5/16/10

Crónica del desconcierto

Entre el 30 de noviembre de 1994 y el 11 de marzo de 1995 me dediqué a escribir el libro Crónica del desconcierto, para la Editorial Planeta México. El objetivo del libro era hacer precisamente la crónica de los primeros 100 días del gobierno de Ernesto Zedillo Ponce de León, el presidente accidental, aunque sin imaginar siquiera que el personaje sería uno de los más nefastos presidentes de una colección tremenda de presidentes nefastos que México ha tenido la desgracia de padecer. Y ciertamente sin suponer cuán pletórico de acontecimientos sería el plazo que habíamos elegido. Finalmente, dado que el expresidente Carlos Salinas, uno de los elementos de la desestabilización nacional de esos tres meses, salió a su dorado exilio el 11 de marzo, prolongamos un día más el lapso cubierto por la crónica, hasta los 101 días. 15 años después, pongo el manuscrito a disposición de todo el mundo, esperando servir de algo en la lucha contra el olvido que promueven quienes viven de él. Publico aquí la introducción, y abajo un enlace para descargar todo el libro nen PDF





CRÓNICA DEL DESCONCIERTO
Estremecedora relaciónde los primeros pasos
del gobierno de Ernesto Zedillo
Mauricio-José Schwarz




INTRODUCCIÓN
Noviembre 30: las vísperas inquietas


Toda toma del poder es asunto de júbilo, resultado de un triunfo. La toma del poder de Ernesto Zedillo Ponce de León, empero, veía opacada la alegría por la fragilidad de las condiciones en que recibiría el mandato y el país el 1º de diciembre de 1994.

La incertidumbre tenía muchos orígenes: tres asesinatos no aclarados (del cardenal Posadas, del candidato priísta Luis Donaldo Colosio y del secretario general del PRI, José Francisco Ruiz Massieu), acusaciones de colusión entre políticos y narcotraficantes, la reunión entre Girolamo Prigione, el pronuncio apostólico, y los hermanos Arellano Félix, señalados como los principales narcotraficantes de México y acusados del asesinato del cardenal; un difícil proceso electoral, los asesinatos de casi trescientos militantes del PRD y de numerosos periodistas; la creciente impunidad de los cuerpos policiacos (cuyo paradigma en 1994 fue la muerte del ciudadano César Adolfo Ugalde a consecuencia de los golpes que le propinó un grupo de policías por orinar en la calle), la combatividad de numerosos grupos sociales con diversos agravios, expresada en miles de marchas principalmente en el D.F.; la industria del secuestro desatada en toda la república (destacándose el secuestro del banquero Alfredo Harp Helú), las señales de una profunda pugna por el poder en el interior del PRI, el levantamiento del EZLN en Chiapas, las acusaciones del subprocurador Mario Ruiz Massieu a los líderes del PRI y al encargado de la PGR de contubernio para obstaculizar las investigaciones del asesinato de su hermano y la posterior renuncia del funcionario en un tono desusado en México; el accionar político de Manuel Camacho Solís, la sorpresa y confusión de la izquierda ante unas elecciones que simplemente no dieron los resultados esperados, los conflictos postelectorales en Chiapas, Veracruz y Tabasco; el aumento de la pobreza y, como contrapunto, un pequeño grupo de dueños de grandes fortunas que nos ubicó entre los países con más millonarios del mundo y una creciente dependencia respecto del capital y los productos extranjeros.

Incluso en el terreno económico, donde el salinismo buscaba fincar su prestigio internacional, había “focos rojos”: crecientes tasas de desempleo abierto y encubierto, una moneda debilitada, salarios contraídos, crisis de carteras vencidas de la banca, altas tasas de interés, fraudes en instituciones financieras, quiebras de pequeñas y medianas empresas, desequilibrio entre exportaciones e importaciones, y la tendencia de los capitales nacionales y extranjeros hacia la especulación antes que a la inversión productiva.

La situación se percibía como grave. Quizá por ello la esperanza era mayor.

Ernesto Zedillo, además, cargaba con el lastre de no haber sido el primer elegido, el sucesor favorito. El asesinato de Luis Donaldo Colosio ocurrió cuando ya era demasiado tarde para las aspiraciones presidenciales de quienes aún mantenían puestos en el gabinete, debido a la disposición constitucional que exige que todo candidato se separe de cualquier puesto público seis meses antes de la fecha de la elección, límite que había transcurrido más de un mes antes del crimen. El único candidato viable era Ernesto Zedillo, pues es difícil creer que se hayan considerado con seriedad las posibles candidaturas de Fernando Gutiérrez Barrios o de Manuel Camacho Solís y más fácil suponer que la designación de Zedillo como jefe de la campaña de Colosio lo señalaba desde un principio como sustituto en caso de una eventualidad.

La segunda campaña priísta avanzó a gran velocidad para crear un candidato que tenía a su favor ser un excelente economista neoliberal y orígenes populares, pero no era un político. Publicistas, expertos en imagen, actores que daban cursos intensivos de oratoria y presencia escénica, crearon un triunfo que fuera creíble independientemente de los fraudes habituales en el PRI.


Dos días antes de la toma de posesión, los dos mayores beneficiarios del neoliberalismo, Carlos Slim y Emilio Azcárraga, casaban a sus empresas: Teléfonos de México adquiría casi la mitad del paquete accionario de Cablevisión. La empresa de Televisa así veía abiertas las puertas al mundo de las telecomunicaciones. Al mismo tiempo, Clemente Serna vendía su exitoso grupo Radio Red (creado por su padre como Radio Programas de México) para emprender un proyecto de televisión vía satélite que buscaba precisamente competir contra Televisa.

Las posiciones se tomaban de forma apresurada.

Mientras, el ya casi expresidente Salinas daba a los corresponsales extranjeros su visión del futuro de país declarando: “Viene la recuperación económica, es tiempo de cosechar”. Respecto a su propia candidatura a la OMC inauguraba su lema de campaña: “La candidatura no será un problema de bloques, sino un asunto Norte-Sur”(EF). Entretanto, su futuro personal se veía apoyado por un contrato como conferencista con la empresa Washington Speakers, quien emitió un folleto para anunciarlo a un costo de 30 mil dólares por conferencia (RE).

En los medios, los exaltadores del salinismo se apresuraban a convertirse en entusiastas zedillistas. Los voceros eternamente leales al PRI se veían ahora unidos a los viejos y nuevos voceros de la ultraderecha, que ayer fueran antigobiernistas porque veían en el PRI una punta de lanza del comunismo internacional y devinieron sus panegiristas cuando el PRI se volvió punta de lanza del neoliberalismo internacional.

A nivel internacional, el Washington post señalaba que Estados Unidos “no tiene nada más urgente o de más profunda consecuencia, en lo relativo a su política exterior, que apoyar la transformación socioeconómica del vecino país” y afirmaba: “la tarea principal de Zedillo, y de la que depende todo el resto de su presidencia, es fortalecer y apoyar al pueblo e instituciones en su país que promueven elecciones libres, mercados libres y la derrota de los  barones de la droga”. El Chicago tribune publicaba un reportaje bajo el titular “La revolución de Salinas (economía ascendente pero débil democracia)”.


El gabinete de Ernesto Zedillo anunciado el 30 de noviembre no incluyó a varios personajes esperados, como Pedro Aspe Armella, Jesús Silva Herzog y Fernando Solana. A cambio se nombraba Procurador General de Justicia a Antonio Lozano Gracia, militante del PAN, dos veces diputado federal, licenciado en derecho por la UNAM y muy cercano al dirigente de su partido, Carlos Castillo Peraza y al excandidato presidencial Diego Fernández de Cevallos. En lo que se consideró una exoneración, se nombró Secretario de Energía, Minas e Industria Paraestatal a José Ignacio Pichardo Pagaza, experimentado político del grupo encabezado por Carlos Hank González y quien había sido acusado por Mario Ruiz Massieu de entorpecer las investigaciones del asesinato de su hermano.

Algunos analistas señalaban la poca experiencia política de la mayor parte de los nombrados, mayoritariamente economistas, y el hecho de que nueve de ellos fueran muy allegados a Carlos Salinas. Pero el gabinete era bien recibido por las organizaciones empresariales y los analistas de Wall Street como garantía de continuidad, destacándose los elogios al nuevo secretario de Hacienda, Jaime Serra Puche. Independientemente del entusiasmo en las declaraciones, al momento de conocerse el gabinete, la Bolsa Mexicana de Valores revirtió una tendencia alcista y empezó a bajar hasta cerrar con pérdida del 0.19%.

Ernesto Zedillo, por su parte, decía al diario español El país que habría preferido ser candidato seis años después y se definía hasta el día anterior como “jefe del ala reformista radical del partido; hoy ya no porque soy el presidente de México” y anunciaba que su sexenio sería de “democracia sin paliativos”. Sobre el conflicto en Chiapas afirmaba: “No hay solución militar al problema. Sólo deseo que tengamos verdaderos interlocutores entre los zapatistas y que se avengan a negociar.” EZPL reconocía que muchas de las reivindicaciones del EZLN estaban justificadas. “Es un problema que sólo se resuelve con la transformación democrática de todo el país. No sólo de Chiapas”, dijo y deslizó que había negociaciones “a medio camino de los bastidores”, en palabras del entrevistador M.A. Bastenier.

El escenario estaba listo en muchos sentidos. Los asuntos pendientes convertían la sucesión en un acertijo. El nuevo presidente puede igual fundar la democracia que refundar el autoritarismo porfirista o diazordacista, llevar al país a la paz o a la guerra, limpiar a la policía o dejarla libre para delinquir impunemente, gobernar para todos o para las trescientas míticas familias plurimillonarias, atender a los indígenas o a los caciques y latifundistas.

México, entretanto, se proyecta mayoritariamente al rito sexenal de la esperanza. El presidente entrante es un billete de lotería en el cual todos proyectan sus esperanzas. Las amas de casa esperan que “el Señor” baje el precio de la carne. Los taxistas sueñan que controle la voracidad de los extorsionadores de Servicios Públicos. Los científicos esperan que aumente el presupuesto para la enseñanza e investigación. Los empresarios se ilusionan con la desaparición de la Ley Federal del Trabajo. Estados Unidos sueña con la privatización de Pemex. Los asalariados esperan aumento. Los neoporfiristas esperan la reivindicación de la aristocracia. El nuevo presidente mexicano es, el 1º de diciembre, una promesa sin fronteras. A lo largo de seis años, empero, va demostrando que al igual que un billete de lotería sólo puede beneficiar a unos pocos elegidos y la esperanza se trocará en enojo y en rechazo, sobre todo durante el último cuarto de siglo mexicano, cuando el maleficio moderno del negro fin de sexenio se ha instalado de manera sólida en la tradición política mexicana.


Hoy, salvo para los opositores extremadamente viscerales o demasiado avisados, como toros muy placeados, Ernesto Zedillo es la promesa. Generosamente, el país espera su asunción.
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Crónica del desconcierto por Mauricio-José Schwarz Huerta está bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 Unported License.


5/14/10

Florecer a la sombra del tirano


Alguien llamó a éste un cuento "chino", porque le recordaba, decía, a un relato sobre la Gran Muralla china. Quería yo una cadencia con aire antiguo para contar un relato cuya semilla más prosaica está en la usurpación por parte de Carlos Salinas del poder presidencial en México, merced a un colosal fraude electoral que despojó del triunfo al ganador, al hombre por el que los mexicanos votaron en 1986, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano. Los resultados de este golpe a la democracia fueron el principio del desastre para México. Por entonces yo vivía en Querétaro, como librero, productor en Radio Querétaro (donde tuve uno de los primeros programas de la radio mexicana dedicado al rock en español, "Tiempo de híbridos") y periodista. A los pocos días del fraude salinista, alguien escribió en uno de los muros coloniales de Querétaro ante el que pasaba cotidianamente camino a la radio, la frase "Salinas usurpador", que lógicamente (la lógica del estado autoritario, se entiende) fue rápidamente cubierta con pintura blanca. En los días siguientes, la pintura de la denuncia empezó a verse cada vez más claramente debajo de la apresurada capa de pintura censora. Una nueva cuadrilla con mejor pintura y órdenes más terminantes acabó con el problema poco después, pero la imagen se quedó conmigo hasta que años después se convirtió en esto.

FLORECER A LA SOMBRA DEL TIRANO
Mauricio-José Schwarz


Lo relató una noche un hombre que surgió de la bruma.
     Ciego y paralítico, explicó que su estado se debía a que una noche, en su país, fue detenido por sospecharse que era opositor al régimen. Pero ésa, ya conocida, no es la historia.
     Es la historia de unos muros. O de lo que los muros dicen.

     Un día, en un país no muy grande, un tirano accedió al poder. El pueblo supo restar su temor de su indignación y permitió que el usurpador lograra su propósito sin demasiada violencia. Empero, esa noche, las voces del desacuerdo se hicieron letras en las calles, como aquélla que desemboca en el palacio de gobierno, donde aparecieron letreros acusadores.
     Es una calle hermosa, con muros encalados y columnas de cantera sobre las que la hiedra sube seducida por el cielo. Casas, ya pocas, comercios y centros de arte y cultura ocupan los edificios.
     La mañana posterior a la llegada del usurpador al palacio, los muros encalados mostraban, nueve veces, una leyenda estampada en letras negras y furiosas. Dos palabras, tan sólo. La primera, el apellido del hombre que ya habitaba en el poder. La segunda, la palabra "usurpador".
     Muchos muros del país mostraban frases similares. Pero esta historia no les pertenece porque con celeridad fueron borrados por los empleados municipales, cubiertos con gruesas capas de pintura y sustituidos por lemas apresurados sobre la unidad de la nación, las promesas del tirano o las loas anticipadas de la abundancia que sobrevendría.
     El tirano pasó por la calle, camino al palacio de gobierno, y ordenó que las leyendas fueran condenadas. La pintura las cubrió en pocos minutos. En la noche, el país era una sinfonía de muros blancos y silenciosos.
     Al día siguiente, empero, la pintura negra de las dos palabras se había colado en la nueva capa blanca y, gris pero nítida, la frase de nuevo recibió al tirano de camino a su trono.
     Sonaron órdenes terminantes, los funcionarios sudaron, el temor de ser despedidos sacudió a los hombrecitos que esperaban florecer a la sombra del usurpador. Varias cuadrillas, provistas de pintura de la mejor calidad, repintaron los muros.
     Al día siguiente, las letras de nuevo habían vencido la barrera y el tirano ordenó que muchos subalternos menores fueran reemplazados. Con gran urgencia, las imprentas del estado escupieron carteles con la efigie del hombre en el poder y en la noche fueron fijados sobre las ofensivas palabras.
     No hubo tranquilidad esa noche en la corte. El sueño escapó de casa de los cómplices y renuentemente visitó al usurpador.
     Esta vez pasaron varios días. Los hombres de palacio se dieron a las tareas de gobierno y a la construcción de su prosperidad personal. Los letreros empezaron a olvidarse.
     Pero antes de que pasara una semana, la pintura negra logró empapar los carteles y, junto al rostro sonriente, surgieron los trazos que denunciaban la usurpación.
     Entonces salieron del palacio funcionarios de mayor importancia que sentían seguro su lugar en el favor del poderoso. Los restantes tomaron decisiones drásticas. De nuevo, los trabajadores de rostro cansado llegaron al pie de los muros y, con picos y martillos, quitaron la cal de los muros. Sus gruesas lijas arrancaron las frases de las columnas de cantera. Especialistas en su oficio volvieron a encalar las paredes.
     Pasó un mes antes de que las acusaciones resurgieran en la pared. Hubo sospechas de que agentes enemigos del tirano fueran los responsables, pero las largas horas de vigilia a que fueron sometidos los soldados sólo demostraron que efectivamente los trazos reaparecían por sí solos, lentamente primero, al final con la rapidez de una bofetada.
     Todos los esfuerzos fueron inútiles. Con el tiempo, el tirano aprendió a transitar velozmente hacia palacio sin reparar en la cruel denuncia.
     La última vez que el joven ciego los vio, antes de su detención, unos muchachos habían pintado, quizá juguetonamente, corazones rojos sobre los letreros, para ver cómo, con la certeza del amanecer, las palabras reaparecían dentro de su nuevo marco.

     El hombre giró en sus silla de ruedas y se alejó. Nunca dijo el nombre del país, así que no sabemos si las letras negras aún señalan al usurpador cada mañana.
     Alguien aseguró que sí, pero los periódicos no dicen nada de esas cosas.

México-Tenochtitlán, enero de 1994

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