Del tema de este cuento tengo poco qué decir, lo dice todo él porque es parte de mi convicción razonada de que el neoliberalismo es mala idea incluso dentro del capitalismo, ya no digamos desde una visión de izquierda, crítica, racional, solidaria y cuestionadora. El elemento literariamente relevante es, por supuesto, Jacknife Springs, el despiadado detective que protagoniza las lecturas clandestinas del elenco de este relato. Creo que la literatura y el arte en general influyen en la realidad. Menos de lo que quisieran las almas más puras e ingenuas, pero más de lo que admiten los cínicos. Igual me equivoco. En todo caso, nadie nos puede quitar la fantasía de tener un Jacknife Springs que pelee sucio las batallas que a veces no podemos ni pelear limpio, entendida como fantasía, no como proyecto. El cuento ha tenido un recorrido largo. Se publicó por primera vez en el número 10 de la revista Umbrales dirigida por Federico Schaffler en 1994 y en el volumen 83 de la mítica revista electrónica argentina Axxón ese mismo año; se tradujo ese mismo año como "Glimmerings in Blue Glass" en la revista Fiction International de la San Diego State University Press; se incluyó en mi colección Más allá no hay nada publicada por la UAM en 1996 y hoy reeditada en formato electrónico, y fue parte de la antología de Gerardo Horacio Porcayo Los mapas del caos de 1997. Apareció también en 2003 en la antología Cosmos Latinos: An Anthology of Science Fiction from Latin America and Spain.
DESTELLOS EN VIDRIO AZUL
Mauricio-José Schwarz
Mi jefe me miraba con la desaprobación que reserva para todo lo que lo rodea en la oficina de investigaciones. Se rumora que es un hombre amargado. Yo sé que no se trata de un rumor. Es estrictamente cierto.
─¿Cuánto más se va a tardar con esa investigación? ─gruñó. Su papada temblaba con cada palabra tirando de mi vista y distrayéndome.
─Sólo me falta interrogar al sospechoso. Mañana tendré los resultados ─prometí incómodamente. En el rostro de mi jefe aleteó lo más parecido a la satisfacción que él podía experimentar. Bajó los ojos a su escritorio y tomó unos papeles, mostrándome la perfectamente rapada cabeza. Era su forma de decir que podía irme.
Ya en mi lugar, fingí revisar el expediente Contero. Al fin y al cabo, en cuanto hablara con el tipo podía redactar mis conclusiones en unos minutos. Y en el fólder de Contero ocultaba la nueva aventura de Jacknife Springs, el detective de las gafas azules, que ansiaba terminar de leer.
Jacknife es el héroe clandestino de la oficina. Es lo que alguna vez todos aspiramos a ser, la idea original de nuestra labor. Sí, somos detectives privados, pero eso tiene un significado novedoso entre estas paredes. Los cuatro hombres bajo las órdenes del jefe lo sabemos amargamente, pero este es de los pocos trabajos a que podemos aspirar, y nadie se queja en voz alta. Nuestra protesta se expresa en las peripecias de Jacknife Springs. El rumor indica que el jefe también lo lee a escondidas, pero ése sí es sólo un rumor.
Jack estaba metido en un lío de corrupción sindical, tema que nos resultaba cercano. Antes de sumergirme en su lectura, miré al escritorio de junto. Beni Ruiz estaba absorto en un expediente. Demasiado absorto: seguramente también vivía la aventura de Springs, que bajo mis ojos vigilaba en silencio la entrada a una fábrica de alimentos de los trabajadores cuyo líder había sido asesinado, caso que le había encargado la compañera de trabajo y cama del muerto: una asombrosa mujer de piel oscura, inteligencia ardiente, pechos espléndidos y ojos de cachorro asustado que no engañaban a Jacknife. Era una hembra dura. Física y emocionalmente. Quería a Jack para llegar al asesino, no para que se encargara de él. Ese era asunto de ella, y el detective de las gafas azules sabía bien que ella estaba preparada para hacerse cargo del capítulo castigos.
La puerta de la oficina del jefe se abrió silenciosamente. El la aceita personalmente cada lunes: bisagras, pestillo, perilla. Eso, más los zapatos de suela de hule que usa, lo hacen difícil de detectar.
Al menos eso cree.
La mínima brisa a mis espaldas fue aviso suficiente. Con suavidad dí vuelta al papel y miré los datos familiares de Jacinto Contero. Después de un compás de espera, el jefe empezó a caminar hacia la cafetera.
Ante Jacinto Contero yo no me sentía colega de Jacknife Springs. Me sentía lo más lejos posible que puede estarse de un detective sin ser un criminal. El hombre ante mí parecía normal, excepto por la boca siempre abierta, algo torcida. De cuando en cuando, justo antes de babear, sorbía la saliva acumulada en la comisura de sus labios. Veintiséis años, buena habilidad manual, pocos problemas para comunicarse. Cuando alguien le hablaba, escuchaba con toda la concentración de un niño. A primera vista no tenía ningún problema, pero la fábrica siempre verifica a sus candidatos ante el peligro de una infiltración. Al principio no se habían preocupado y, claro, hubo un conato de huelga por parte de algunos que, materialmente, se pasaban de listos.
Yo no sé si todas las demás fábricas tengan la misma política. Se dice que sí, que ya ninguna usa obreros normales, peligrosos. Se dice que antes eran todas como la fábrica en la que se desarrollaba el último cuento de Springs. Es el número dieciséis en la lista de los cien grandes rumores que nos alimentan. Afuera nadie lo sabe. Nuestro sueldo es garantía de ello. Rumor veintidós: nuestro sueldo está entre los más altos de todo el personal de confianza en el país.
─Jacinto Contero ─dije al fin. El hombre sonrió con satisfacción y asintió moviendo la cabeza en un amplio arco─. ¿Cuántos años tienes?
─Doce ─dijo liberando con alegría cada letra.
─Por favor pon tus manos sobre la mesa ─pedí. Sacó los puños del regazo donde los mantenía ocultos, cubriéndose los genitales en actitud defensiva. Las manos eran delicadas.
─¿Te cortas el pelo tú mismo? ─Negó con la cabeza.
¿Por qué nos tienen a nosotros si cuentan con trabajadores sociales y sicólogos? Porque podemos ver más allá, sacar conclusiones de multitud de detalles que por sí solos carecen de significado, pero que en conjunto son reveladores. Y también porque salimos a la calle, golpeamos el pavimento, hacemos guardias afuera de las casas de los sospechosos, planteamos preguntas incómodas a personas que no quieren contestar. Obtenemos datos a los que ningún sicólogo, ningún trabajador social podría acceder en las condiciones normales de su labor. Hacemos el trabajo sucio y eficaz.
─¿Te acuerdas de la doctora Fuentes? ─Asintió ruborizándose. Su doctora, que había estado a cargo de su terapia durante años, le gustaba y no podía ocultarlo─. ¿Te trataba bien?
─Sí. Mucho. ─Las palabras se desgranaban de su boca perezosamente.
Miré a Jacinto Contero con intensidad. Puse en práctica todo mi entrenamiento, toda mi capacidad de observación. Cotejé mentalmente varios detalles aparentemente menores de su apariencia y actitud con lo que tenía anotado en el expediente. Todo confirmaba que era sólo un deficiente mental con suficiente rehabilitación como para trabajar en una línea de montaje. Para eso se habían establecido tantas organizaciones caritativas, gracias a las cuales las empresas deducían de sus impuestos las cada vez más generosas aportaciones que hacían y obtenían además obreros ideales, que no se aburrían, no se quejaban y recibían con agradecimiento el sueldo sin plantearse que podían tener derecho a más, que sus horizontes podrían ampliarse con conceptos originales como justicia, equidad y solidaridad. Sus escasas necesidades estaban cubiertas, y no cambiaban, no crecían, no pensaban de más. Eran la inversión ideal.
Jacinto parecía una prueba viviente de las bondades del sistema. Y ciertamente nada lo delataba como un tipo normal que estuviera fingiéndose imbécil sólo para hacerse de un empleo medianamente decente.
─Es todo. Puedes irte ─dije lo más amablemente que pude.
─¿A dónde? ─preguntó él sin malicia.
─Vuelve afuera, el autobús los está esperando para llevarlos de regreso a la residencia ─le dije. Unos pocos viven en sus pequeños departamentos, pero casi todos se quedan para siempre en la residencia. Incluso buena parte de su sueldo va directamente a las arcas del lugar para pagar parte de su mantenimiento, alimentos y demás necesidades. Lo que conservan lo gastan en la tienda del lugar, o en las ocasionales salidas a parques de diversiones, cines o tiendas. Se conforman con poco y lo disfrutan mucho.
Conclusiones breves. La fábrica no tiene nada qué temer de Jacinto Contero. Es lo que parece, nada más. El jefe, casi sonriendo luego de leer mi informe, me encargó una nueva investigación. Algo extraño estaba ocurriendo con Marta Revilla, obrera de la división textiles. Alguien la vio con un libro al parecer muy por encima de su nivel. Fui con el expediente a mi escritorio y volví al mundo de Jack.
En las páginas fotocopiadas, Jacknife Springs sostenía una sangrienta batalla a mano limpia contra el asesino a sueldo que había matado al líder sindical. Cuando el asesino arrancó las gafas azules del rostro oliváceo del detective, los genuinos iniciados supimos que la lucha estaba al terminar, que la furia de Springs se liberaría como el agua en una presa fracturada. Una página después, el asesino confesaba aterrado el nombre del autor intelectual del crimen, un joven jefe de personal demasiado celoso de su lugar en la fábrica de alimentos. Antes de partir, Jacknife lo roció con gasolina y le aventó una caja de cerillos. Yo, como todos los lectores habituales de Springs, supe que el asesino preferiría autoinmolarse antes de correr el riesgo de volver a verse reflejado en las gafas azules de Jack.
En la oficina yo pensaba en mi hermano, ese Jacinto al que difícilmente podría ver de nuevo, ese muchacho vivaz que se había preparado desde muy joven para obtener un empleo y no terminar en las calles, al compás de la violencia angustiosa, entre el olor de las ratas asadas, con el miedo en los párpados y el aroma de los solventes usados como droga pegado para siempre a su anriz y paladar, buscando víctimas a las cuales quitarles sus carteras llenas de rectángulos de plástico, soñando con adivinar los cuatro dígitos de identificación de una tarjeta robada y resolver su vida en un cajero automático. Todos sabíamos que un empleo como el mío era para uno de cada diez mil. Yo tuve suerte. Si no, habría tenido que hacerme un disfraz como el de mi hermano. O vivir en la calle.
Nadie mejor que yo para evaluar la simulación de Jacinto, que en realidad tiene otro nombre. Fui inflexible, él lo sabe. Sobrevivirá en la fábrica si no se descuida como parece haberlo hecho Marta Revilla.
Sobre mi escritorio, el detective de las gafas azules se encargaba de servir de lazarillo a la justicia.
Al levantar la mirada, pude ver que en la bolsa del saco de Beni Ruiz asomaban unas gafas azules, de las que se están poniendo de moda entre los lectores de Jacknife. Si el jefe llega a verlas, Beni tendrá problemas. Springs no es muy popular a ciertos niveles. Eso no es un rumor.
He decidido rendirme a la curiosidad. Esta noche me compraré mis propias gafas azules.
─Sólo me falta interrogar al sospechoso. Mañana tendré los resultados ─prometí incómodamente. En el rostro de mi jefe aleteó lo más parecido a la satisfacción que él podía experimentar. Bajó los ojos a su escritorio y tomó unos papeles, mostrándome la perfectamente rapada cabeza. Era su forma de decir que podía irme.
Ya en mi lugar, fingí revisar el expediente Contero. Al fin y al cabo, en cuanto hablara con el tipo podía redactar mis conclusiones en unos minutos. Y en el fólder de Contero ocultaba la nueva aventura de Jacknife Springs, el detective de las gafas azules, que ansiaba terminar de leer.
Jacknife es el héroe clandestino de la oficina. Es lo que alguna vez todos aspiramos a ser, la idea original de nuestra labor. Sí, somos detectives privados, pero eso tiene un significado novedoso entre estas paredes. Los cuatro hombres bajo las órdenes del jefe lo sabemos amargamente, pero este es de los pocos trabajos a que podemos aspirar, y nadie se queja en voz alta. Nuestra protesta se expresa en las peripecias de Jacknife Springs. El rumor indica que el jefe también lo lee a escondidas, pero ése sí es sólo un rumor.
Jack estaba metido en un lío de corrupción sindical, tema que nos resultaba cercano. Antes de sumergirme en su lectura, miré al escritorio de junto. Beni Ruiz estaba absorto en un expediente. Demasiado absorto: seguramente también vivía la aventura de Springs, que bajo mis ojos vigilaba en silencio la entrada a una fábrica de alimentos de los trabajadores cuyo líder había sido asesinado, caso que le había encargado la compañera de trabajo y cama del muerto: una asombrosa mujer de piel oscura, inteligencia ardiente, pechos espléndidos y ojos de cachorro asustado que no engañaban a Jacknife. Era una hembra dura. Física y emocionalmente. Quería a Jack para llegar al asesino, no para que se encargara de él. Ese era asunto de ella, y el detective de las gafas azules sabía bien que ella estaba preparada para hacerse cargo del capítulo castigos.
La puerta de la oficina del jefe se abrió silenciosamente. El la aceita personalmente cada lunes: bisagras, pestillo, perilla. Eso, más los zapatos de suela de hule que usa, lo hacen difícil de detectar.
Al menos eso cree.
La mínima brisa a mis espaldas fue aviso suficiente. Con suavidad dí vuelta al papel y miré los datos familiares de Jacinto Contero. Después de un compás de espera, el jefe empezó a caminar hacia la cafetera.
Ante Jacinto Contero yo no me sentía colega de Jacknife Springs. Me sentía lo más lejos posible que puede estarse de un detective sin ser un criminal. El hombre ante mí parecía normal, excepto por la boca siempre abierta, algo torcida. De cuando en cuando, justo antes de babear, sorbía la saliva acumulada en la comisura de sus labios. Veintiséis años, buena habilidad manual, pocos problemas para comunicarse. Cuando alguien le hablaba, escuchaba con toda la concentración de un niño. A primera vista no tenía ningún problema, pero la fábrica siempre verifica a sus candidatos ante el peligro de una infiltración. Al principio no se habían preocupado y, claro, hubo un conato de huelga por parte de algunos que, materialmente, se pasaban de listos.
Yo no sé si todas las demás fábricas tengan la misma política. Se dice que sí, que ya ninguna usa obreros normales, peligrosos. Se dice que antes eran todas como la fábrica en la que se desarrollaba el último cuento de Springs. Es el número dieciséis en la lista de los cien grandes rumores que nos alimentan. Afuera nadie lo sabe. Nuestro sueldo es garantía de ello. Rumor veintidós: nuestro sueldo está entre los más altos de todo el personal de confianza en el país.
─Jacinto Contero ─dije al fin. El hombre sonrió con satisfacción y asintió moviendo la cabeza en un amplio arco─. ¿Cuántos años tienes?
─Doce ─dijo liberando con alegría cada letra.
─Por favor pon tus manos sobre la mesa ─pedí. Sacó los puños del regazo donde los mantenía ocultos, cubriéndose los genitales en actitud defensiva. Las manos eran delicadas.
─¿Te cortas el pelo tú mismo? ─Negó con la cabeza.
¿Por qué nos tienen a nosotros si cuentan con trabajadores sociales y sicólogos? Porque podemos ver más allá, sacar conclusiones de multitud de detalles que por sí solos carecen de significado, pero que en conjunto son reveladores. Y también porque salimos a la calle, golpeamos el pavimento, hacemos guardias afuera de las casas de los sospechosos, planteamos preguntas incómodas a personas que no quieren contestar. Obtenemos datos a los que ningún sicólogo, ningún trabajador social podría acceder en las condiciones normales de su labor. Hacemos el trabajo sucio y eficaz.
─¿Te acuerdas de la doctora Fuentes? ─Asintió ruborizándose. Su doctora, que había estado a cargo de su terapia durante años, le gustaba y no podía ocultarlo─. ¿Te trataba bien?
─Sí. Mucho. ─Las palabras se desgranaban de su boca perezosamente.
Miré a Jacinto Contero con intensidad. Puse en práctica todo mi entrenamiento, toda mi capacidad de observación. Cotejé mentalmente varios detalles aparentemente menores de su apariencia y actitud con lo que tenía anotado en el expediente. Todo confirmaba que era sólo un deficiente mental con suficiente rehabilitación como para trabajar en una línea de montaje. Para eso se habían establecido tantas organizaciones caritativas, gracias a las cuales las empresas deducían de sus impuestos las cada vez más generosas aportaciones que hacían y obtenían además obreros ideales, que no se aburrían, no se quejaban y recibían con agradecimiento el sueldo sin plantearse que podían tener derecho a más, que sus horizontes podrían ampliarse con conceptos originales como justicia, equidad y solidaridad. Sus escasas necesidades estaban cubiertas, y no cambiaban, no crecían, no pensaban de más. Eran la inversión ideal.
Jacinto parecía una prueba viviente de las bondades del sistema. Y ciertamente nada lo delataba como un tipo normal que estuviera fingiéndose imbécil sólo para hacerse de un empleo medianamente decente.
─Es todo. Puedes irte ─dije lo más amablemente que pude.
─¿A dónde? ─preguntó él sin malicia.
─Vuelve afuera, el autobús los está esperando para llevarlos de regreso a la residencia ─le dije. Unos pocos viven en sus pequeños departamentos, pero casi todos se quedan para siempre en la residencia. Incluso buena parte de su sueldo va directamente a las arcas del lugar para pagar parte de su mantenimiento, alimentos y demás necesidades. Lo que conservan lo gastan en la tienda del lugar, o en las ocasionales salidas a parques de diversiones, cines o tiendas. Se conforman con poco y lo disfrutan mucho.
Conclusiones breves. La fábrica no tiene nada qué temer de Jacinto Contero. Es lo que parece, nada más. El jefe, casi sonriendo luego de leer mi informe, me encargó una nueva investigación. Algo extraño estaba ocurriendo con Marta Revilla, obrera de la división textiles. Alguien la vio con un libro al parecer muy por encima de su nivel. Fui con el expediente a mi escritorio y volví al mundo de Jack.
En las páginas fotocopiadas, Jacknife Springs sostenía una sangrienta batalla a mano limpia contra el asesino a sueldo que había matado al líder sindical. Cuando el asesino arrancó las gafas azules del rostro oliváceo del detective, los genuinos iniciados supimos que la lucha estaba al terminar, que la furia de Springs se liberaría como el agua en una presa fracturada. Una página después, el asesino confesaba aterrado el nombre del autor intelectual del crimen, un joven jefe de personal demasiado celoso de su lugar en la fábrica de alimentos. Antes de partir, Jacknife lo roció con gasolina y le aventó una caja de cerillos. Yo, como todos los lectores habituales de Springs, supe que el asesino preferiría autoinmolarse antes de correr el riesgo de volver a verse reflejado en las gafas azules de Jack.
En la oficina yo pensaba en mi hermano, ese Jacinto al que difícilmente podría ver de nuevo, ese muchacho vivaz que se había preparado desde muy joven para obtener un empleo y no terminar en las calles, al compás de la violencia angustiosa, entre el olor de las ratas asadas, con el miedo en los párpados y el aroma de los solventes usados como droga pegado para siempre a su anriz y paladar, buscando víctimas a las cuales quitarles sus carteras llenas de rectángulos de plástico, soñando con adivinar los cuatro dígitos de identificación de una tarjeta robada y resolver su vida en un cajero automático. Todos sabíamos que un empleo como el mío era para uno de cada diez mil. Yo tuve suerte. Si no, habría tenido que hacerme un disfraz como el de mi hermano. O vivir en la calle.
Nadie mejor que yo para evaluar la simulación de Jacinto, que en realidad tiene otro nombre. Fui inflexible, él lo sabe. Sobrevivirá en la fábrica si no se descuida como parece haberlo hecho Marta Revilla.
Sobre mi escritorio, el detective de las gafas azules se encargaba de servir de lazarillo a la justicia.
Al levantar la mirada, pude ver que en la bolsa del saco de Beni Ruiz asomaban unas gafas azules, de las que se están poniendo de moda entre los lectores de Jacknife. Si el jefe llega a verlas, Beni tendrá problemas. Springs no es muy popular a ciertos niveles. Eso no es un rumor.
He decidido rendirme a la curiosidad. Esta noche me compraré mis propias gafas azules.
México-Tenochtitlán, febrero de 1992-marzo de 1993
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