminada, mientras en el cielo del omóplato derecho volaba un avión rodeado de una V de patos asombrados y oscuros, casi indistinguibles, logrados con la maestría y el cuidado de quien sabe que no se puede borrar, no se puede empezar de nuevo o cubrir ningún punto de la piel ya impregnado de color, que se trabaja con limitaciones a las que no estuvieron expuestos Miguel Angel, Leonardo, Dalí o el propio Gaugin. Los estilos se entremezclaban, desde el pop—art hasta el comix underground y el heavy metal, pero todos con tal detalle que en conjunto parecían la pesadilla de un hiperrealista, para dar la idea de la velocidad y las angustias de un mundo cuya tensión aumentaba constantemente haciendo a todos temer que, en cualquier momento, estallaría como un globo, se rompería como una cuerda de guitarra, caería bajo su propio peso. Un icono de lo cotidiano, un testimonio del final del siglo veinte iba tomando forma en la tensa piel de Víctor, que parecía un bebé gigantesco, un tanto sospechoso por su casi total falta de vello, su perfección exacta para las necesidades de Sadoc.



    A los ocho meses, la espalda de Víctor estaba casi terminada y había numerosas figuras aisladas en todo su cuerpo. La delicada piel tendía a inflamarse si Sadoc la trabajaba en exceso y no deseaba que nada deformara su creación. En los brazos había figuras salvajes cuyas caras recordaban, sin ser retratos precisos, a numerosos personajes de la historia reciente. Sobre el pectoral derecho saltaba la inconclusa figura de un delfín encerrado en una burbuja traslúcida, tras una veladura que, Sadoc estaba seguro, jamás se había logrado antes en la piel humana. En la pierna del mismo lado se alzaba, curvada por la forma misma del rollizo miembro, una espada curva que lanzaba destellos gracias a una mezcla creada por Sadoc para introducir finísimas limaduras de platino bajo la piel. El cuerpo estaba cubierto aproximadamente en un cincuenta por ciento.
    Ahora Sadoc estaba trabajando en el abdomen, un cerro vibrante, una meseta interminable que exigía de su máxima precisión. La piel cedía a la menor presión, lanzando oleadas de grasa que temblaban en todas direcciones. Sadoc creía ver en ocasiones ondas concéntricas que partían del punto donde estaba trabajando y crecían hasta rodear a Víctor. Pero el tacto de la piel bajo sus dedos, el fluir del color en los puntos que tocaba con la aguja, la minuciosidad, le hacían olvidar todo lo que no fuera el trabajo. Le fascinaba su muro humano, la textura de su piel, la sensación de estar trabajando sobre una superficie viva, elástica, palpitante, que respiraba y latía, en la que podía percibir el azul de las venas que le iba sugiriendo nuevas formas, trazos que no estaban en los bocetos.
    Víctor lanzó un grito agudo.
    —¿Qué pasa? ¿Dolió mucho?
    —El dolor se acumula, se va haciendo cada vez más agudo. Necesito descansar.
    —Puedo seguir en la pierna izquierda mientras descansas —sugirió Sadoc. Sabía por la tensión en sus dedos que llevaba muchas horas trabajando en la misma sesión. Y, a la vez, no se sentía cansado. Deseaba continuar. En el muslo sugerido estaba por concluir una extraña figura alada que surgía de la tierra, rompiéndola poderosamente.
    —No, no. Ya basta. Por favor —pidió Víctor con tono infantil.
    —Está bien. ¿Quieres comer algo?
    —Sí. ¿Quedó jamón de ayer?
    Sadoc asintió en silencio y fue a la cocina. Al tomar el plato vio que su mano temblaba por la fatiga. Era mejor detenerse, no arriesgarse a cometer un error imperdonable. Y sin embargo, Sadoc estaba furioso con Víctor por su grito, por su súplica de un descanso. No era la primera vez que sucedía. Es más, la frecuencia de las quejas había ido aumentando.
    Luego de dar cuenta de la cena, Víctor se fue a dormir. Ambos habían olvidado que esa noche era el turno de una de las muchachas que asistían a servir a Víctor. Cuando sonó el timbre de la puerta, Sadoc supo lo que ocurriría.
    Era una muchacha morena, en extremo agradable aunque a nadie se le hubiera ocurrido jamás llamarla hermosa. Sadoc no despertó a Víctor. En cambio, la condujo a su propia recámara y pasó con ella la mayor parte de la noche.



    —Anoche te vi —dijo Víctor acusadoramente cuando Sadoc entró a su recámara a la mañana siguiente.
    —¿Y?
    —Estabas con ella.
    —Tú te habías dormido. Pago mensualmente una suma bastante respetable. No se iba a desperdiciar.
    —¡Pero era mía! —chilló Víctor.
    —No. En todo caso es mía, se paga con mi dinero —dijo rígidamente Sadoc mirando a su ciclópeo huésped como nunca antes, apreciándolo en su humanidad que, aún en el tono infantil y desprotegido que acostumbraba, tenía rastros de osadía y de lucha. Se corrigió de inmediato—. Pero en verdad creí que estabas dormido. Si quieres la llamo para que venga hoy en la noche. O llamamos a cualquiera otra.
    Víctor se encerró en un berrinche silencioso que habría de durar toda la mañana. Sadoc no quiso insistir y partió a preparar el desayuno.
    Por primera vez Sadoc y Víctor entraban en conflicto. La muchacha no era importante. Jamás volvieron a hablar del asunto. Ninguno de los dos sabía siquiera su nombre y ella jamás volvió. Vinieron otras para complacer a Víctor, con una creciente curiosidad morbosa que inquietaba a Sadoc.
    —Es increíble —comentó alguna un mes después, tratando de iniciar una conversación casual con Sadoc antes de abandonar el departamento—. Me habían advertido las otras chicas, pero en verdad que jamás había visto algo así.
    —¿Así cómo? —quiso saber Sadoc.
    —Es... es monstruoso. Es buena persona pero...
    Los ojos de la muchacha dijeron el resto.



    Víctor estaba prácticamente prisionero, autoexiliado con Sadoc en su isla encantada. Jamás, desde que hicieran el trato y fuera por sus pocas propiedades, Víctor había sugerido siquiera algún interés en salir del departamento.
    Habían pasado catorce meses.
    El trabajo estaba a punto de terminarse.
    Por un acuerdo jamás expresado verbalmente, las manos, el cuello y rostro de Víctor no habían sido tocados por la aguja del tatuaje. Podría así usar ropa que ocultara su secreto en público. Bastaba con su obesidad para hacerlo el blanco de todas las miradas.
    —Si logro todo lo que queremos —comentó Víctor un día, contemplándose las palmas de las manos mientras Sadoc trabajaba en una de sus rodillas—, volveré. Te traeré tu parte y quizá podríamos hacer algo en la cara y las manos. Si para entonces ya soy famoso. En San Francisco seré una sensación. Se pelearán por exhibirme. Seré el cuadro más famoso de Estados Unidos...
    Sadoc dejó de oírlo. Le molestaba la tendencia de Víctor a hablar casi siempre en primera persona. No lo hacía maliciosamente, ni siquiera tratando de minimizar la labor de Sadoc. Sólo que daba por sentado que él saldría finalmente del departamento de Sadoc a cosechar triunfos mientras éste volvía al mostrador de la ahora casi olvidada librería de viejo. Y algún día, en un futuro impreciso, volvería a Sadoc trayendo el botín de las batallas que ganaría. De su fama, su fortuna y su éxito en el mundo.
    Sadoc no deseaba decirle a Víctor qué tan cerca estaba de terminar, pero éste podía apreciar claramente que se acercaba el momento. Los espejos que había pedido para su cuarto le decían que pronto estaría en un avión, ocupando dos asientos, por supuesto, camino a los Estados Unidos.
    Sadoc se encontró a sí mismo trabajando más lentamente, retocando detalles, buscando algún milímetro cuadrado de piel aún virgen.
    Fue entonces que vio al caballo.
    El caballo mitad animal y mitad robot, el Rocinante cibernético de un Quijote ausente, que esperaba por siempre cansado, pero alerta, a la altura de los riñones de Víctor.
    Las precisas dimensiones del caballo estaban sutilmente alteradas. Se habían descompuesto, perdiendo equilibrio y majestad. Su composición ya no respondía a los cuidadosos bocetos, al minucioso trabajo de Sadoc.
    —Estás engordando —acusó el tatuajista.
    —Podría ser —respondió con despreocupación Víctor—. Después de todo había perdido algunos kilos cuando llegué aquí. Tú sabes, estaba llegando a mi límite...
    —¡Estás engordando! —gritó Sadoc interrumpiéndolo. En su tono de voz se descubría la lucha que se libraba en su cabeza, en sus músculos, en la médula de sus huesos. Deseaba dar rienda suelta a la furia. Deseaba contenerse. Estaba atrapado—. ¡Lo vas a arruinar todo! Si engordas, tu piel se estira, las figuras se deforman, se caricaturizan...
    —¡Perdón! —murmuró genuinamente preocupado Víctor—. No había pensado... nunca pensé en eso. Necesitaré una báscula. Bajar unos pocos kilos y mantenerme en mi peso. No será difícil. Pero jamás se me ocurrió...
    La puerta se cerró violentamente detrás de Sadoc y Víctor se encontró disculpándose solo ante los espejos que multiplicaban su decorada enormidad.
    Sadoc no volvió a entrar a la recámara de Víctor en todo el día. Se quedó silenciosamente sentado en un sofá, pensando, durante la mayor parte de la tarde. Luego salió a caminar, sin que por un solo instante se detuviera la asfixiante catarata de ideas que lo inundaba. Ideas que habían estado ahí, empollándose, durante meses. Ideas que le habían sugerido diversos momentos, palabras y acciones de Víctor, y que se habían transformado en una misteriosa alquimia controlada por el catalizador que era la creatividad de Sadoc y que ahora surgían todas a la vez. Ideas que quizá estaban ya maduras pero que se había negado a contemplar. Preguntas a las que había dado temerosamente la espalda.
    Víctor, el titánico niño inseguro, ¿tendría la fortaleza necesaria para cuidar esa obra de arte que hoy lo cubría? ¿En su perpetua búsqueda de satisfacción acabaría en alguna oscura morgue de un pueblo perdido en las montañas de los Estados Unidos? Y quienes vieran a Víctor, quienes pagaran un precio por contemplarlo, ¿apreciarían la obra de arte de Sadoc o simplemente observarían a un monstruo por partida doble, y se lo señalarían a sus hijos para que rieran o sufrieran arcadas de asco? "Así puedes acabar si sigues comiendo esas cosas", podría amonestar una madre a sus pequeños.
    Al volver de noche a su departamento, Sadoc llevaba muy presente la debilidad del corazón de Víctor, ese corazón obligado a empujar sin descanso la sangre de su mural por entre la opresiva grasa que, sin duda, se acumulaba en las arterias tanto como bajo la epidermis de Víctor.
    Y llevaba muy presente también que hacía varios meses que no pagaba su renta el taxidermista.


Julio de 1990


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