12/23/10

Palabra de honor

Cuando escribí este cuento para el libro Volver a Gijón (1997) que incluía también cuentos de Elia Barceló, Javier Morán (José Latour) y Jerome Charyn, no me imaginaba que acabaría viviendo como mexicano en Gijón y luego como español recuperado en la Asturias de mi abuelo sólo dos años después. Y menos aún imaginaba yo que el delirio del narcotráfico acabaría tragándose a todo un país convertido en rehén por políticos corruptos e inútiles y delincuentes no mejores. Y en ese sentido, para mi desazón, este cuento mantiene cierta vigencia más de 13 años después. 
PALABRA DE HONOR
Mauricio-José Schwarz

El amor y la muerte no tienen palabra de honor.
     Sus tácticas son especialmente perversas cuando se desarrollan mientras uno escribe notas en un café a miles de kilómetros de sus propias calles y sus propios cafés.
     Ella había llegado antes que yo y no parecía tener prisa en irse ni tarea alguna qué realizar, ni se agitaba incómoda como quien espera a alguien que llega tarde a la cita. Estaba sencillamente allí de cuerpo entero, que ya es decir, tomando café y fumando cigarrillos rubios mientras miraba la calle tras el ventanal. Pronto, en vez de escribir estaba yo contando las flores de su vestido e imaginando docenas de frases para acercármele. Con la tranquilidad que da saberse incapaz de llevar a efecto los planes más cuidadosamente trazados, dediqué casi una hora a imaginarme diciendo barbaridades que iban desde “¿Usted no podría decirme cómo comenzar una conversación con usted?, porque a mí no se me ocurre nada”, hasta “¿Sabías que los mexicanos estamos planeando conquistar España?”
     Como hasta los románticamente menos intrépidos tenemos necesidades fisiológicas, me sorprendí avanzando hacia la mujer menuda, morena, de lacio cabello largo y lisa falda corta, no para abordarla, sino porque estaba sentada entre mi mesa y el baño. Un empujón leve me impidió avanzar. Una sombra de proporciones generosas pasó entre mis ojos y mi diosa erótica de las 11:45 a eme.
     —Permisito, jovenazo.
     El hombre que pasó ante mí decidido a ganarme el baño llevaba gafas oscuras, una guayabera de lino, el pelo untado con fijador, corto arriba y a los lados, con melena atrás. Un moreno brazo regordete mostraba una esclava de oro y el otro un reloj fino. Mexicano al cien. No importaba como fuera vestido, ese “permisito, jovenazo” era como un pasaporte diplomático. La indumentaria nomás ayudaba a detectarlo.
     No hay muchos mexicanos al borde del Cantábrico, y menos de esas características. Lo dejé pasar. Volví a mi mesa sudando un poco más de lo que justificaba el calor. El tipo tenía cara de policía judicial, porte de torturador, voz acostumbrada a causar miedo. Se le olían cuando menos treinta y dos años de estarle jodiendo la vida a quienes estaban a su alrededor. Levanté el dedo hacia el mesero y pedí brandy. Me hubiera gustado un tequila. Herradura reposado. Doble. Dos, incluso, para borrar la impresión que me había causado el hombre. Pero el tequila Herradura reposado más cercano estaba probablemente en Madrid, si no es que en una cantina en Mérida, Yucatán.
     Un minuto. Dos. Quizá me equivocaba yo. Cuando uno sale del país del miedo se lleva los reflejos de supervivencia sentados en el hombro. Y hace el ridículo bien y bonito. Ve uno a un policía en la noche y se cruza la calle para evitarlo y los amigos preguntan por qué pone uno cara de espanto y uno tiene que explicar que hay países en donde un policía de noche sólo sirve para asaltarlo a uno y de pasadita romperle la madre por puro pasatiempo. Quería equivocarme, pero al cabo de tres minutos el hombre salió del baño, con panza cervecera, el labio superior pidiendo a gritos un bigote, la mano derecha mostrando además un anillo de respetables dimensiones, concebido en la más pura tradición de la escuela estética identificada como “cursilería boxística nacional”.
     Mexicano y judicial o cosa parecida. Como guardaespaldas de algún político o narcotraficante en épocas en que la diferencia entre ambos no es mucha. ¿Qué carajos estaba haciendo en esta ciudad?
     El amor no tiene palabra de honor. Un galán posmoderno platicaba como salido de la nada con la morena del vestido floreado. Pedí la cuenta y salí detrás del tipo con aspecto de policía, de matón, de gandalla, de golpeador, de perdonavidas, de defensor de lo peorcito que nos han dejado los años de historia maltratada por el triunfo de los villanos de esta película interminable.

Pinche calorcito. Esto no me lo avisaron cuando me mandaron para acá, ni madre. Ni deja disfrutar a las viejas que hay por acá. Están bien buenas. Pero si me distraigo más voy a quedar mal, y ésta operación es clave de claves, que no se te olvide pinche José María. Quedas bien en ésta y tendrás la lana para poner la compañía de seguridad privada y ahí sí, chingue a su madre el que no te diga “licenciado” aunque apenas hayas acabado la primaria. Eso si no te dan una chamba más sabrosa. Además, la asada te la mereces por pendejo, por dejarte correr de la pinche policía. Eso te sacas por no hacer caso. Clarito dijo el comandante que nos fuéramos leve porque iban a hacer dizque un antidoping al azar para cachar a los cocos y motos y pastizos de la corporación. Uta. Nos corren a todos, o casi, me cae. Si el que menos el que más se rinde a la tentación sobre todo porque la pinche tentación está jalándole a uno el pito todo el tiempo y diciendo “vente mi rey, un pasecito de polvo de ángel para que sientas como los galanes de Hollywood, un carrujito pa los nervios, mariguana buena, fina de la que ahora cultivan los gringos que es potente como nunca, de alto octanaje, seleccionada, o un piquetito, ¿qué es un pinche piquetito en el brazo si te abre las puertas del paraíso?” Y uno no es de hule. Si te hubieras aguantado pinche José María... pero entre que saliste en el sorteo y entre que los mamones de los periódicos estaban chinga y jode porque había narco infiltrado en la judicial... como si descubrieran el pinche hilo negro los pendejos... y vas pa afuera. Nomás me acuerdo del Negro que me dijo “en lo que pones una compañía de seguridad, métete de detective privado”. Y sonaba chido. No me quejo. Nomás que uno está más desprotegido cuando tiene que darle unos lleguecitos a alguien para que cante. Pero al fin y al cabo es lo mismo... los de derechos humanos me la pellizcan y los que investigan las madrizas que reparto por la libre son mis meros cuates, hasta se compadecen de mí. Y yo le hago como que al detective de serie de televisión pero más machín, con más huevitos, sin hacerle al pinche intelectual. Uno sabe quiénes son ojetes y cómo ablandarlos... ahora te puedes desquitar, José María, de las muchas veces que le gritabas en la tele al tuerto del Columbo y al pelón del Kojak que se quitaran de filigranas y le dejaran ir un rodillazo, nomás uno, a los huevos del sospechoso y verían cómo su serie de una hora duraba la mitad.
     Además, uno tiene sus conectes, sus conocidos. Para algo chambea uno. Clientes no me faltaban. Pero el que me mandó al viajecito éste a toda madre, aunque el puto calor me esté derritiendo, es de lujo. Nomás con la lana del polvito de ángel que metí por el aeropuerto y lo que me va a pagar el jefe, ya chingué... “Seguridad Profesional Montolla”, treinta o cuarenta agentes con uniformes negros y unos veinte perros de esos que te pueden arrancar un brazo, pastores alemanes porque a la gente le gustan o Rottweilers que son duros y al grano...
     Pan comido. Uno que a veces tiene que buscar a un pendejo en la pinche ciudad de México y sus alrededores... en una ciudad de este tamaño encuentra a quien sea. Me apuesto un güiski a que para la hora de comer ya tengo pistas de los tórtolos.
     Pinche calor...

El grandote enfiló derechito hacia el Paseo del Muro y se fue visitando cafés y bares, de los que reúnen ancianos que discuten fútbol y de los que jalan a chavos de pelos verdes y ganas de inventar el postpunk en tiempos en que ya nada escandaliza a nadie. No me vio. A veces es difícil verme. Ser insignificante es una ardua tarea, requiere concentración, preparación, decisión para no destacar, para ubicarse en el promedio y deshacerse de individualidad a ojos de la multitud. Entonces la multitud se deja ver, se exhibe como quien hace el amor frente al gato. Así recoge uno historias tiradas por la calle. Cada quién le hace como puede.

—¡Que voasabéyo, coño!
     Ah, cómo les gusta gritar a estos españoles. Nomás hablan fuerte así porque sí. En mi barrio a cualquiera que hable así le botan todos los dientes de un patín al hocico. Aquí así son.
     —Está bueno... ¿y dónde se juntan los jóvenes, así, los adolescentes.
     —Donde les sale del forro... muchos se van a la Ruta de los Vinos por la noche. Y hay multitú de bares.
     —¿Usted ha visto a muchos mexicanos por aquí?
     —No, hombre, aquí de ésos hay pocos. Unos cuantos, pero son chilenos o mexicanos, da igual. Y unos que vienen a la fiesta cada año, pero nada más.
     —¿Y un joven como de 20 años? Anda con una españolita que se pinta el pelo de colores raros. —Saqué la foto y se la enseñé.
     —¡Qué voasabéyo, coño! Tós son iguales.
     —Qué pinche suerte tiene usted, deveras —le dije despacito. Seguro que no entiende lo de pinche, pero la intención es internacional. En otro lugar le quitaba lo hablador de un solo guamazo. Manos abiertas contra las orejas. Telefonazo, pues. Y a chillar. Caen como tapa de excusado. Se desorientan toditos. No pueden reaccionar. Se les quita lo alzados.
     En el siguiente bar me gané la apuesta y me la pagué.
     —¿Jóvenes? ¿Él mexicano? Pues sólo Armando y Marilú que andan por acá —dijo una muchacha pelirroja con aretes en las cejas, la nariz y el ombligo. Me imaginé que a lo mejor también llevaba aretes en los pezones.
     —¿Armando Barreto?
     —No, corazón, los apellidos no me los sé.
     —¿Y dónde los encuentro?
     —Hoy es sábado. Seguro por la noche van a tomar sidra a Cimadevilla.
     Pedí un güiski doble y me lo empujé de un jalón antes de preguntar qué chingaos era Cimadevilla.

Me tomé unos momentos para preguntarle a una pelirroja qué le había preguntado el grandote.
     —¡Pero cuántos mexicanos hay por aquí ahora! —se asombró gratuitamente.
     —No venimos juntos, eso te lo aseguro. ¿Qué quería ese mono?
     —Preguntaba por unos chicos que andan por aquí de viaje.
     —¿Cómo se llaman?
     —Armando Barreto y Marilú algo, no sé el apellido. ¿De qué va todo esto? ¿Es cosa de la poli?
     —La verdad no creo. El cuate con el que estuviste tiene cara de ser amigo de la mala suerte, no de los polis.
     Salí cuando las anchas espaldas de mi presa aún eran visibles alejándose hacia el poniente. Dejé espacio entre los dos por precaución. Nadie puede andar con esa cara por el mundo si no se cuida las espaldas. Caminó hasta comenzar la subida hacia el parque de La Atalaya, deteniéndose en los bares, mirándolos como si estuviera evaluando la posibilidad de comprar uno para sus fiestas o como si fuera decorador de interiores y estuviera haciendo la crítica estética del aspecto de cada lugar y de sus pocos parroquianos a esa hora. Muchos bares estaban cerrados. Seguimos subiendo, el grandote a paso de marcha y yo zigzagueando con la lengua de fuera. La curiosidad tiene malas mañas, y me obligó a demostrarme de nuevo que mi condición física era un asunto del pasado. Llegamos al parque y el tipo con pinta de judicial miró sin interés el monumento de concreto que le hizo Chillida al horizonte y se dirigió a un restaurante ubicado en las alturas del Gijón antiguo. Yo me senté a descansar y recuperar el resuello.
     Un personaje así en estas latitudes era extraño. E impredecible. Uno sabe cómo juegan y a qué juegan esos tipos. Por eso ahorra para huirle de cuando en cuando al olor del miedo que despiden los charcos aceitosos de la ciudad más grande del mundo, como dicen con orgullo subnormal los pedantes. Agarra uno cuatro trapos, los mete en una maleta y se viene a jugar al primer mundo con asombro de ranchero seducido por el empedrado y las piernas de las mujeres, por las construcciones que datan de antes de la conquista de América y por el anonimato que da ser apenas exótico mientras uno no abra la boca. Pero quienes se cruzaban por el camino del ciudadano aquél no sabían la clase de sujeto que era. Esos tipos son su propia obra maestra de crueldad, se odian tanto que la furia se les desborda hasta abarcar todo el horizonte. Me daba miedo que no supieran que tenían que temerle y me daba más miedo que él, a su vez, supiera que ellos lo ignoraban.
     El cansancio y el hambre me dejaron dormido en el prado mientras pensaba en qué estaría buscando mi incómodo compatriota.

De comer bien, sí comen bien estos gachupines, ni pedo. Si tuvieran ron Bacardí Solera sería el país perfecto. Y las viejas se asolean sin ropa. De regreso cuesta abajo hacia el hotel me acerqué al edificio donde rentaban un departamento. Buenas paredes, éstas. Gruesas, para que no se oigan los gritos cuando uno se pelea o coge o le rompe la madre a alguien. Una señora de mediana edad se presentó como la dueña, me recibió dos meses de renta y me dio las llaves.
     —Hasta muebles tiene, qué chingón —murmuré.
     Me hacía falta una pistola. Pero a cambio me compré un cuchillo de aspecto feroz en una ferretería. Con eso ya me fui a las afueras, a los lugares donde decían que era peligroso andar. Me fui a enseñar mucho la esclava y el anillo, fingiéndome pedo. Si tenía suerte y un baboso me asaltaba, para la noche ya tendría pistola.

Desperté angustiado. El grandote no estaba ya en el restaurante. Ni en ningún lado. Tenía yo hasta la noche para preocuparme por él. Y por los dos jóvenes a los que buscaba.
     Uno huye de esos asuntos, pone tierra y mar de por medio. Si pudiera tiraría paredes, como si le faltara el aire. Pero hay cosas que lo persiguen obsesivamente a uno. Y hay que responderles como va. Aunque sea nomás porque debido al pasaporte uno se siente responsable.
     Lección uno: hay que rehuir la pelea. Si te atacan, corre. Si te persiguen, corre más fuerte. Si te alcanzan, trata de negociar. Si te arrinconan y te agreden... pelea sucio.
     Me fui al hotel. En mi maleta, entre dos pantalones de mezclilla y una camiseta de Café Tacuba estaba un revólver .32 de cinco tiros, igualito al que tenía en México. Una Colt que había sido un triunfo conseguir en España después de que me ofrecieron veinte modelos distintos de pistolas Star. Uno tiene sus amores. Aunque sea con pistolas. Y les es fiel hasta en lugares donde uno creería que nunca las va a necesitar.
     Lección dos: más vale tenerla y nunca usarla a necesitarla un día y no tenerla a mano. Paranoia funcional, única forma válida de seguir vivo hasta los cuarenta años en mi ciudad, la otra, el México que se me había venido a meter de regreso a la existencia.
     Tenía hasta la noche para seguir siendo insignificante. Tiempo suficiente para mover un poco mis contactos entre la multitid de jóvenes que poblaban el Gijón veraniego. Mis probabilidades de dar con Armando y Marilú antes que el grandote eran muy altas. Y la ventaja era que él no lo sabía.
     Antes de llegar al hotel me desvié para entrar en un bar subterráneo donde todos menos yo vestían de negro y todos, excepto yo, tenían 26 años o menos, y nadie, con excepción de un servidor, se llamaba Ricardo Martín y había matado a un expolicía y a un narcotraficante nomás por amor a una mujer que me perseguía en todas las mujeres que me encontraba, incluso a miles de kilómetros del lugar donde la mataron por estar en mal lugar y mal momento.
     El amor y la muerte, como en el caso de Gloria y su recuerdo, no tenían palabra de honor. Yo sí. Por eso, nada más por eso, tenía que vigilar de cerca al compatriotita y su cara de asesino jubiloso.

Ríos de gente navegando sobre rías de sidra bajo el río nocturno de la Vía Láctea. Ríos de carcajadas y oleadas de música de variado wattaje y estilística. Cuesta arriba hasta una plaza cuyo olor es una mezcla gloriosa de meados y alcohol. Mi disfraz llegaba hasta la ropa negra, incluida la amplia chamarra bajo la cual, en funda de velocidad, se acunaba confortable la pistola con nombre de cantina mexicana.
     En la plaza jóvenes sentados a la mesa de un bar, en las bancas, en el piso, bebiendo. Un plumón de aroma a hachís me golpeaba de cuando en cuando.
     En una mesa, juntos como dos botellas en una barra, estaban Armando Barreto, un joven de unos veinte años con cola de caballo y Marilú, la del pelo morado, tomando bebidas de colores desusados en vasos más pequeños que un caballito de tequila. Los rodeaba un grupo de jóvenes igualmente oscuros, igualmente beodos, taciturnos.
     Compré una cerveza y esperé la llegada del grandote sin nombre que seguramente pronto los encontraría. La cerveza se acabó muy pronto. El calor me daba sed. La segunda cerveza la bebí lentamente. No era la mejor idea estar borracho a la hora de la hora.
     Con el rabillo del ojo alcancé a ver la figura del cazador cazado. Esperó semioculto entre las sombras. Si Armando Barreto o Marilú eran mexicanos, lo reconocerían a cien metros.
     Pasaron los minutos y mi cerveza. Mientras evaluaba la conveniencia de una tercera cerveza la urgencia me golpeó en el vientre. El grandote se había deslizado hasta quedar detrás de Marilú. Se inclinó y le habló al oído a Armando.

Ni me olieron llegar. Suavecito caminé hasta ellos, puse la pistola en los riñones de la escuincla con pelo solferino y le dije a Armando.
     —Tu papá quiere que platiques conmigo. Si no quieres, le dejo ir un balazo a la flaca ésta. Y si hacen cualquier cosa que no me guste, también la plomeo. Tú dices.
     Se miraron. Estaban asustados. Se siente suavecito, suavecito, cuando se asustan. Como si fueran de uno y uno pudiera hacerles lo que quisiera. El chamaco intentó un breve instante heroico.
     —Hágame lo que quiera a mí, pero a ella déjela. No es parte de la bronca.
     —Es mi seguro de vida —le expliqué—. Para que no te hagas el chistoso. Tu papá está bien cabreado.
     —Tú no eres gente de mi papá.
     —Me llamó para este trabajito especial. Su gente es muy pendeja apra esto. Vámonos como buenos amiguitos. Y paga la cuenta, no quiero que nos sigan con ningún pretexto. Despídanse de sus cuates. Diles que ahorita vienen.
     Obedeció con bastante sangre fría el chavito. Se veía que, aunque no quisiera, tenía en las venas el agua helada del Jaguar de Badiraguato, su papá, el hombre destinado a ser algún día el capo del narco en todo México y Centroamérica. Hijo de jaguar, pos pintito.
     Nos echamos a caminar hasta el edificio donde me esperaba, calladito y a oscuras, el departamento donde había que hacer entrar en razón al hijo de El Jaguar.

El laberinto de las calles me hizo difícil seguirlos. Entraron a un edificio antiguo y tuve que esperar. Unos minutos después me acerqué al zaguán. Tenía una de esas cerraduras amables que se veían por todos lados. Cerraduras de ciudad tranquila. Un solo movimiento de las ganzúas y la cerradura dio una vuelta silenciosa. Se atoró. Era de dos vueltas. Volví a maniobrar con la mano derecha mientras empujaba el cilindro con la ganzúa del pulgar izquierdo. Otra vuelta. La puerta se abrió. Repetí el procedimiento en el departamento del que salían ahogadas las voces de los tres.
     —Tu papá está muy encabronado —estaba diciendo el grandote.
     —Me importa una chingada —respondió Armando claramente a través de la rendija que había yo abierto en la puerta.
     —No seas grosero o se me olvida que le prometí a tu papá no madrearte mucho. El negocio es muy sencillo. Aquí tienes un boleto de avión. Te vas para Madrid, conectas a México, tu papá te recibe en el aeropuerto, me llama por teléfono y suelto a tu vieja. Si tu papá no me llama, me la cojo y la mato o la mato y me la cojo.
     —¿Para qué me quiere allá mi papá?
     —Ya lo sabes: eres el heredero, no seas pendejo. Necesita a alguien en quien pueda confiar porque está a punto de ser el mero jefe, el más chingón. Y al rey de la montaña todos lo quieren chingar.
     —No me interesan los negocios de mi papá.
     —Pues te chingaste, como dijo el poeta. Te quiere en México y no le gusta que se le escapen así nomás.
     —¿Y si no voy?
     Un grito de Marilú fue la respuesta. Me escurrí por la puerta aprovechando la tensión. El departamento era muy pequeño. Tuve que cerrar cuidadosamente la puerta y dar dos pasos a la izquierda para ocultarme cerca de la cocina. El grandote me ayudó haciendo algo más que sacó un nuevo grito de la garganta de Marilú.
     —No te hagas el machito.
     Salí hacia la luz de la estancia sosteniendo en alto la .32. Primero me miró Armando, luego Marilú y, por último, el grandote. Intuyeron por dónde iba el asunto, porque el grandote soltó a Marilú y me enseñó las manos vacías.
     —¿Y tú qué pintas en este desmadre? —preguntó con los dientes apretados.
     —Vengo representando a la comisión de derechos humanos, pendejo.
     —Cuando regreses a México tu pellejo no va a valer un peso.
     —No te preocupes por mí. Preocúpate por ti. —Me volví a los muchachos que me miraban con una mezcla de asombro y temor—. A ver, tú, niña, lánzate por la policía.
     Ella se volvió a ver a Armando.
     —¿La policía? —preguntó temblorosa. Los ojos muy abiertos le daban un aspecto de desamparo.
     Pausa. Armando lo pensó antes de responder:
     —Nada de policía. Te doy lo que quieras si te lo echas ahora mismo —me dijo refiriéndose al grandote.
     La pistola me tembló en las manos. Esto no estaba en el guión.
     —No soy asesino a sueldo.
     —Diez mil dólares —dijo fríamente Armando Barreto. La sorpresa en el rostro de Marilú encontró espejo en mi rostro. Armando nos miró alternadamente—. Veinte mil.
     —¿De dónde sacas tú veinte mil dólares? —pregunté más por hacer tiempo que por interés en el dinero. El muchacho atemorizado era de pronto un trozo de acero helado.
     —¿Qué te importa? Mi papá es un pendejo que quiere acabar como “Caracortada” en la película. Se siente el héroe del narco. Yo tengo otros planes y tengo con qué respaldarlos.
     —Tú no tienes ni veinte pesetas encima —me burlé.
     Armando Barreto me mostró la mano abierta. Lentamente la metió en el bolsillo y sacó con dos dedos cuatro billetes de a mil dólares.
     —¿Por qué no se los ofreciste a éste —pregunté señalando con la cabeza al grandote.
     —Porque no me diste tiempo —respondió Armando.
     Estaba yo en una película distinta a la que me había pasado en la cabeza desde el momento en que descubrí que el grandote buscaba a un chamaco mexicano y su novia española.
     —Me hubiera yo ido. En chinga —aseguró el grandote—. Le digo a tu papá que no te encontré y le regreso su anticipo.
     —¿Anticipo? —pregunté.
     —Soy detective privado. El papá de éste me pagó para que lo encontrara y lo llevara de regreso a México.
     Lo que me faltaba: que los hijos de la chingada ahora se metieran a detectives privados.
     —¿Por qué no acudir a la embajada, a la Interpol? —pregunté de nuevo. Uno se vuelve demasiado preguntón con los años.
     —Porque mi papá es el Jaguar de Badiraguato —sonrió Armando con diversión cruel—. Ni modo que Míster Narco vaya a levantar un acta al Ministerio Público.
     Otra pausa. Armando aumentó la apuesta:
     —Te doy los veinte mil dólares y a esta vieja. —Los ojos de Marilú se abrieron aún más. Supongo que los míos también.
     Ella trató de protestar. Armando le soltó un bofetón, carne restallando sobre carne.
     —No te hagas —la regañó—. Si ya estabas lista para empezar a putear por mí.
     Me hubiera dado vuelta en ese momento dejándolos solos con sus líos a no ser porque era obvio que Marilú todavía no estaba lista para graduarse a la posición de pupila del proyecto de chulo importado que era el hijo del narcotraficante. Era obvio: Armando quería hacer su propia carrera, lejos del narco, de tratante de blancas, morenas, negras, amarillas y alguna verde para un cliente con perversiones originales. Negocio más seguro. Lo otro que me impidió huir fue que el grandote se movió ágilmente. De algún lado sacó una Star de nueve milímetros y disparó hacia donde estaba yo. La bala me mordió la chamarra negra entre el brazo y el pecho, a la altura del corazón. Me escondí de nuevo tras la pared y lancé la .32 en dirección a Armando Barreto.
     De lo perdido, lo que aparezca es bueno, dicen en mi tierra. Lo que oí fue exactamente lo que el instinto me dijo que podía yo oír.
     —Deja eso, pendejo —gritó el grandote.
     —Aquí te mueres —dijo Armando Barreto.
     Dos tiros que sonaron casi como el mismo. Un redoble minúsculo. Dejé pasar tres segundos antes de asomarme. Dos charcos de sangre empezaron a crecer hasta confundirse. A la distancia que estaban, el grandote y Armando Barreto no podían fallarse. El muchacho iba a matar fríamente al grandote, y éste disparó muy a su pesar para tratar de salvar el pellejo.
     Así me lo contó Marilú más tarde, con los ojos todavía muy abiertos. Logré que saltara la sangre y salimos del departamento a la oscuridad de las escaleras antes de que la gente alborotada alrededor acabara de llamar por teléfono a la policía y se sintiera con arrestos para asomar las narices fuera de sus departamentos.
     Extraño mi pistola. Deveras que no es fácil conseguir una Colt .32 de cinco tiros en España.
     Ahora, bajo el brazo izquierdo, en vez de la dureza de la pistola en su funda sobaquera tengo la suavidad del brazo de Marilú.
     Ella dice que se me debería quitar el hábito de hacerle al héroe.
     Yo le digo que sí, algún día, y la beso seguido y le canto boleros. Pero mientras, alguien tiene que hacerle al héroe, alguien tiene que mantenerse firme, alguien tiene que tener palabra de honor.


México-Tenochtitlán
Mayo de 1997
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