3/2/11

Los fanes

Alguna vez, en una lamentable lista de correos tomada por valedores de la Real Academia Española (organización cuya patente inutilidad sólo se ve igualada por su altanera arrogancia y cuya idea de que es la legítima tenedora de la aduana del idioma siempre me ha parecido patética) entramos en el tema de las preceptivas que se les ocurren a los académicos (casi ninguno lingüista) los días en que trabajan, es decir, los jueves por la tarde del año lectivo en las universidades españolas, unas 38 tardes al año, lo cual es de risa loca. Mientras algunos defendían la polilla académica, yo recordaba patinazos monumentales como cuando convirtieron al módem en "móden" y al CD-ROM en "cederrón" argumentando que en español no había palabras terminadas en "m". El argumento es absurdo porque que no las hubiera no es motivo para que no las haya. Pero, sobre todo, porque sí las había. Le pregunté a los académicos de la lista si podía poner mis "cederrones" en un álbum y se acordaron de una sucesión bastante larga de mis ascendientes femeninas por tres continentes y hasta tiempos del ardipitecus.
En la misma lista entramos (poco antes de que yo decidiera de que era más productivo perder el tiempo martillándome un dedo que hablando con gente cuyo cerebro había adquirido la textura y dureza del granito) en el tema de los plurales, y la necedad de la RAE de que las palabras terminadas en consonante debían pluralizarse con "es", aunque el uso (que, como le hace decir Cervantes a Don Quijote, es el que tiene poder sobre el idioma) no respetara tamaña necedad. Me retaron a que demostrara que el uso no era el que señalaba la naftalinada institución obsoletísima y real, y de allí este pequeño poema satírico nunca editado.
LOS FANES
Mauricio-José Schwarz
De la música son fanes
por eso usan sus modenes
para descargar pluguines
que guardan en cederrones. 
Presurosos hacen cliques
y le dan a los joystickes
para descargar los bites
que transitan por sus chipes. 
Las respuestas de los testes,
se mandan por intranetes,
y aunque a veces tengan bugues,
en las páginas dan hites. 
No les gustan los hackeres
que se meten por las webes
(les parecen cual gangstéres
parecidos a robotes). 
En sus átomos hay quarkes
que miden pocos angstromes
y creen que a muchos parseques
ocurrieron dos big bangues. 
En fútbol jalean a crackes
que siempre viajan en jetes
y celebran sus recordes
-lo comentan en los chates-. 
Dicen que no son esnobes
-aunque visten finos fraques-
ni al disfrutar de raftingues
ni cuando van a picniques. 
Literarios son sus boomes
gracias a sus best-selleres,
financieros son sus crackes
con tremendos handicapes. 
(Si lo suyo no es ni spanglish
una duda queda lista:
-¿Por qué no hablan normalmente?
Nos responden: -Soy purista.)

Gijón, 2002

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"Los fanes" por Mauricio-José Schwarz Huerta está bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 Unported License.


2/20/11

Destellos en vidrio azul

Del tema de este cuento tengo poco qué decir, lo dice todo él porque es parte de mi convicción razonada de que el neoliberalismo es mala idea incluso dentro del capitalismo, ya no digamos desde una visión de izquierda, crítica, racional, solidaria y cuestionadora. El elemento literariamente relevante es, por supuesto, Jacknife Springs, el despiadado detective que protagoniza las lecturas clandestinas del elenco de este relato. Creo que la literatura y el arte en general influyen en la realidad. Menos de lo que quisieran las almas más puras e ingenuas, pero más de lo que admiten los cínicos. Igual me equivoco. En todo caso, nadie nos puede quitar la fantasía de tener un Jacknife Springs que pelee sucio las batallas que a veces no podemos ni pelear limpio, entendida como fantasía, no como proyecto. El cuento ha tenido un recorrido largo. Se publicó por primera vez en el número 10 de la revista Umbrales dirigida por Federico Schaffler en 1994 y en el volumen 83 de la mítica revista electrónica argentina Axxón ese mismo año; se tradujo ese mismo año como  "Glimmerings in Blue Glass" en la revista Fiction International de la San Diego State University Press; se incluyó en mi colección Más allá no hay nada publicada por la UAM en 1996 y hoy reeditada en formato electrónico, y fue parte de la antología de Gerardo Horacio Porcayo Los mapas del caos de 1997. Apareció también en 2003 en la antología Cosmos Latinos: An Anthology of Science Fiction from Latin America and Spain.
DESTELLOS EN VIDRIO AZUL
Mauricio-José Schwarz


Mi jefe me miraba con la desaprobación que reserva para todo lo que lo rodea en la oficina de investigaciones. Se rumora que es un hombre amargado. Yo sé que no se trata de un rumor. Es estrictamente cierto.
         ─¿Cuánto más se va a tardar con esa investigación? ─gruñó. Su papada temblaba con cada palabra tirando de mi vista y distrayéndome.
         ─Sólo me falta interrogar al sospechoso. Mañana tendré los resultados ─prometí incómodamente. En el rostro de mi jefe aleteó lo más parecido a la satisfacción que él podía experimentar. Bajó los ojos a su escritorio y tomó unos papeles, mostrándome la perfectamente rapada cabeza. Era su forma de decir que podía irme.
         Ya en mi lugar, fingí revisar el expediente Contero. Al fin y al cabo, en cuanto hablara con el tipo podía redactar mis conclusiones en unos minutos. Y en el fólder de Contero ocultaba la nueva aventura de Jacknife Springs, el detective de las gafas azules, que ansiaba terminar de leer.
         Jacknife es el héroe clandestino de la oficina. Es lo que alguna vez todos aspiramos a ser, la idea original de nuestra labor. Sí, somos detectives privados, pero eso tiene un significado novedoso entre estas paredes. Los cuatro hombres bajo las órdenes del jefe lo sabemos amargamente, pero este es de los pocos trabajos a que podemos aspirar, y nadie se queja en voz alta. Nuestra protesta se expresa en las peripecias de Jacknife Springs. El rumor indica que el jefe también lo lee a escondidas, pero ése sí es sólo un rumor.
         Jack estaba metido en un lío de corrupción sindical, tema que nos resultaba cercano. Antes de sumergirme en su lectura, miré al escritorio de junto. Beni Ruiz estaba absorto en un expediente. Demasiado absorto: seguramente también vivía la aventura de Springs, que bajo mis ojos vigilaba en silencio la entrada a una fábrica de alimentos de los trabajadores cuyo líder había sido asesinado, caso que le había encargado la compañera de trabajo y cama del muerto: una asombrosa mujer de piel oscura, inteligencia ardiente, pechos espléndidos y ojos de cachorro asustado que no engañaban a Jacknife. Era una hembra dura. Física y emocionalmente. Quería a Jack para llegar al asesino, no para que se encargara de él. Ese era asunto de ella, y el detective de las gafas azules sabía bien que ella estaba preparada para hacerse cargo del capítulo castigos.
         La puerta de la oficina del jefe se abrió silenciosamente. El la aceita personalmente cada lunes: bisagras, pestillo, perilla. Eso, más los zapatos de suela de hule que usa, lo hacen difícil de detectar.
         Al menos eso cree.
         La mínima brisa a mis espaldas fue aviso suficiente. Con suavidad dí vuelta al papel y miré los datos familiares de Jacinto Contero. Después de un compás de espera, el jefe empezó a caminar hacia la cafetera.


Ante Jacinto Contero yo no me sentía colega de Jacknife Springs. Me sentía lo más lejos posible que puede estarse de un detective sin ser un criminal. El hombre ante mí parecía normal, excepto por la boca siempre abierta, algo torcida. De cuando en cuando, justo antes de babear, sorbía la saliva acumulada en la comisura de sus labios. Veintiséis años, buena habilidad manual, pocos problemas para comunicarse. Cuando alguien le hablaba, escuchaba con toda la concentración de un niño. A primera vista no tenía ningún problema, pero la fábrica siempre verifica a sus candidatos ante el peligro de una infiltración. Al principio no se habían preocupado y, claro, hubo un conato de huelga por parte de algunos que, materialmente, se pasaban de listos.
         Yo no sé si todas las demás fábricas tengan la misma política. Se dice que sí, que ya ninguna usa obreros normales, peligrosos. Se dice que antes eran todas como la fábrica en la que se desarrollaba el último cuento de Springs. Es el número dieciséis en la lista de los cien grandes rumores que nos alimentan. Afuera nadie lo sabe. Nuestro sueldo es garantía de ello. Rumor veintidós: nuestro sueldo está entre los más altos de todo el personal de confianza en el país.
         ─Jacinto Contero ─dije al fin. El hombre sonrió con satisfacción y asintió moviendo la cabeza en un amplio arco─. ¿Cuántos años tienes?
         ─Doce ─dijo liberando con alegría cada letra.
         ─Por favor pon tus manos sobre la mesa ─pedí. Sacó los puños del regazo donde los mantenía ocultos, cubriéndose los genitales en actitud defensiva. Las manos eran delicadas.
         ─¿Te cortas el pelo tú mismo? ─Negó con la cabeza.
         ¿Por qué nos tienen a nosotros si cuentan con trabajadores sociales y sicólogos? Porque podemos ver más allá, sacar conclusiones de multitud de detalles que por sí solos carecen de significado, pero que en conjunto son reveladores. Y también porque salimos a la calle, golpeamos el pavimento, hacemos guardias afuera de las casas de los sospechosos, planteamos preguntas incómodas a personas que no quieren contestar. Obtenemos datos a los que ningún sicólogo, ningún trabajador social podría acceder en las condiciones normales de su labor. Hacemos el trabajo sucio y eficaz.
         ─¿Te acuerdas de la doctora Fuentes? ─Asintió ruborizándose. Su doctora, que había estado a cargo de su terapia durante años, le gustaba y no podía ocultarlo─. ¿Te trataba bien?
         ─Sí. Mucho. ─Las palabras se desgranaban de su boca perezosamente.
         Miré a Jacinto Contero con intensidad. Puse en práctica todo mi entrenamiento, toda mi capacidad de observación. Cotejé mentalmente varios detalles aparentemente menores de su apariencia y actitud con lo que tenía anotado en el expediente. Todo confirmaba que era sólo un deficiente mental con suficiente rehabilitación como para trabajar en una línea de montaje. Para eso se habían establecido tantas organizaciones caritativas, gracias a las cuales las empresas deducían de sus impuestos las cada vez más generosas aportaciones que hacían y obtenían además obreros ideales, que no se aburrían, no se quejaban y recibían con agradecimiento el sueldo sin plantearse que podían tener derecho a más, que sus horizontes podrían ampliarse con conceptos originales como justicia, equidad y solidaridad. Sus escasas necesidades estaban cubiertas, y no cambiaban, no crecían, no pensaban de más. Eran la inversión ideal.
         Jacinto parecía una prueba viviente de las bondades del sistema. Y ciertamente nada lo delataba como un tipo normal que estuviera fingiéndose imbécil sólo para hacerse de un empleo medianamente decente.
         ─Es todo. Puedes irte ─dije lo más amablemente que pude.
         ─¿A dónde? ─preguntó él sin malicia.
         ─Vuelve afuera, el autobús los está esperando para llevarlos de regreso a la residencia ─le dije. Unos pocos viven en sus pequeños departamentos, pero casi todos se quedan para siempre en la residencia. Incluso buena parte de su sueldo va directamente a las arcas del lugar para pagar parte de su mantenimiento, alimentos y demás necesidades. Lo que conservan lo gastan en la tienda del lugar, o en las ocasionales salidas a parques de diversiones, cines o tiendas. Se conforman con poco y lo disfrutan mucho.


Conclusiones breves. La fábrica no tiene nada qué temer de Jacinto Contero. Es lo que parece, nada más. El jefe, casi sonriendo luego de leer mi informe, me encargó una nueva investigación. Algo extraño estaba ocurriendo con Marta Revilla, obrera de la división textiles. Alguien la vio con un libro al parecer muy por encima de su nivel. Fui con el expediente a mi escritorio y volví al mundo de Jack.
         En las páginas fotocopiadas, Jacknife Springs sostenía una sangrienta batalla a mano limpia contra el asesino a sueldo que había matado al líder sindical. Cuando el asesino arrancó las gafas azules del rostro oliváceo del detective, los genuinos iniciados supimos que la lucha estaba al terminar, que la furia de Springs se liberaría como el agua en una presa fracturada. Una página después, el asesino confesaba aterrado el nombre del autor intelectual del crimen, un joven jefe de personal demasiado celoso de su lugar en la fábrica de alimentos. Antes de partir, Jacknife lo roció con gasolina y le aventó una caja de cerillos. Yo, como todos los lectores habituales de Springs, supe que el asesino preferiría autoinmolarse antes de correr el riesgo de volver a verse reflejado en las gafas azules de Jack.
         En la oficina yo pensaba en mi hermano, ese Jacinto al que difícilmente podría ver de nuevo, ese muchacho vivaz que se había preparado desde muy joven para obtener un empleo y no terminar en las calles, al compás de la violencia angustiosa, entre el olor de las ratas asadas, con el miedo en los párpados y el aroma de los solventes usados como droga pegado para siempre a su anriz y paladar, buscando víctimas a las cuales quitarles sus carteras llenas de rectángulos de plástico, soñando con adivinar los cuatro dígitos de identificación de una tarjeta robada y resolver su vida en un cajero automático. Todos sabíamos que un empleo como el mío era para uno de cada diez mil. Yo tuve suerte. Si no, habría tenido que hacerme un disfraz como el de mi hermano. O vivir en la calle.
              Nadie mejor que yo para evaluar la simulación de Jacinto, que en realidad tiene otro nombre. Fui inflexible, él lo sabe. Sobrevivirá en la fábrica si no se descuida como parece haberlo hecho Marta Revilla.
         Sobre mi escritorio, el detective de las gafas azules se encargaba de servir de lazarillo a la justicia.
         Al levantar la mirada, pude ver que en la bolsa del saco de Beni Ruiz asomaban unas gafas azules, de las que se están poniendo de moda entre los lectores de Jacknife. Si el jefe llega a verlas, Beni tendrá problemas. Springs no es muy popular a ciertos niveles. Eso no es un rumor.
         He decidido rendirme a la curiosidad. Esta noche me compraré mis propias gafas azules.


México-Tenochtitlán, febrero de 1992-marzo de 1993

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2/19/11

The darkness in the head

Alguna vez Jacknife Springs, personaje de unos supuestos cuentos que leían los persnajes de mi relato "Destellos en vidrio azul", que será el siguiente en este blog, quiso ser algo más, un inspirador de otras barbaridades. Era un detective brutal, con esa irrealidad y libertad que da ser un personaje de un libro que ni siquiera existe. El caso es que después de que se publicó la traducción de ese cuento en Estados Unidos y otro cuento mío en una antología de Mary Higgins Clark, hubo coqueteos de una editorial estadounidense para que escribiera una serie de cuentos en inglés. El barco no llegó a buen puerto, pero alcanzó a levar anclas con un par de cuentos. Éste es uno de ellos. Nunca se publicó hasta hoy, se escribió en inglés y si alguien lo quiere traducir al español, bajo licencia CC, lo agradeceré siempre y cuando me avise. Un adolescente, con voces en la cabeza, una novia prostituta, una madre insensible y un asesino en serie. Y algo de Jacknife  Springs. 
THE DARKNESS IN THE HEAD
Mauricio-José Schwarz

I remember when I discovered death.
     You should remember it too, the time when you saw how living things petered out, stopped moving and someone explained they were dead. Death is only a fact of life after someone explains it to you. If people remained silent about it you might think that such a state was only a peculiar way of life.
     Darkness is another thing. You know darkness, and it's usually unwelcome. You don't need anyone to tell you about it.
From the unpublished memoirs
of Jacknife Springs
  
Simon was looking at his bloodied finger and thinking about rock and roll, hate and monsters. Given enough blood, no one could tell his finger from that of any other kid in the neighborhood, black, latino, asian or white. Bloody fingers could be quite unprejudiced.
     He sucked on the finger and turned up the volume on the stereo.
     Given enough rock and roll he might be able to even forget about the blood.
     And the monsters.


Whenever Lillian came into their conversation, mother never failed to point out she was a whore. It was mother who actually brought Lillian as a recurrent topic in almost every conversation she had with her son.
     Yes, Lillian was a whore. The word accurately described the tanned, girlish woman. It was not an insult, but a definition. Lillian went to bed with men for money, hard cash she used for her college tuition, her rent, her car payments and the slow buildup of a trust fund for the home she dreamed she might once have.
     Maybe even with Simon.
     She was a whore with the same ease with which other girls were burguer pushers at fast food joints or cashiers in a failing department store. And Lillian also had a job security other girls could never dream of. She was her own boss, managed her time with absolute freedom and had safety down to near-perfection. Safety involved avoiding drugs, Aids, pimps and other givens of the trade which ensured most girls never left the hooking they had originally undertaken only for a short while, just to get enough money for this and that, only for kicks, only for whatever they understood as love for a guy bent on exploitation, only for a fix, until a day in the life became their daily, unavoidable life.
     And since Lillian was actually a whore, Simon never tried to argue the point with his mother. That drove her mad.
     "She's a whore!"
     "Right", he would say and calmly tried to steer the conversation back in track.
     He always failed.


Silvery flakes falling inside his head.
     He always wished it were Winter, especially when the Summer heat became a hammer that struck his head like Vulcan working on his anvil, incessantly, unavoidably. You could never run away from Summer. The heat made him angry, sweat made him uncomfortable and self‑conscious. His hand hurt, reminding him of a blow he had stricken three, maybe four months back.
     He had been hit back.
     The police said they were looking for a forty-year old man with thick glasses who might --just might-- be involved in the killings of three or four other hookers.


Monsters were not in rock and roll, no matter what small-town sheriffs with beer bellies and frigid wives liked to say when the TV cameras crossed their paths and asked about satanic cults. Simon knew monsters were inside the heads of people. They had been born there, their embryos planted by everyone around, bred carefully, fed through offhand comments, through the papers, through the voice of the teachers and all kinds of leaders.
     Monsters learned how to roam inside the heads of people, to reach all but the best defended places.
     They enjoyed attacking Simon by whispering, yelling and talking about his mother, and about Lillian.
     "You know it's not right," they said. "Lillian is a hooker. She's gonna kill you in the end. A ruptured condom and she's got Aids, and then you get it and you all die."
     The monsters also said worse things. And when Simon had his guard down, the monsters managed to make a whole area of his life smell like fresh, sick feces.
     "Your mom's right. Imagine Lillian laying under a customer, sighing, yelling, asking for more... is she acting?"
     "Is she acting when she's with you?"
     Simon had a lot of defenses, but the monsters were many, strong and full of strange abilities.


Simon had been Lillian's lover for more than a year, and Mother's attacks had become tiresome. Both knew they were useless, but she couldn't stop and he had learned how to ignore her.
     Then, in a moment of almost mystical illumination, mother managed to touch upon a new angle.
     "Sure, you couldn't care less... you've become a pimp," she said. "I wonder how much money she gives you..."
     All of a sudden Simon's right hand wasn't his anymore. It fired on its own like a defective handgun and struck his mother's mouth. She didn't bleed. She just stared at him.
     For a moment Simon tried hard to feel guilty. He couldn't. His conscience was unavailable. He just knew she had it coming --and for a long, long time. It was almost a miracle that no one, in the almost half century his mother had been alive, had done exactly what he had. It might not be something to feel proud about, but it sure felt good.
     Mother continued to stare at him.
     A barrier had been broken, the dam had given way. Nothing would ever be the same again.
     Mother began to stare past him. He had ceased to be. Her mouth trembled. It would soon be sore and swollen.
     He turned around and left the apartment. For good.


Lillian was dead. Darkness had fallen.
     Summer brought the stench of people, the persistent heat left Simon almost defenseless, walking through the scorching city, sweating, unable to even think where to go. His apartment was sweltering... no air conditioning here, we're just surviving on our own working in a second-rate lighting and sound company. Lillian´s place was full of her.
     Lillian was dead. Strangled, beaten. A slow death, the son of a bitch who climbed in the coroner's car said calmly. They called Simon on time so he managed to reach the hotel when the ambulance was leaving with Lillian's body. His last glimpse of her was a gray plastic bag with no shape at all.
     They asked a lot of questions. Harsh, accusing, relentless questions. They sounded very much like mom. The monsters awoke, hungry.
     Lillian was dead. He wasn't quite alive.


Even the monsters wouldn't agree about this.
     They spoke, interrupting each other gleefully, fueled by the hot sun and Lillian's blood.
     "She had it coming, you know. Weirdos kill whores, wierdos kill hookers, weirdos kill strumpets, weirdos kill..."
     "You can make good, ask mom for her forgiveness."
     "It's your fault, you could have stopped her. But it was so chic, so alternative, so veeeeery liberal to be the lover of a hooker and pretend everything was so normal and pretty..."
     "Mom was right..."
     "You knew it when people saw you in a restaurant and their eyes betrayed that they knew who Lillian was. Customers, maybe. You enjoyed it..."
     "It was Mom." A cruel whisper.
     Simon gasped for air. The monster was quite pleased. He'd touched a nerve.
     "Mom killed her."
     The monster kept on working on that nerve, enjoying the pain and the anger.
     "Oh, yeah, she did. For sure".


Rock and roll was a cry that drowned out the monsters most of the time. A fantasyland of what could be. Rosy colors even in the darkest heavy metal scene. No matter how awful, all the kids with the guitars and the drums were basically certain that there was a future. Simon tried hard to look past today but all he could see in tomorrow and onwards was a black nothingness.
     Simon and rock and roll didn't agree about the future anymore. They had, surely, in the past. But at least the music still kept the monsters at bay.
     After Lillian's death, he spent a lot of time listening to music, his back turned against the bed where he and Lillian had been one.
     Simon listened until his sound equipment gave up on him and died.
     The silent silver of the discs overwhelmed him. Monsters began to throw their reflections at him using the polished surfaces where music was now hidden, locked away with no key, no CD player to bring it back alive.
     The monsters showed him silvery blood for the silvery flakes in his head.


Mom had taken so long.
     He wasn't even trying to be cruel. He didn't enjoy her pain, her sweat, her blood. He just wanted to know for sure... he wanted her to admit she had killed Lillian.
     Mom said it was a logical progression. First her son had run away from her side and teachings. Then he beat her just as if they were animals living deep in the inner city with the pimps, the junkies and the hookers. Then it was time for him to kill her slowly. That was what whores had their pimps do for them, Mom said. Lillian still had Simon on her payroll, even after her death.
     Simon did not even listen. He just repeated what the monster had suggested in a whisper, but as a question.
     "Did you do it, mom? Why did you do it?"
     It was clear for Simon. Mom had given up on his rescue. She had become the kind of person who could employ someone for the ghastly job Lillian had suffered. Darkness had overtaken his mother and Lillian had died. And rock and roll couldn't save her anymore. He was here now, back in her apartment, demanding payment.
     Mom insisted she didn't do it until it was too late. Her crumpled, pained body was stopping like a motor running on empty. Her blood was leaving her.
     Then she smiled horribly. She lifted her head with her last drop of strength and looked at Simon. She had despised him, perhaps, but never before, even through the long hours he worked slowly on her with the pliers and the screwdrivers and the electric cable, demanding an answer right through her pain and blood, had she looked at him with hatred.
     Now she did. Hatred cold and silvery. Winter hate.
     The monsters were pleased.
     She hated him utterly for a few seconds. Simon trembled visibly.
     "Yes, I did it. And I'm glad," she said. Then she tried to laugh, but her cackle became a cough and a last rasping breath.
     She collapsed.
     The monsters became wildly jubilant.


Simon washed and changed numbly into the clothes he always had at Mom's house.
     He went home, gnawing on his finger, and on the way bought a small stereo equipment. The monsters had to be stopped.
     He found himself listening, trying to forget, looking at his bloodied finger. He continued gnawing, thinking about forgetting the blood and the monsters.
     Before drowning in the music, one of the monsters spoke softly, jesting:
     "She lied to you."
     And Simon knew it was true. Mom had lied.
     That was the worst part.
     He turned the volume up, up, up...



Mexico City, July 1994

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12/23/10

Palabra de honor

Cuando escribí este cuento para el libro Volver a Gijón (1997) que incluía también cuentos de Elia Barceló, Javier Morán (José Latour) y Jerome Charyn, no me imaginaba que acabaría viviendo como mexicano en Gijón y luego como español recuperado en la Asturias de mi abuelo sólo dos años después. Y menos aún imaginaba yo que el delirio del narcotráfico acabaría tragándose a todo un país convertido en rehén por políticos corruptos e inútiles y delincuentes no mejores. Y en ese sentido, para mi desazón, este cuento mantiene cierta vigencia más de 13 años después. 
PALABRA DE HONOR
Mauricio-José Schwarz

El amor y la muerte no tienen palabra de honor.
     Sus tácticas son especialmente perversas cuando se desarrollan mientras uno escribe notas en un café a miles de kilómetros de sus propias calles y sus propios cafés.
     Ella había llegado antes que yo y no parecía tener prisa en irse ni tarea alguna qué realizar, ni se agitaba incómoda como quien espera a alguien que llega tarde a la cita. Estaba sencillamente allí de cuerpo entero, que ya es decir, tomando café y fumando cigarrillos rubios mientras miraba la calle tras el ventanal. Pronto, en vez de escribir estaba yo contando las flores de su vestido e imaginando docenas de frases para acercármele. Con la tranquilidad que da saberse incapaz de llevar a efecto los planes más cuidadosamente trazados, dediqué casi una hora a imaginarme diciendo barbaridades que iban desde “¿Usted no podría decirme cómo comenzar una conversación con usted?, porque a mí no se me ocurre nada”, hasta “¿Sabías que los mexicanos estamos planeando conquistar España?”
     Como hasta los románticamente menos intrépidos tenemos necesidades fisiológicas, me sorprendí avanzando hacia la mujer menuda, morena, de lacio cabello largo y lisa falda corta, no para abordarla, sino porque estaba sentada entre mi mesa y el baño. Un empujón leve me impidió avanzar. Una sombra de proporciones generosas pasó entre mis ojos y mi diosa erótica de las 11:45 a eme.
     —Permisito, jovenazo.
     El hombre que pasó ante mí decidido a ganarme el baño llevaba gafas oscuras, una guayabera de lino, el pelo untado con fijador, corto arriba y a los lados, con melena atrás. Un moreno brazo regordete mostraba una esclava de oro y el otro un reloj fino. Mexicano al cien. No importaba como fuera vestido, ese “permisito, jovenazo” era como un pasaporte diplomático. La indumentaria nomás ayudaba a detectarlo.
     No hay muchos mexicanos al borde del Cantábrico, y menos de esas características. Lo dejé pasar. Volví a mi mesa sudando un poco más de lo que justificaba el calor. El tipo tenía cara de policía judicial, porte de torturador, voz acostumbrada a causar miedo. Se le olían cuando menos treinta y dos años de estarle jodiendo la vida a quienes estaban a su alrededor. Levanté el dedo hacia el mesero y pedí brandy. Me hubiera gustado un tequila. Herradura reposado. Doble. Dos, incluso, para borrar la impresión que me había causado el hombre. Pero el tequila Herradura reposado más cercano estaba probablemente en Madrid, si no es que en una cantina en Mérida, Yucatán.
     Un minuto. Dos. Quizá me equivocaba yo. Cuando uno sale del país del miedo se lleva los reflejos de supervivencia sentados en el hombro. Y hace el ridículo bien y bonito. Ve uno a un policía en la noche y se cruza la calle para evitarlo y los amigos preguntan por qué pone uno cara de espanto y uno tiene que explicar que hay países en donde un policía de noche sólo sirve para asaltarlo a uno y de pasadita romperle la madre por puro pasatiempo. Quería equivocarme, pero al cabo de tres minutos el hombre salió del baño, con panza cervecera, el labio superior pidiendo a gritos un bigote, la mano derecha mostrando además un anillo de respetables dimensiones, concebido en la más pura tradición de la escuela estética identificada como “cursilería boxística nacional”.
     Mexicano y judicial o cosa parecida. Como guardaespaldas de algún político o narcotraficante en épocas en que la diferencia entre ambos no es mucha. ¿Qué carajos estaba haciendo en esta ciudad?
     El amor no tiene palabra de honor. Un galán posmoderno platicaba como salido de la nada con la morena del vestido floreado. Pedí la cuenta y salí detrás del tipo con aspecto de policía, de matón, de gandalla, de golpeador, de perdonavidas, de defensor de lo peorcito que nos han dejado los años de historia maltratada por el triunfo de los villanos de esta película interminable.

Pinche calorcito. Esto no me lo avisaron cuando me mandaron para acá, ni madre. Ni deja disfrutar a las viejas que hay por acá. Están bien buenas. Pero si me distraigo más voy a quedar mal, y ésta operación es clave de claves, que no se te olvide pinche José María. Quedas bien en ésta y tendrás la lana para poner la compañía de seguridad privada y ahí sí, chingue a su madre el que no te diga “licenciado” aunque apenas hayas acabado la primaria. Eso si no te dan una chamba más sabrosa. Además, la asada te la mereces por pendejo, por dejarte correr de la pinche policía. Eso te sacas por no hacer caso. Clarito dijo el comandante que nos fuéramos leve porque iban a hacer dizque un antidoping al azar para cachar a los cocos y motos y pastizos de la corporación. Uta. Nos corren a todos, o casi, me cae. Si el que menos el que más se rinde a la tentación sobre todo porque la pinche tentación está jalándole a uno el pito todo el tiempo y diciendo “vente mi rey, un pasecito de polvo de ángel para que sientas como los galanes de Hollywood, un carrujito pa los nervios, mariguana buena, fina de la que ahora cultivan los gringos que es potente como nunca, de alto octanaje, seleccionada, o un piquetito, ¿qué es un pinche piquetito en el brazo si te abre las puertas del paraíso?” Y uno no es de hule. Si te hubieras aguantado pinche José María... pero entre que saliste en el sorteo y entre que los mamones de los periódicos estaban chinga y jode porque había narco infiltrado en la judicial... como si descubrieran el pinche hilo negro los pendejos... y vas pa afuera. Nomás me acuerdo del Negro que me dijo “en lo que pones una compañía de seguridad, métete de detective privado”. Y sonaba chido. No me quejo. Nomás que uno está más desprotegido cuando tiene que darle unos lleguecitos a alguien para que cante. Pero al fin y al cabo es lo mismo... los de derechos humanos me la pellizcan y los que investigan las madrizas que reparto por la libre son mis meros cuates, hasta se compadecen de mí. Y yo le hago como que al detective de serie de televisión pero más machín, con más huevitos, sin hacerle al pinche intelectual. Uno sabe quiénes son ojetes y cómo ablandarlos... ahora te puedes desquitar, José María, de las muchas veces que le gritabas en la tele al tuerto del Columbo y al pelón del Kojak que se quitaran de filigranas y le dejaran ir un rodillazo, nomás uno, a los huevos del sospechoso y verían cómo su serie de una hora duraba la mitad.
     Además, uno tiene sus conectes, sus conocidos. Para algo chambea uno. Clientes no me faltaban. Pero el que me mandó al viajecito éste a toda madre, aunque el puto calor me esté derritiendo, es de lujo. Nomás con la lana del polvito de ángel que metí por el aeropuerto y lo que me va a pagar el jefe, ya chingué... “Seguridad Profesional Montolla”, treinta o cuarenta agentes con uniformes negros y unos veinte perros de esos que te pueden arrancar un brazo, pastores alemanes porque a la gente le gustan o Rottweilers que son duros y al grano...
     Pan comido. Uno que a veces tiene que buscar a un pendejo en la pinche ciudad de México y sus alrededores... en una ciudad de este tamaño encuentra a quien sea. Me apuesto un güiski a que para la hora de comer ya tengo pistas de los tórtolos.
     Pinche calor...

El grandote enfiló derechito hacia el Paseo del Muro y se fue visitando cafés y bares, de los que reúnen ancianos que discuten fútbol y de los que jalan a chavos de pelos verdes y ganas de inventar el postpunk en tiempos en que ya nada escandaliza a nadie. No me vio. A veces es difícil verme. Ser insignificante es una ardua tarea, requiere concentración, preparación, decisión para no destacar, para ubicarse en el promedio y deshacerse de individualidad a ojos de la multitud. Entonces la multitud se deja ver, se exhibe como quien hace el amor frente al gato. Así recoge uno historias tiradas por la calle. Cada quién le hace como puede.

—¡Que voasabéyo, coño!
     Ah, cómo les gusta gritar a estos españoles. Nomás hablan fuerte así porque sí. En mi barrio a cualquiera que hable así le botan todos los dientes de un patín al hocico. Aquí así son.
     —Está bueno... ¿y dónde se juntan los jóvenes, así, los adolescentes.
     —Donde les sale del forro... muchos se van a la Ruta de los Vinos por la noche. Y hay multitú de bares.
     —¿Usted ha visto a muchos mexicanos por aquí?
     —No, hombre, aquí de ésos hay pocos. Unos cuantos, pero son chilenos o mexicanos, da igual. Y unos que vienen a la fiesta cada año, pero nada más.
     —¿Y un joven como de 20 años? Anda con una españolita que se pinta el pelo de colores raros. —Saqué la foto y se la enseñé.
     —¡Qué voasabéyo, coño! Tós son iguales.
     —Qué pinche suerte tiene usted, deveras —le dije despacito. Seguro que no entiende lo de pinche, pero la intención es internacional. En otro lugar le quitaba lo hablador de un solo guamazo. Manos abiertas contra las orejas. Telefonazo, pues. Y a chillar. Caen como tapa de excusado. Se desorientan toditos. No pueden reaccionar. Se les quita lo alzados.
     En el siguiente bar me gané la apuesta y me la pagué.
     —¿Jóvenes? ¿Él mexicano? Pues sólo Armando y Marilú que andan por acá —dijo una muchacha pelirroja con aretes en las cejas, la nariz y el ombligo. Me imaginé que a lo mejor también llevaba aretes en los pezones.
     —¿Armando Barreto?
     —No, corazón, los apellidos no me los sé.
     —¿Y dónde los encuentro?
     —Hoy es sábado. Seguro por la noche van a tomar sidra a Cimadevilla.
     Pedí un güiski doble y me lo empujé de un jalón antes de preguntar qué chingaos era Cimadevilla.

Me tomé unos momentos para preguntarle a una pelirroja qué le había preguntado el grandote.
     —¡Pero cuántos mexicanos hay por aquí ahora! —se asombró gratuitamente.
     —No venimos juntos, eso te lo aseguro. ¿Qué quería ese mono?
     —Preguntaba por unos chicos que andan por aquí de viaje.
     —¿Cómo se llaman?
     —Armando Barreto y Marilú algo, no sé el apellido. ¿De qué va todo esto? ¿Es cosa de la poli?
     —La verdad no creo. El cuate con el que estuviste tiene cara de ser amigo de la mala suerte, no de los polis.
     Salí cuando las anchas espaldas de mi presa aún eran visibles alejándose hacia el poniente. Dejé espacio entre los dos por precaución. Nadie puede andar con esa cara por el mundo si no se cuida las espaldas. Caminó hasta comenzar la subida hacia el parque de La Atalaya, deteniéndose en los bares, mirándolos como si estuviera evaluando la posibilidad de comprar uno para sus fiestas o como si fuera decorador de interiores y estuviera haciendo la crítica estética del aspecto de cada lugar y de sus pocos parroquianos a esa hora. Muchos bares estaban cerrados. Seguimos subiendo, el grandote a paso de marcha y yo zigzagueando con la lengua de fuera. La curiosidad tiene malas mañas, y me obligó a demostrarme de nuevo que mi condición física era un asunto del pasado. Llegamos al parque y el tipo con pinta de judicial miró sin interés el monumento de concreto que le hizo Chillida al horizonte y se dirigió a un restaurante ubicado en las alturas del Gijón antiguo. Yo me senté a descansar y recuperar el resuello.
     Un personaje así en estas latitudes era extraño. E impredecible. Uno sabe cómo juegan y a qué juegan esos tipos. Por eso ahorra para huirle de cuando en cuando al olor del miedo que despiden los charcos aceitosos de la ciudad más grande del mundo, como dicen con orgullo subnormal los pedantes. Agarra uno cuatro trapos, los mete en una maleta y se viene a jugar al primer mundo con asombro de ranchero seducido por el empedrado y las piernas de las mujeres, por las construcciones que datan de antes de la conquista de América y por el anonimato que da ser apenas exótico mientras uno no abra la boca. Pero quienes se cruzaban por el camino del ciudadano aquél no sabían la clase de sujeto que era. Esos tipos son su propia obra maestra de crueldad, se odian tanto que la furia se les desborda hasta abarcar todo el horizonte. Me daba miedo que no supieran que tenían que temerle y me daba más miedo que él, a su vez, supiera que ellos lo ignoraban.
     El cansancio y el hambre me dejaron dormido en el prado mientras pensaba en qué estaría buscando mi incómodo compatriota.

De comer bien, sí comen bien estos gachupines, ni pedo. Si tuvieran ron Bacardí Solera sería el país perfecto. Y las viejas se asolean sin ropa. De regreso cuesta abajo hacia el hotel me acerqué al edificio donde rentaban un departamento. Buenas paredes, éstas. Gruesas, para que no se oigan los gritos cuando uno se pelea o coge o le rompe la madre a alguien. Una señora de mediana edad se presentó como la dueña, me recibió dos meses de renta y me dio las llaves.
     —Hasta muebles tiene, qué chingón —murmuré.
     Me hacía falta una pistola. Pero a cambio me compré un cuchillo de aspecto feroz en una ferretería. Con eso ya me fui a las afueras, a los lugares donde decían que era peligroso andar. Me fui a enseñar mucho la esclava y el anillo, fingiéndome pedo. Si tenía suerte y un baboso me asaltaba, para la noche ya tendría pistola.

Desperté angustiado. El grandote no estaba ya en el restaurante. Ni en ningún lado. Tenía yo hasta la noche para preocuparme por él. Y por los dos jóvenes a los que buscaba.
     Uno huye de esos asuntos, pone tierra y mar de por medio. Si pudiera tiraría paredes, como si le faltara el aire. Pero hay cosas que lo persiguen obsesivamente a uno. Y hay que responderles como va. Aunque sea nomás porque debido al pasaporte uno se siente responsable.
     Lección uno: hay que rehuir la pelea. Si te atacan, corre. Si te persiguen, corre más fuerte. Si te alcanzan, trata de negociar. Si te arrinconan y te agreden... pelea sucio.
     Me fui al hotel. En mi maleta, entre dos pantalones de mezclilla y una camiseta de Café Tacuba estaba un revólver .32 de cinco tiros, igualito al que tenía en México. Una Colt que había sido un triunfo conseguir en España después de que me ofrecieron veinte modelos distintos de pistolas Star. Uno tiene sus amores. Aunque sea con pistolas. Y les es fiel hasta en lugares donde uno creería que nunca las va a necesitar.
     Lección dos: más vale tenerla y nunca usarla a necesitarla un día y no tenerla a mano. Paranoia funcional, única forma válida de seguir vivo hasta los cuarenta años en mi ciudad, la otra, el México que se me había venido a meter de regreso a la existencia.
     Tenía hasta la noche para seguir siendo insignificante. Tiempo suficiente para mover un poco mis contactos entre la multitid de jóvenes que poblaban el Gijón veraniego. Mis probabilidades de dar con Armando y Marilú antes que el grandote eran muy altas. Y la ventaja era que él no lo sabía.
     Antes de llegar al hotel me desvié para entrar en un bar subterráneo donde todos menos yo vestían de negro y todos, excepto yo, tenían 26 años o menos, y nadie, con excepción de un servidor, se llamaba Ricardo Martín y había matado a un expolicía y a un narcotraficante nomás por amor a una mujer que me perseguía en todas las mujeres que me encontraba, incluso a miles de kilómetros del lugar donde la mataron por estar en mal lugar y mal momento.
     El amor y la muerte, como en el caso de Gloria y su recuerdo, no tenían palabra de honor. Yo sí. Por eso, nada más por eso, tenía que vigilar de cerca al compatriotita y su cara de asesino jubiloso.

Ríos de gente navegando sobre rías de sidra bajo el río nocturno de la Vía Láctea. Ríos de carcajadas y oleadas de música de variado wattaje y estilística. Cuesta arriba hasta una plaza cuyo olor es una mezcla gloriosa de meados y alcohol. Mi disfraz llegaba hasta la ropa negra, incluida la amplia chamarra bajo la cual, en funda de velocidad, se acunaba confortable la pistola con nombre de cantina mexicana.
     En la plaza jóvenes sentados a la mesa de un bar, en las bancas, en el piso, bebiendo. Un plumón de aroma a hachís me golpeaba de cuando en cuando.
     En una mesa, juntos como dos botellas en una barra, estaban Armando Barreto, un joven de unos veinte años con cola de caballo y Marilú, la del pelo morado, tomando bebidas de colores desusados en vasos más pequeños que un caballito de tequila. Los rodeaba un grupo de jóvenes igualmente oscuros, igualmente beodos, taciturnos.
     Compré una cerveza y esperé la llegada del grandote sin nombre que seguramente pronto los encontraría. La cerveza se acabó muy pronto. El calor me daba sed. La segunda cerveza la bebí lentamente. No era la mejor idea estar borracho a la hora de la hora.
     Con el rabillo del ojo alcancé a ver la figura del cazador cazado. Esperó semioculto entre las sombras. Si Armando Barreto o Marilú eran mexicanos, lo reconocerían a cien metros.
     Pasaron los minutos y mi cerveza. Mientras evaluaba la conveniencia de una tercera cerveza la urgencia me golpeó en el vientre. El grandote se había deslizado hasta quedar detrás de Marilú. Se inclinó y le habló al oído a Armando.

Ni me olieron llegar. Suavecito caminé hasta ellos, puse la pistola en los riñones de la escuincla con pelo solferino y le dije a Armando.
     —Tu papá quiere que platiques conmigo. Si no quieres, le dejo ir un balazo a la flaca ésta. Y si hacen cualquier cosa que no me guste, también la plomeo. Tú dices.
     Se miraron. Estaban asustados. Se siente suavecito, suavecito, cuando se asustan. Como si fueran de uno y uno pudiera hacerles lo que quisiera. El chamaco intentó un breve instante heroico.
     —Hágame lo que quiera a mí, pero a ella déjela. No es parte de la bronca.
     —Es mi seguro de vida —le expliqué—. Para que no te hagas el chistoso. Tu papá está bien cabreado.
     —Tú no eres gente de mi papá.
     —Me llamó para este trabajito especial. Su gente es muy pendeja apra esto. Vámonos como buenos amiguitos. Y paga la cuenta, no quiero que nos sigan con ningún pretexto. Despídanse de sus cuates. Diles que ahorita vienen.
     Obedeció con bastante sangre fría el chavito. Se veía que, aunque no quisiera, tenía en las venas el agua helada del Jaguar de Badiraguato, su papá, el hombre destinado a ser algún día el capo del narco en todo México y Centroamérica. Hijo de jaguar, pos pintito.
     Nos echamos a caminar hasta el edificio donde me esperaba, calladito y a oscuras, el departamento donde había que hacer entrar en razón al hijo de El Jaguar.

El laberinto de las calles me hizo difícil seguirlos. Entraron a un edificio antiguo y tuve que esperar. Unos minutos después me acerqué al zaguán. Tenía una de esas cerraduras amables que se veían por todos lados. Cerraduras de ciudad tranquila. Un solo movimiento de las ganzúas y la cerradura dio una vuelta silenciosa. Se atoró. Era de dos vueltas. Volví a maniobrar con la mano derecha mientras empujaba el cilindro con la ganzúa del pulgar izquierdo. Otra vuelta. La puerta se abrió. Repetí el procedimiento en el departamento del que salían ahogadas las voces de los tres.
     —Tu papá está muy encabronado —estaba diciendo el grandote.
     —Me importa una chingada —respondió Armando claramente a través de la rendija que había yo abierto en la puerta.
     —No seas grosero o se me olvida que le prometí a tu papá no madrearte mucho. El negocio es muy sencillo. Aquí tienes un boleto de avión. Te vas para Madrid, conectas a México, tu papá te recibe en el aeropuerto, me llama por teléfono y suelto a tu vieja. Si tu papá no me llama, me la cojo y la mato o la mato y me la cojo.
     —¿Para qué me quiere allá mi papá?
     —Ya lo sabes: eres el heredero, no seas pendejo. Necesita a alguien en quien pueda confiar porque está a punto de ser el mero jefe, el más chingón. Y al rey de la montaña todos lo quieren chingar.
     —No me interesan los negocios de mi papá.
     —Pues te chingaste, como dijo el poeta. Te quiere en México y no le gusta que se le escapen así nomás.
     —¿Y si no voy?
     Un grito de Marilú fue la respuesta. Me escurrí por la puerta aprovechando la tensión. El departamento era muy pequeño. Tuve que cerrar cuidadosamente la puerta y dar dos pasos a la izquierda para ocultarme cerca de la cocina. El grandote me ayudó haciendo algo más que sacó un nuevo grito de la garganta de Marilú.
     —No te hagas el machito.
     Salí hacia la luz de la estancia sosteniendo en alto la .32. Primero me miró Armando, luego Marilú y, por último, el grandote. Intuyeron por dónde iba el asunto, porque el grandote soltó a Marilú y me enseñó las manos vacías.
     —¿Y tú qué pintas en este desmadre? —preguntó con los dientes apretados.
     —Vengo representando a la comisión de derechos humanos, pendejo.
     —Cuando regreses a México tu pellejo no va a valer un peso.
     —No te preocupes por mí. Preocúpate por ti. —Me volví a los muchachos que me miraban con una mezcla de asombro y temor—. A ver, tú, niña, lánzate por la policía.
     Ella se volvió a ver a Armando.
     —¿La policía? —preguntó temblorosa. Los ojos muy abiertos le daban un aspecto de desamparo.
     Pausa. Armando lo pensó antes de responder:
     —Nada de policía. Te doy lo que quieras si te lo echas ahora mismo —me dijo refiriéndose al grandote.
     La pistola me tembló en las manos. Esto no estaba en el guión.
     —No soy asesino a sueldo.
     —Diez mil dólares —dijo fríamente Armando Barreto. La sorpresa en el rostro de Marilú encontró espejo en mi rostro. Armando nos miró alternadamente—. Veinte mil.
     —¿De dónde sacas tú veinte mil dólares? —pregunté más por hacer tiempo que por interés en el dinero. El muchacho atemorizado era de pronto un trozo de acero helado.
     —¿Qué te importa? Mi papá es un pendejo que quiere acabar como “Caracortada” en la película. Se siente el héroe del narco. Yo tengo otros planes y tengo con qué respaldarlos.
     —Tú no tienes ni veinte pesetas encima —me burlé.
     Armando Barreto me mostró la mano abierta. Lentamente la metió en el bolsillo y sacó con dos dedos cuatro billetes de a mil dólares.
     —¿Por qué no se los ofreciste a éste —pregunté señalando con la cabeza al grandote.
     —Porque no me diste tiempo —respondió Armando.
     Estaba yo en una película distinta a la que me había pasado en la cabeza desde el momento en que descubrí que el grandote buscaba a un chamaco mexicano y su novia española.
     —Me hubiera yo ido. En chinga —aseguró el grandote—. Le digo a tu papá que no te encontré y le regreso su anticipo.
     —¿Anticipo? —pregunté.
     —Soy detective privado. El papá de éste me pagó para que lo encontrara y lo llevara de regreso a México.
     Lo que me faltaba: que los hijos de la chingada ahora se metieran a detectives privados.
     —¿Por qué no acudir a la embajada, a la Interpol? —pregunté de nuevo. Uno se vuelve demasiado preguntón con los años.
     —Porque mi papá es el Jaguar de Badiraguato —sonrió Armando con diversión cruel—. Ni modo que Míster Narco vaya a levantar un acta al Ministerio Público.
     Otra pausa. Armando aumentó la apuesta:
     —Te doy los veinte mil dólares y a esta vieja. —Los ojos de Marilú se abrieron aún más. Supongo que los míos también.
     Ella trató de protestar. Armando le soltó un bofetón, carne restallando sobre carne.
     —No te hagas —la regañó—. Si ya estabas lista para empezar a putear por mí.
     Me hubiera dado vuelta en ese momento dejándolos solos con sus líos a no ser porque era obvio que Marilú todavía no estaba lista para graduarse a la posición de pupila del proyecto de chulo importado que era el hijo del narcotraficante. Era obvio: Armando quería hacer su propia carrera, lejos del narco, de tratante de blancas, morenas, negras, amarillas y alguna verde para un cliente con perversiones originales. Negocio más seguro. Lo otro que me impidió huir fue que el grandote se movió ágilmente. De algún lado sacó una Star de nueve milímetros y disparó hacia donde estaba yo. La bala me mordió la chamarra negra entre el brazo y el pecho, a la altura del corazón. Me escondí de nuevo tras la pared y lancé la .32 en dirección a Armando Barreto.
     De lo perdido, lo que aparezca es bueno, dicen en mi tierra. Lo que oí fue exactamente lo que el instinto me dijo que podía yo oír.
     —Deja eso, pendejo —gritó el grandote.
     —Aquí te mueres —dijo Armando Barreto.
     Dos tiros que sonaron casi como el mismo. Un redoble minúsculo. Dejé pasar tres segundos antes de asomarme. Dos charcos de sangre empezaron a crecer hasta confundirse. A la distancia que estaban, el grandote y Armando Barreto no podían fallarse. El muchacho iba a matar fríamente al grandote, y éste disparó muy a su pesar para tratar de salvar el pellejo.
     Así me lo contó Marilú más tarde, con los ojos todavía muy abiertos. Logré que saltara la sangre y salimos del departamento a la oscuridad de las escaleras antes de que la gente alborotada alrededor acabara de llamar por teléfono a la policía y se sintiera con arrestos para asomar las narices fuera de sus departamentos.
     Extraño mi pistola. Deveras que no es fácil conseguir una Colt .32 de cinco tiros en España.
     Ahora, bajo el brazo izquierdo, en vez de la dureza de la pistola en su funda sobaquera tengo la suavidad del brazo de Marilú.
     Ella dice que se me debería quitar el hábito de hacerle al héroe.
     Yo le digo que sí, algún día, y la beso seguido y le canto boleros. Pero mientras, alguien tiene que hacerle al héroe, alguien tiene que mantenerse firme, alguien tiene que tener palabra de honor.


México-Tenochtitlán
Mayo de 1997
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"Palabra de honor" por Mauricio-José Schwarz Huerta está bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 Unported License.