12/23/09

El rostro

Hace ya muchos años, en el muro de un taller mecánico de la Ciudad de México apareció una pinta o grafitti que me llamó poderosamente la atención. De ella y de la forma de ser o vivir (o morir) de las bandas que por entonces recorrían la ciudad, nació este cuento que se escribió entre 1989 y 1990 y se publicó en 1991 en la colección Escenas de la realidad virtual publicada por Editorial Claves Latinoamericanas en 1991. Y sí, el grafitti en plena ciudad de México sí decía "Stop making sense". 


EL ROSTRO
Mauricio-José Schwarz


UNO
El rostro estaba delineado en negro, posiblemente con aerosol. Representaba a un hombre cuyo negro cabello en pico de viuda parecía peinado con espesa brillantina, la nariz estaba dibujada desde otra perspectiva que el resto del rostro, deforme –más como interesante aproximación de estilo que por estar rota–, las mejillas llenas no daban impresión de obesidad, sino de satisfacción, y la imagen general miraba al espectador con expresión de interés. Los toques de color estaban amorosamente aplicados: rosa en los ojos (¿dormido, mariguano, cansado, o todo eso junto?), y rojo en la boca, carnosa y apretada como un botón de flor, inclinada en una semisonrisa sarcástica. La imagen hacía recordar igualmente una esquemática caricatura de Orson Welles como el Ciudadano Kane o al perro Pupp de la segunda época de la historieta "Krazy Kat".
     Aunque podía ser otra cosa totalmente, ésa era la imagen que del rostro se había forjado Ernesto, la que recordaba en las sesiones de insomnio sudoroso.
     Como un predador nocturno y paciente, el rostro había ingresado en su vida. Cuando Ernesto se percató de su presencia en su memoria, ya era un hecho establecido, un icono que no tenía las cortantes aristas de los recuerdos nuevos, sino que se percibía desgastado por el paso de las ideas a su alrededor. Como una memoria infantil. Como algo repensado y recreado hasta suavizar su realidad para poderlo jugar en el terreno de lo ficticio, simulador de lo imaginario.
     La impresión era tan clara que pasó un par de días después de que tomara conciencia de este usurpador del recuerdo para que Ernesto descubriera que no era una colección de trazos imaginados por él, sino un dibujo real, que habitaba en la barda descascarada de un terreno baldío frente a la cual él había pasado casi cada noche durante los últimos seis meses. En algún momento de ese lapso, había sido pintado por algún chavo banda con influencias de Orozco o Warhol. Cabía igualmente la posibilidad de que siempre hubiera estado ahí, acechando, sonriendo a la espera de Ernesto. Jamás pudo recordar cuándo lo había visto por primera vez, pero al mirarlo detenidamente supo que había ocurrido tiempo atrás. Fue entonces cuando vio también –estaba seguro que por vez primera– una frase al lado del rostro. Era de letras cuadradas y estaba pintada en verde más oscuro que la pared. ¿Por qué no la había visto antes? Eran tres palabras en inglés

STOP MAKING SENSE

y Ernesto supo que no se sentiría tranquilo hasta averiguar el significado de las tres palabras. ¿Y por qué estaban en inglés? ¿Y por qué estaba siquiera el rostro ahí? ¿Y por qué, pese al cuidadoso trabajo en las facciones la camisa estaba inconclusa, como si el artista hubiera sido sorprendido por alguien, o como si hubiera decidido que en realidad lo importante era esa cara? Muchas preguntas estaban listas a ocupar las horas de vigilia y de sueño de Ernesto.


DOS
Nuevamente el rostro lo perseguía, diciendo

STOP MAKING SENSE

No lo decía, de hecho, sino que formaba las palabras con la boca sin que de ella surgiera un solo sonido. Y luego, los rojos labios formaban otras palabras: "Deja de ser razonable", "Ya no seas coherente", "Deja de tener sentido", "No seas cuerdo" y otras frases, todas ellas posibles traducciones de las tres palabras en inglés, aunque ninguna, según Leyton, su amigo australiano, transmitía el sentimiento exacto expresado en el clamor

STOP MAKING SENSE

Eran las cinco de la tarde y sobre el escritorio de Ernesto los papeles, la calculadora y los lápices no habían cambiado de lugar. El sol daba directamente sobre el cenicero en que descansaba el cigarrillo. Mirando el humo azul fluyendo a través de la luz, creyó adivinar en él los trazos del rostro. Cada noche, desde su descubrimiento del dibujo real, había pasado junto a la barda, observando intensamente el grafito en su superficie pero sin detenerse para examinarlo. Cada vez estaba seguro de que recordaba con exactitud el rostro, pero a los pocos minutos los contornos del recuerdo se habían vuelto imprecisa aunque la sensación  su mensaje oculto seguía siendo intensa y clara.
     Ahora su mano hizo lo que él sospechaba desde tiempo atrás que finalmente haría. Tomó un lápiz y en el anverso de unas hojas empezó a tratar de recrear la imagen que lo acechaba. Una y otra vez pensó o deseó estar en el camino correcto y una y otra vez descubrió que las líneas que su mano formaba no se asemejaban ni lejanamente al rostro de la barda. Pasaron las horas y las páginas.
A las nueve de la noche, agotadas las hojas y desbordante la desesperación, Ernesto arrojó el lápiz y antes de salir notó con poco interés que había emborronado, por detrás y por delante, todos los documentos a su alcance, incluyendo papeles de suma importancia en la oficina. No se preocupó por los problemas que ello le traería después.  Al salir de la oficina decidió dejar el auto y echar a andar hasta su casa. Dijo en voz alta algo acerca de cuánto le hacía falta el ejercicio, aunque sabía que todo lo que buscaba era examinar, tan minuciosamente como fuera posible bajo la luz de sodio, el dibujo del rostro.


TRES
La boca brillaba con una luminiscencia propia. La media sonrisa torcida parecía titilar bajo la luz amarillenta. El letrero acechaba con el filo agudo de sus letras angulares. Desde una cuadra atrás, Ernesto adivinó los trazos y se preguntó una vez más si la técnica era brocha o aerosol. Se detuvo junto al árbol que tapaba a medias la luz y se quedó varios minutos absorto en la contemplación del icono urbano que lo acosaba.
     Voces y un siseo. Ernesto volvió bruscamente a la realidad. Cruzando la calle, seis o siete muchachos ataviados en una abigarrada variedad de mezclilla y ropa negra se arracimaban contra otra pared. Del centro del grupo surgía el ruido: la tinta azul de un bote de esmalte en aerosol que protestaba ante la violencia del gas que lo arrojaba hacia el muro. El jovencito que blandía el bote pintaba como poseído, animado por el grupo, especialmente por una muchachita de no más de quince años. La corta falda de plástico imitación piel, la desgarrada camiseta negra, las botitas a la altura del tobillo, las medias negras y el maquillaje la hacían despedir un aire de sexualidad entre inocente y perverso que era imposible dejar de percibir. Mientras gritaba, animando al artista del graffiti, se balanceaba con un ritmo pélvico que disparó escalofríos al interior de los muslos de Ernesto.
     El muchacho que pintaba estaba vestido de modo menos extravagante pero claramente eficaz en la eventualidad de una pelea: ropa muy ceñida, camisa delgada, botas toscas, brazaletes con estoperoles cuya sola apariencia anunciaba que no eran sólo adornos, sino sólidas armas. Con la facilidad que da una larga experiencia, manejaba la lata con amplios trazos que marcaban en la pared, con la precisión de un esténcil

FUNK PUNK SAN MARTIN

en rasgadas letras adornadas con extraños símbolos. Luego, en breves trazos plasmó una gorda rata. La calidad del resultado, en rojo furioso, era de una caligrafía muy superior a la de la solicitud

STOP MAKING SENSE

pero el dibujo del roedor era de una pobreza lamentable al compararlo con el rostro que ahora la contemplaba calle de por medio.
     Ernesto experimentó una mezcla de sensaciones encontradas que lo inmovilizaron durante unos instantes. Deseaba que la banda que marcaba su territorio a pocos metros de él fuera la responsable del rostro, y a la vez el ver con certeza que su estilo era completamente distinto le causó un gran alivio. Como un niño curioso, deseaba y no develar el misterio. Luego el pánico lo cubrió como un aceite frío. Se dio cuenta de que su posición ahí, de noche, en una calle solitaria y con una pandilla de la cual sólo sabía que se hacía llamar

FUNK PUNK SAN MARTIN

era sumamente comprometida e incómoda. Peligrosa.
Se repegó al tronco del árbol, tratando de perderse en la áspera corteza, luchando porque lo absorbieran las mismas sombras que ocultaban la angustiosa petición

STOP MAKING SENSE

y que así su cartera y su reloj, sus plumas e incluso las llaves de su apartamento no tuvieran oportunidad de tentar a los jóvenes que tan amablemente habían traído una rata –por mal dibujada que estuviese– para hacerle compañía al rostro en las noches de lluvia que se avecinaban.
     Pasaron largos minutos. El siseo disminuyó y el muchacho delgado y sólido bajó el bote de aerosol y se alejó para contemplar su obra, con la satisfacción del artista. Al mismo tiempo, su postura, las piernas abiertas, la pelvis adelantada, la mano en la cintura y la mandíbula enhiesta lo revelaban como algo más: el líder de la manada, un hijo de la noche que mostraba el camino a sus seguidores.
     Los comentarios se desgranaron, dirigidos por uno que evidentemente era el segundo de a bordo del jefe y cuyas facciones lo señalaban como el encargado de los trabajos sucios, compitiendo por adular a la figura. La chica se acercó y lo besó hambrienta, rudamente, antes de arrancarle el bote y agregar su parte a la obra, como corresponde a la consorte del jefe. En letras de tamaño discreto pero con trazos agresivos y seguros, terminó el mural con las palabras: "Ojetes los Chak's". Nuevas alabanzas, discretas, surgieron del grupo para alimentar al jefe y su compañera. Un observador menos atemorizado que Ernesto habría notado que en la actitud del segundo en el mando, un joven extremadamente alto y delgado, rematado con un desproporcionado copete mal decolorado hasta darle un tono rubio pastoso, revelaba que además de la aprobación del jefe, existía en él la semilla de la rebelión. Los aplausos disminuyeron. Luego, la breve multitud empezó a moverse con intención de cruzar la calle, en dirección a la figura de Ernesto. Temió que lo hubieran visto y se acurrucó aún más contra el árbol, intentando a la vez parecer despreocupado, sin mirar a los jóvenes.
     El jefe de la banda, sin embargo, echó a andar en otra dirección, sin decir palabra. Como una mancha de peces, sus protegidos y adoradores giraron para seguirlo. Segundos después, Ernesto reunió el valor suficiente para atreverse a abandonar el oscuro y frío cobijo del árbol y, luego de una ojeada fugaz al rostro, echó a andar hacia su casa apretando los puños para evitar el temblor que lo invadía. No bien alcanzó la esquina, unas voces juveniles rebotaron por las paredes hasta alcanzarlo.
     Se escabulló sudoroso y esperó. Otro lapso increíblemente largo pasó. Las voces se acercaron, subiendo de volumen, amenazándolo con su sola existencia. Temió que lo hubieran visto, que se estuvieran preparando para asestar el golpe. Ernesto supo exactamente lo que siente el ciervo elegido por el leopardo.
     Las voces dejaron de acercarse. Murmuraban a un volumen sostenido, deliberando. La curiosidad empezó a tirar de los pies y la cabeza de Ernesto hasta que finalmente se atrevió a echar una ojeada.
     La banda había vuelto.
     Los reconoció por las piernas de la muchacha. Estaban frente al rostro y lo miraban haciendo comentarios que no alcanzaba a identificar. Pero los tonos de voz eran inconfundibles: estaban molestos.
     El falso rubio se volvió hacia la pareja formada por el jefe, sonriente, y la joven que lo abrazaba intensamente sin ser correspondida. Primero deslizó la mirada por ella y luego se volvió a él, extendiendo la mano. El jefe le entregó el bote de pintura aparentemente sin darse cuenta, como lo pensó no sin vergüenza Ernesto, que el fiel subordinado soñaba con eventualmente sustituirlo al frente del grupo y entre las piernas de la muchacha. La alta figura se adelantó hacia el rostro empuñando el bote.
     Lo agitó y oprimió el botón, disparando al aire, y descubrió con furia que estaba casi vacío. El siseo era débil, agonizante. Como fuera lo dirigió a la pared e hizo unos breves movimientos.
     Ernesto sintió que le faltaba el aire. Algo le dolió en el pecho.
     De nuevo la bandada echó a andar, ahora hacia Ernesto. Le indignaba la cicatriz, cualquiera que fuese, que le hubieran causado al rostro. Y hubiera estado seguro entonces de que el anónimo pintor pertenecía a los Chak's, todos ojetes según Funk Punk San Martín, a no ser por lo que escuchó cuando pasaron a pocos metros de él, sin verlo ahí, congelado en su furia, escudriñando sus juveniles caras.
     –Y si vemos una pinta de los Chak's, ya saben –rió el líder.

CUATRO
El daño era menor. Aunque en realidad eso dependía del punto de vista. Se trataba sólo de dos pequeños colmillos.
     A Ernesto le parecieron casi insoportables. Apreció que el enigmático rostro conservaba sus características de lejos, pero al acercarse uno descubría los colmillos y entonces dejaba de parecer una ingeniosa caricatura de Orson Welles o el perro Pupp para convertirse en un desgarbado vampiro, un Drácula de barriada sin imaginación, sin gracia alguna, que nada tenía en común con el letrero que lo acompañaba.
     Ernesto no fue a trabajar al día siguiente del atentado.
     Después de ver el dibujo profanado, se dirigió a su casa, reunió todo el papel disponible en su casa y empezó a dibujar. Nuevamente las líneas se le escapaban, las formas no permitían que las atrapara. Varias veces, cuando sintió la íntima seguridad de estar en la senda correcta y su mano se movía como poseída, sufrió enormes desilusiones. Cuanto más urgencia sentía de imitar al dibujante, fuera quien fuera, menos capaz era de replicar ese fluir que era indispensable conservar para la posteridad, lavando la afrenta al rescatar la esencia misma del rostro.
     Al amanecer ni siquiera se le ocurrió conseguir más hojas de papel para continuar el empeño con que había agotado las que tenía en casa. Su pulgar, su índice y su dedo medio rezumaban un líquido espeso por las ampollas que se había hecho y reventado durante la noche. Durmió un par de horas, sin descansar.


CINCO
No pensó en ir a trabajar. Obtuvo más papel. Se vendó torpemente los dedos. Siguió intentando dibujar el rostro todo el día.


SEIS
Al cabo de tres días de fracasos, el departamento de Ernesto estaba cubierto por una espesa alfombra de hojas de papel de todos colores, rayadas, cuadriculadas, lisas, perforadas, arrancadas de sus cuadernos, arrugadas o desmenuzadas durante sus frecuentes arranques de frustración. El teléfono, descolgado desde el primer día después del atentado, insistía en su cacofónico aviso de línea ocupada. Aquí y allá, platos con restos de los más inverosímiles platillos, preparados a fuerza de pura necesidad, se agazapaban, cubiertos de colillas y ceniza, tras vasos sucios y botellas de refresco. Ernesto echó una desconsolada mirada al desastre hogareño, sin notarlo, y se dijo sin convicción que debía salir a la tienda.
     Su camisa era un muestrario de restos de sus alimentos y un resumen de su creciente frustración. No se había cambiado desde el día del destrozo. Se puso un suéter para disimular la suciedad y salió. Se dijo que al menos tenía suficiente dinero para soportar algunas semanas, pero no se preguntó para qué, ni mucho menos qué haría después.
     Caminó hasta la tienda con rapidez furtiva, como si tuviera prisa de volver antes de que su madre descubriera que había dejado sobre su cama la fotografía de una mujer desnuda. Habitualmente compraba sus cosas en un pequeño autoservicio con una sola caja que estaba a sólo dos calles de su departamento. Esta vez agradeció que, además, estuviera en dirección opuesta al rostro. No deseaba volver a verlo así, mutilado, degradado, carimarcado.
     Tomó algunas latas, pan y refrescos y se dirigió a la caja. Elena, hija de los dueños y cajera ocasional lo saludó con familiaridad y empezó a marcar los artículos en su máquina.
     –Oiga, estas latas no traen el precio. ¿Me espera un momento? ¡Julio!
     Ernesto trató de mostrarse paciente, a sabiendas de que su aspecto no haría sino destacar cualquier actitud extraña que adoptara. Un muchachito se aproximó desde las profundidades de la bodega.
     –Búscate el precio de estas latas allá, frente a los vinos–le indicó la muchacha entregándole las tres latas y se enfrascó en la contemplación de un exhibidor de dulces, sin interés en conversar mientras esperaban.   Ernesto, por su parte, tampoco deseaba hablar. Esperó el regreso del ayudante.
     –Ninguna tiene precio –informó el muchacho devolviendo las latas.
Ernesto lo vio y sintió que lo sumergían en agua helada. Era el líder de Funk Punk, la punta de la madeja en cuyo centro reposaba el responsable de la destrucción del rostro.
     –¿Me espera un momentito, señor? –dijo la cajera–. Mi mamá tiene la lista allá atrás. Es que son nuevas y acaban de llegar.
     La cajera se alejó sin esperar el asentimiento de Ernesto, quien seguía con la mirada al muchacho. Vestido con un pantalón de mezclilla, tenis y camisa a cuadros, y peinado de modo por demás común, no tenía el aspecto seguro y amenazador que lo había identificado la noche anterior como jefe de la tropa. Era ni más ni menos lo que uno esperaría que fuera un dependiente de tienda de abarrotes. Y sin embargo, Ernesto lo sabía bien, era un camaleón a quien las sombras de la noche transformaban. Dócil, acaso servicial en el día, al faltar la luz extraía de las profundidades de su historia toda la rudeza, la sabiduría, la fuerza y el tacto para metamorfosearse en conductor de hombres.
     Ernesto hizo un esfuerzo consciente por contenerse. No debía hacer nada por el momento. Si deseaba cobrar su presa, debía acechar con paciencia. Con dedos tensos abrió uno de los paquetes de cigarrillos que había tomado y encendió uno.
     Cuando Elena volvió con los precios de las latas, una presencia dentro de él, hasta entonces ignorada, le empezaba a decir lo que debía hacer.


SIETE
Al salir de la tienda a las siete, el Julio nocturno, en cuero, metal y mezclilla muy pegada, el pelo peinado hacia arriba, los pulgares en los bolsillos y los movimientos displicentes y felinos, no se fijó en el hombre que esperaba fumando en la oscuridad de su auto. Esa tarde, Ernesto había vuelto al edificio donde se hallaba su oficina sólo para sacar el vehículo casi clandestinamente. Luego de algunos preparativos más sintió que estaba listo para llevar a cabo lo que empezaba a considerar su misión.
     Siguió a Julio un buen rato, hasta llegar a una parada de autobús, pero el joven no se detuvo. Dio vuelta en una pequeña calle y avanzó varias cuadras hasta llegar a un edificio que parecía deshabitado. Entró a él confiadamente. Ernesto sintió que su posición era, como algunas noches atrás, sumamente comprometida. Su mano derecha rozó primero y apretó después en el interior del bolsillo de su chamarra el metal del pequeño revólver .22 que había limpiado y cargado esa tarde, el obsequio que siempre había querido devolver a su hermano y que había dejado enmohecerse en un cajón durante varios años. Luego su mano fue al bolsillo y tocó la pequeña navaja. La sacó y la abrió varias veces antes de devolverla a su sitio. No se sentía tan vulnerable en realidad.
     A los pocos minutos, dos muchachos más entraron al edificio, seguramente miembros de la banda aunque Ernesto no pudo identificarlos. Sólo recordaba claramente al líder, al delgado profanador y, por supuesto, a la muchachita.
     En los siguientes quince minutos entraron otros tres jóvenes al edificio. Desde el auto, Ernesto pudo ver que eran muy jóvenes, acaso ninguno superaba los dieciocho años. Luego pasó otra media hora sin que llegaran ni la muchacha ni el arribista del copete. A ratos se revolvía incómodo en el auto, encendiendo los cigarrillos debajo del tablero temeroso de que, desde el oscuro interior de lo que sólo podía llamar guarida, lo estuviera vigilando a su vez.
     La puerta del edificio se abrió y los miembros de la banda empezaron a salir, sin tomar ninguna precaución, seguros de sí mismos. El desfile lo iniciaba el líder, tras él la presa de Ernesto, la muchachita y los cinco que habían entrado. Sin duda la chica y el mutilador ya estaban adentro cuando Julio y él llegaron. Desde el auto y con la ventanilla cerrada, no alcanzaba a escuchar lo que decían, pero era evidente que el falso rubio y Julio discutían. La consorte, de nuevo vestida con falda brevísima pero ahora mucho más inquietante merced a las medias caladas y la camiseta muy corta, sin chamarra, se veía turbada. El resto de la banda los seguía a respetuosa distancia.
     Ernesto leyó los movimientos de los tres jóvenes cuerpos. Se acercaba un momento de decisión.
     Julio dio media vuelta ignorando lo que el muchacho delgado decía y se enfrentó a la muchachita. La tomó del brazo y gritó algo señalando hacia el traidor del copete.


OCHO
Era tan claro para Ernesto como si los estuviera escuchando. Una historia antigua, pensó: el camino al poder con frecuencia pasa por el lecho –o su equivalente– del poderoso. El muchacho delgado había cuando menos intentado intimar con la pareja del jefe. Acaso ya estaban juntos desde tiempo atrás. Como fuere, Julio lo había descubierto y ahora reclamaba. Estaba perdiendo la calma, algo que los seguidores no suelen ver con agrado en su líder.
     La muchachita negó con la cabeza. Su boca formó un NO largo y agudo que alcanzó a colarse al interior del auto de Ernesto. Julio la abofeteó con la mano izquierda sin soltar la garra con que aprisionaba el desnudo brazo.
     Le tocaba mover al flaco. Era su oportunidad para destronar al rey defendiendo a la muchacha con éxito. Si no actuaba de inmediato, quedaría en evidencia ante todos. Quizá incluso sería golpeado y expulsado del hato.
     Saltó poderosamente sin gritar, tratando de sorprender a Julio, que seguía increpando a la muchacha. Pero los jefes de la manada no lo serían si no tuvieran instinto, y Julio exhibió el suyo haciéndose a un lado ágilmente, arrastrando con él a la muchacha para evitar que su retador cayera sobre ella. Punto a su favor. Su movimiento se hizo circular. Soltó el brazo de la chica y giró sin interrupción hasta que su pesada bota derecha se estrelló en el muslo del flaco, que se esforzaba por recuperar el equilibrio.
     Ernesto abrió violentamente la puerta y saltó al pavimento. Los cinco espectadores se volvieron a él, no así los combatientes ni su dama.
     –¡Suéltalo! ¡Es mío! –rugió Ernesto cruzando la calle. Ahora los veía con claridad. Apreciaba los mínimos detalles de los rostros, prematuramente endurecidos, que no alcanzaban a percibirlo como una amenaza.
     Ernesto se llevó la mano derecha al bolsillo del pantalón sin pensar y sacó la navaja. Con ello logró evocar una auténtica reacción en los muchachos, que se desplegaron en semicírculo. Ernesto cargó contra el que se hallaba al extremo, un joven moreno con la cabeza casi rapada, y lanzó una cuchillada que el joven esquivó con gracia.
     Nadie más se movió. Ernesto parecía un demente poco peligroso que uno solo de ellos podía controlar sin dificultad. Tal vez lo asaltarían y celebrarían al triunfador del otro combate. Disfrutaban, sin duda, la doble función que inesperadamente se les ofrecía a la débil luz del único farol disponible.
     –¡Quiero a ése! –empezó a explicar Ernesto señalando hacia la masa de brazos y piernas que se retorcía a pocos metros de él, en el suelo, en la sorda lucha de Julio y el aspirante al trono. El falso calvo no le hizo caso y empezó a dar saltitos laterales, buscando un hueco por el cual colar una patada.
     Ernesto recordó alguna película de pelea con navajas y empezó a pasarse el arma de una mano a otra, siguiendo el ritmo de los saltos de su oponente. Una oportuna patada hizo que la navaja saliera volando de su mano izquierda.
     Uno de los muchachos tras él lanzó una risita. La mano de Ernesto reverberaba como cuando uno golpea una superficie rígida con un palo que estuviera empuñando con fuerza. Casi había olvidado la pistola.
     Llevó la mano derecha al bolsillo de la chamarra. Ante el movimiento, dos de los muchachos reaccionaron y trataron de sujetarlo por detrás. Pero la mano ya se había cerrado cómodamente en la cacha del revólver y el índice recorría el guardamonte, buscando el gatillo.
     Las manos que sostenían su brazo derecho tiraron de él con fuerza al momento que su dedo hallaba la curva de metal. Desde el bolsillo de su chamarra la amenaza se cumplió explosivamente. El calvo lo miró sorprendido y bajó los ojos a su pierna, donde empezaba a formarse con rapidez una mancha oscura sobre la tela deslavada. Un golpe desesperado sacudió la nuca de Ernesto y las manos lo soltaron.
     Giró, levemente aturdido, al tiempo que sacaba la pistola del bolsillo. Los muchachos huían velozmente. Mientras tanto, el aspirante al trono trataba de soltarse de las firmes manos de Julio. La muchachita gritaba, tratando de protegerse tras el poste de luz, sin decidirse a huir abandonando a sus dos pretendientes.
     –¡Imbécil, nos van a matar! –aulló el flaco. El pastoso copete, empapado en sudor, le ocultaba ahora completamente el ojo derecho. Julio no pareció oírlo. Con un rápido movimiento le soltó la camiseta, lo golpeó en la cara y volvió a apresarlo.
     –¡Suéltalo, dije! –ordenó Ernesto extendiendo el arma. Julio lo miró con extrañeza, quizá reconociéndolo. Aflojó los músculos liberando al flaco. Éste se incorporó lentamente.
     –Asesino –murmuró Ernesto siguiéndolo con el cañón del pequeño revólver.
     –¡Qué? ¿Asesino? ¡Yo no hice nada! –dijo en jadeos entrecortados el flaco, mirándolo con un ojo izquierdo desorbitado.
     Julio sólo se movió para apartarse de su rival. Este siguió incoporándose mientras protestaba su inocencia. La chica gritó con más fuerza.
     –El rostro –articuló cuidadosamente Ernesto a modo de explicación. Por un momento recordó una época lejana de su vida en que no había rostro alguno en la pared, ni una súplica en esmalte verde

STOP MAKING SENSE

acechando a los transeúntes. Pero el rostro se volvió a formar en la pantalla de su memoria, el negro cabello, los ojos, la boca roja, los colmillos agregados por la mano criminal del vago que retrocedía ante él, las palabras casi bíblicas. Tiró del gatillo. El destello que escapó por la boca del arma brilló en plenitud y el ensordecedor ruido se continuó en el grito de la muchachita. Ernesto y el arma se volvieron a mirarla. Toda la furia que le causaban la falda, las medias, el largo cabello negro y la extraña atracción y entrega hacia los dos pandilleros, se agolpó en su dedo. Tiró nuevamente del gatillo. Una mano le aprisionó el tobillo haciéndolo perder el equilibrio. Julio, el líder, luchaba aún por su pareja. El joven se lanzó sobre Ernesto y recibió un tiro en la garganta.
     Ernesto se puso de pie. El flaco se retorcía en el suelo, sollozando con las manos en el abdomen. Ernesto se acercó a él y disparó de nuevo, buscando el corazón, pero el rubio no pareció darse cuenta de que otra bala lo había tocado. Ernesto le dio vuelta con la mano izquierda, apoyó la pistola en su pecho y disparó de nuevo.
     Mientras Julio se ahogaba en su propia sangre y el flaco dejaba de convulsionar, Ernesto se dirigió a la muchacha. Estaba sentada en el suelo, llorando como una niña, con las manos sobre el rostro. Entre sus dedos fluía un líquido oscuro y brillante. Ernesto pensó que quizá le había disparado en un ojo y puso el cañón contra la suave frente. Tiró del gatillo. El cilindro vacío sólo produjo el seco chasquido del percutor.
     La idea de huir no cruzó por su mente. Se sentó junto a la muchacha y, sin preocuparse por el continuado grito que salía de la boca semicubierta por las manos, le puso un brazo alrededor de los hombros y empezó a balancearse con ella, arrullándola con suavidad.


NUEVE
La policía llegó eventualmente. La muchacha, herida tan sólo en la mano izquierda, apenas pudo explicar lo ocurrido luego de varios minutos. Los demás miembros de la banda, incluido el muchacho con la pierna herida, habían desaparecido por completo.
     Golpearon a Ernesto. Le aseguraron a la muchacha que su castigo sería proporcional al daño causado. Lo llevaron a los separos de la delegación.
     Ernesto no estaba seguro del todo si había lavado a plenitud la afrenta cometida contra el rostro. Sus ideas no fueron completamente claras durante los siguientes días, mientras era interrogado y el juez le dictaba auto de formal prisión.
     Volvió a la realidad cuando lo dejaron en una celda en el reclusorio. Junto al retrete, numerosas anotaciones y dibujos daban fe de las opiniones, angustias, deseos y burlas de los anteriores ocupantes del lugar.
     Entre los dibujos obscenos y los torpes apuntes, Ernesto descubrió un rostro delineado en negro que representaba a un hombre peinado con espesa brillantina, el pelo en pico de viuda, la nariz chueca, rosa en los ojos y rojo en la boca, que hacía recordar igualmente una esquemática caricatura de Orson Welles como el Ciudadano Kane o al perro Pupp de la segunda época de la historieta "Krazy Kat".
     Junto, un letrero sugería

STOP MAKING SENSE

México–Tenochtitlán, 1989–1990.

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