Eduardo Mosches, editor y promotor cultural argentino (o, para ser precisos, argenmex) me llamó por teléfono preguntando si tendría yo algún cuento sobre baile, para incluirlo un número especial de danza que estaba preparando para su revista Blanco Móvil. No lo tenía, pero había pensado algo sobre baile en gravedad cero y en el ciberespacio, de modo que era la oportunidad ideal de escribirlo. Apareció en la revista de Eduardo y posteriormente fue incluido en mi colección de cuentos Más allá no hay nada publicada por la Universidad Autónoma Metropolitana.
ARABESCO INMÓVIL
Mauricio-José Schwarz
Almudena doliente en la cama. Almudena doliente bailando.
Repiqueteo de tacones que convierten a la madera en instrumento, feria de percusiones, sorda marimba bombardeada. Silencio mientras una pierna se asoma entre los vuelos de la falda, coqueta, perfecta, muscular, apoderándose del primer plano, del escenario todo, bebiéndose la luz que marca un círculo sobre la mujer y su color.
Almudena sobre la camilla, debatiéndose entre el dolor y el horror, mirando sin querer mirar la mancha roja que se extendía por la sábana, goteando vida abandonada por el suelo.
No hay engaño que no pueda convertirse en realidad si pasa por la mano del artesano. La mentira anunciada, promovida, conocida, puede alzar el vuelo. Mentira son los personajes de la tragedia griega, que en acabando el llanto y la muerte bajan del escenario y se convierten en simples actores aficionados al vino y a la música de las flautas. Mentira son los músicos de cuadritos pintados por el malagueño. Mentira las penurias del diminuto vagabundo que se mueve espásticamente en los filmes de Chaplin. Mentira el vuelo fingido de las bailarinas sobre las puntas, imaginándose cisnes envueltos en tul.
Mentira era Almudena. Mentira nueva inventada a dueto por el Charro, que según ella se parecía a Jorge Negrete hasta en las pestañas, y el Tiburón, que hubiera dado una pierna por la gloria de parecerse a Gardel, pero que tenía aspecto entre de matón de la mafia y de dueño de una pizzería.
Mentira que bailaba de cuando en cuando en las dimensiones igualmente falsas del espacio virtual, en las imágenes y sonidos que corrían por las líneas telefónicas y saltaban ágiles de satélite en satélite para reconstruirse en las pantallas y las bocinas de las computadoras que tapizaban al planeta.
Una Almudena tan real que invitaba a tocarla, que parecía despedir su propio aroma feral aunque esas cosas aún eran imposibles. Almudena en una ilusión de cuerpo entero, tres dimensiones, sonido perfecto, que pasaba del flamenco a Gershwin con elegancia, gitana en un momento, mulata esencial al siguiente, y que había dejado huella con sus bailes en fingida gravedad cero, como si ella y su público estuviesen suspendidos entre la Tierra y la Luna, y a nadie importaba que fuera una ilusión.
Había dejado huella cuando ya no tenía piernas. La paradoja le divertía enormemente aunque jamás lograba arrancarle una sonrisa con ella al Charro o al Tiburón. Cierto, dejaba huella a veces en la tierra con las prótesis casi alquímicas de plástico y complicados intestinos electrónicos que le permitían caminar casi sin tambalearse, subir escaleras, trotar en las mañanas e incluso inclinarse a recoger algún objeto del suelo, pero que eran incapaces de bailar y dejar huella en los corazones.
Había dejado huella en otros, en cambio, con corrientes eléctricas diminutas que salían de las terminaciones vivas de sus muñones, esos nervios truncos con los que a veces sentía que le dolían las piernas ausentes. Así como las prótesis físicas sentían las órdenes de esos nervios, las traducían a velocidades asombrosas y reaccionaban, los electrones enviaban mensajes a través de los cables diseñados por el Charro y el Tiburón entre oscuros chistes tecnológicos y jarras de café. Y los mensajes de los cables llegaban a las computadoras que los dos hombres habían acumulado para hacer los complejos trabajos de programación que les permitían vivir como vagos y cobrar grandes sumas.
Las señales nerviosas iban a las computadoras y entonces bailaba una Almudena replicante en la pantalla tridimensional.
Al principio se sintió una grotesca marioneta estática en la silla, con cables que salían de toda parte móvil de su cuerpo y se convertían en la imagen en la pantalla. Miró el entorno virtual en las gafas diseñadas por el charro. Era un teatro y ella estaba al centro del escenario. Siguió instrucciones, imaginó que daba un paso al frente y pudo ver que bajo ella se extendía su pie y se posaba sobre el piso falso con un reconfortante sonido. Era como estar dentro de otra Almudena entera.
Asombrada, no volvió a temer las horas de ajustes a los aparatos, las pruebas prolongadas que poco a poco la reinventaban bailarina.
Fue como aprender a caminar de nuevo.
El Tiburón agregó más cables y explicó que, en cuanto resolvieran algunos puntos sobre cómo conseguir que las computadoras la “vieran”, quizá desaparecerían muchos de ellos.
—Pero para que salga bien, tiene que doler —dijo el Tiburón y el Charro hizo un mohín que acentuó su parecido con el ídolo de la pantalla.
Los nuevos cables llevaban sensaciones de presión y de dolor al cuerpo de Almudena, en respuesta a sus evoluciones imaginarias en el escenario inexistente.
Al cabo de unos pasos se sintió confiada, quiso girar y perdió el equilibrio tan eficazmente como lo hubiera hecho en la realidad. El mundo que veía se inclinó de súbito en las gafas mientras ella lanzaba un grito de dolor al chocar la cadera imaginaria con el escenario inexistente.
—Acaso habría que disminuir la potencia —dijo el Charro con toda seriedad.
—Los artistas deben sufrir —sugirió el Tiburón.
—También pueden rompernos la cara a patadas —reflexionó el Charro mirando cómo Almudena se quitaba las gafas y los miraba con odio no por cordial menos sincero.
—Acaso habría que disminuir la potencia —concluyó el Tiburón.
Almudena fue sujeto experimental, Terpsícore de laboratorio, bailarina de indias, campo de pruebas y fuente de interminables cantidades de números que resultaban de las acciones de cada cable y daban pie a que el Charro y el Tiburón prepararan más y más jarras de café y hablaran en su idioma técnico y hermético. Almudena aprendió a dar un paso y otro, a hacer un glissade sin piernas y un pas de chat sobre un entarimado que sólo existía en sus gafas televisoras, haciendo sonidos que le llegaban mediante bocinas. El Charro aprendió a graduar los sonidos y las sensaciones. El Tiburón aprendió a disminuir la potencia del dolor y hacer más eficientes las sensaciones que recibían los muñones. Almudena aprendió a pespuntear un taconeo terso y retador desde su silla, las manos abriéndose en el aire como flores urgentes. Descubrió cómo manipular sus extensiones para convertir la cibernética en una herramienta más, otro órgano que le permitía explorar las posibilidades del movimiento en que había vivido su cuerpo desde los cuatro años de edad hasta el día en que un automóvil se plegó sobre sus piernas convirtiéndolas en un recuerdo.
Llegó el día en que se anunció por los gusanos telefónicos que se podía ver a Almudena bailar en las computadoras. Y la vieron aunque no supieran quién era esa maestra de baile y coreógrafa que cuatro años atrás había estado a punto de hacerse famosa y en cambio se había hecho tullida.
Y Almudena bailó, primero directamente, transmitiendo su ilusión a una hora exacta para un público incuantificable e invisible de hombres y mujeres absortos ante sus computadoras, y que encontraron la manera de hacer saber su entusiasmo por la danza virtual de la mujer de negros cabellos. Luego, Almudena bailó en discos que podían adquirirse junto a los programas de contabilidad y los juegos donde se puede destruir al enemigo con armas malévolas y brutales.
Y mientras Almudena bailaba, el Charro y el Tiburón soñaban con otros artificios para que Almudena bailara soft shoe en las arenas de la Luna, simulando esa quinta parte de gravedad que convertía a los astronautas en saltarines a cámara lenta, para que ensayara mudras acompañada de bailarines que estuvieran en otros países y se unieran a ella en coreografías fantásticas sin tener que salir de sus domicilios.
El Charro y el Tiburón soñaban escenarios y retos para llenar de danza la vida de Almudena, de saltos watusi y de zapateados gauchos, de ballet y de pavanas, valses y minuets, coreografías sin precedente y largas improvisaciones de tap posibles, acaso, en compañía de Gene Kelly o Donald O’Connor.
Y soñaban que olvidaban cuál de los dos, si es que alguno lo había hecho, llevaba en las manos el volante del automóvil al momento en que serpenteó descontrolado y chocó contra la guarda de la autopista, anunciando su ruina con un cruel aullar de metal vencido al que le hizo coro el asombro sangrante de Almudena.
La Almudena que no iba a ser nunca de ninguno de los dos.
Los dos que eran para ella.
México—Tenochtitlán, septiembre 4 de 1995
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