4/23/11

Leyenda a las puertas de una sala del museo de arte moderno

Cuando se escribió este cuento, el tatuaje no se había vuelto una expresión de cultura popular ampliamente difundida, sino que seguía siendo terreno de marineros, presidiarios y miembros de culturas muy concretamente delimitadas, como la maorí, con lo que el tiempo le ha dado una relevancia inesperada. Es por igual una alegoría de la lucha del artista contra el lienzo en blanco (o la página en blanco, o la piedra desnuda, o cualquier metáfora similar) que un simple cuento de terror, como el lector quiera. La historia curiosa es que hacia 1994, un por entonces desconocido director de cine al que le gustaban mis cuentos y cuyas películas me gustaban a mi vez, me propuso convertirlo en un mediometraje, e incluso pensó en ofrecerle el papel de Víctor a Michael Habeck, actor alemán famoso por su papel como monje calvo, obeso en la película El nombre de la rosa. Sin embargo, el desastre económico del país orquestado por el neoliberalismo autoritario que estalló en 1994 se llevó entre sus furibundas aguas este proyecto, víctima menor entre otras muchas cosas infinitamente más importantes (vidas, sueños, proyectos, derechos, libertades, futuro) de millones de inocentes. El director, Guillermo del Toro, aprovechó entonces una invitación a Hollywood para convertirse en uno de los más reconocidos cineastas de la actualidad. El cuento ganó en 1990 el Concurso Internacional de Relato que convocaba la revista Plural, por entonces dirigida por Jaime Labastida, y se publicó como "El tatuaje" en dicha revista, referente de la cultura mexicana hasta que algunos años después fue cerrada por su casa madre, Excélsior, donde yo escribí durante más de una década. El título original les parecía demasiado largo, desusado, seguramente. Y por lo visto no se dieron cuenta de que formaba parte integral del relato. El cuento recuperó su nombre cuando se publicó en el libro Escenas de la realidad virtual, publicado por Claves Latinoamericanas y luego apareció también en la revista Umbrales.

   LEYENDA A LAS PUERTAS DE UNA SALA DEL MUSEO DE ARTE MODERNO

Mauricio-José Schwarz


Sadoc era más que un tatuador. Era un artista del tatuaje.
    Se veía a sí mismo como un Gaugin, ignorado, despreciado, exiliado en las lejanas islas de un archipiélago de la sociedad que ni le satisfacía ni le asfixiaba. Simplemente lo dejaba ser, ignorándolo salvo cuando, ocasionalmente, algún tipo rudo llegaba pidiéndole sus servicios, generalmente un corazón, un nombre o la figura de una mujer desnuda en simple color azul. Eran tatuajes baratos y se veían baratos. Pero él trataba de afinar en ellos su técnica, de experimentar y de demostrar que era mejor, aún por las míseras cantidades que le atraía su oficio. A diferencia de Gaugin, no estaba, empero, sumido en la miseria. El no tendría que trabajar en las cuadrillas suicidas de Ferdinand de Lesseps para abrir un canal en Panamá. Tenía una modesta fortuna. Cuatro edificios de departamentos cuyas rentas le permitían no sólo vivir con desahogo, manteniendo sus consumos a un nivel en extremo modesto, sino reunir una suma respetable en monedas de oro celosamente guardadas en una caja de seguridad bancaria. Para pasar el tiempo administraba sin mucho interés un pequeño establecimiento de libros viejos en uno de sus edificios, un sitio oscuro, ubicado en un callejón casi ignorado cerca del centro de la ciudad de México. La librería comunicaba con un departamento amplio y cómodo, sin lujos, pero sin duda muy superior a lo que uno habría podido suponer juzgando a partir de la fachada. Rentaba también otras accesorias a comerciantes maltrechos, que apenas sobrevivían. Una mujer que vendía yerbas medicinales, un taxidermista que siempre estaba atrasado con la renta, un relojero casi arruinado por el avance irrefrenable de la electrónica y, en la esquina, una anticuada sedería siempre impregnada del olor de antiguas máscaras de cartón que ya jamás habrían de venderse.
    Sadoc se reunía una vez al mes con su contador y cobrador, en un despacho que él mismo le rentaba, hacía cuentas y pasaba al banco a depositar. El resto del tiempo, en el mostrador de su librería, dibujaba. Dibujaba constantemente, siempre sintiendo el lápiz ajeno a sus dedos, añorando el tacto de las agujas para tatuar.
    En una ocasión, entre sus miserables clientes sin gusto y sin dinero, había destacado un personaje desusado, un estadunidense de origen chino que deseaba un tatuaje singular. Se trataba de un león—dragón, como los que guardan la entrada a la ciudad prohibida de Pekín. El hombre, en mal español, le había preguntado si acaso él tendría la habilidad necesaria para hacer un trabajo así, y le había mostrado un grabado exquisitamente elaborado, multicolor, fantástico e inspirado a la vez, de raíces antiguas, pero indudablemente con influencias contemporáneas.
    El extranjero estaba reticente, desconfiando acaso de lo que había sido una recomendación casual. Pero Sadoc sabía que era perfectamente capaz de reproducir el grabado con toda fidelidad, adaptándose a los pliegues de la espalda del hombre, a los suaves valles que rodeaban a sus omóplatos, a la serpiente en bajorrelieve de su espina dorsal. Entusiasmado, casi le rogó al hombre que le permitiera hacer el trabajo, aunque no lo pagara. El chino mencionó algo de los tatuajistas de San Francisco. Sadoc los consideraba artistas menores, artesanos hábiles nada más. Le habló, le mostró fotos de algunos trabajos. Al fin lo convenció. El hombre volvió a su país con un maravilloso león en la espalda.
    Dos años después, el león llevó a un nuevo cliente al establecimiento de Sadoc, donde éste hacía unas cuentas en su mostrador, bajo el letrero, siempre incómodo en la librería, que anunciaba "Se hacen tatuajes".
    —Buenas tardes, ¿el señor Sadoc? —preguntó una voz aguda e insegura.
    Sadoc levantó la vista y no alcanzó a abarcar con ella a la colosal figura que estaba ante él. Era un hombre de dimensiones impresionantes. Llamarle gordo hubiera sido subestimarlo, insultarlo. Era gigantesco. Su circunferencia era tan asombrosa como su estatura. Casi dos metros de hombre llevaban a su alrededor el atroz esferoide de grasa que lo cubría. Vestía una camisa enorme, de cuyas mangas cortas surgían como dos lechones los brazos rosados. Sadoc tardó un poco en darse cuenta de que el hombre era además rubio y extremadamente blanco.
    —Yo soy, ¿en qué puedo servirle? —respondió al fin Sadoc tratando de ocultar su asombro y dando un plumazo final al cuaderno en el que estaba trabajando, como si hubiera estado considerando la parte final de un cálculo complicado antes de atender a su visitante. Fue un débil intento. El hombre se había dado cuenta claramente de la impresión que había producido en Sadoc.
    —¿Usted es el tatuador? —preguntó Víctor, acostumbrado a evocar esa reacción de sorpresa en quienes lo veían por primera vez.
    —Sí, yo soy —admitió Sadoc.
    —Bien. Mire, quería hablar con usted porque sé que es un excelente tatuador ¿o se dice tatuajista?
    —Artista del tatuaje es lo correcto —aclaró Sadoc con cierto orgullo evidente.
    —Usted perdone, pero no estoy familiarizado con los términos. Como fuere, he tenido la oportunidad de ver un trabajo de usted, un león chino que hizo para un amigo mío hace un par de años, ¿lo recuerda?
    Sadoc lo recordaba bien. Por primera vez había podido utilizar todos sus colores, su habilidad, sus instrumentos y su genio creativo en el tatuaje del chino. Asintió silenciosamente.
    —Quisiera un pequeño trabajo, pero con la misma calidad. Aquí. —Con modestia el gigante se desabotonó la camisa exhibiendo un pecho lampiño que desafiaba a la expresión. La suya era una gordura cultivada, cuidada. Sólo había dos pliegues pronunciados bajo lo que sólo podía describirse como sus pechos. Lo demás era una planicie inmaculada y blanca, extensa. Se señaló con un dedo el lugar bajo el cual, profundamente enterrado bajo la capa de grasa, se hallaba su esternón.
    Sadoc no pudo ocultar que lo miraba con demasiada intensidad.
    —Quisiera una reproducción de esta pintura —dijo después de unos segundos la aguda, paradójica voz del gigante. Del bolsillo de la camisa extrajo una postal con la imagen de un búho. Sadoc la reconoció de inmediato. Era una figura del panel central del Jardín de las delicias del Bosco. Un búho gordo, lo que no dejó de notar el tatuajista.
    —Por lo visto es usted un amante del arte. Un detallista —comentó Sadoc.
    —¿Lo conoce? —preguntó genuinamente sorprendido el obeso personaje.
    —Por supuesto. El Bosco es uno de mis pintores favoritos, y el tríptico lo conozco como la palma de mi mano.
    —Ya me imaginaba que usted era realmente un artista. Disculpe, ¿no tiene una silla sólida que me pueda permitir? Me resulta muy fatigoso permanecer en pie.
    —Espéreme un momento. Déjeme cerrar y pasemos a mi departamento. Así podemos sentarnos y hablar con calma.
    Mientras cerraba las puertas de la librería, calculando que su colosal visitante seguramente había maniobrado con bastante cuidado para entrar al local, Sadoc pensaba en la forma de hablar del individuo. No parecía mexicano. Su español era fluido pero un tanto teatral: "me resulta muy fatigoso". No tenía acento identificable, empero tenía un aspecto y un trato desusados, y no sólo por su apabullante volumen. Sadoc pensaba a toda velocidad.



    Ya instalados en el departamento de Sadoc, el hombre se presentó como Víctor.
    —¿Usted es mexicano? —se atrevió a preguntar Sadoc.
    —Bueno, en cierto modo sí. Nací en el norte y mis padres me llevaron a Europa muy pequeño. Luego mi padre se vio precisado a ir a Nueva Zelanda. Estuvimos un tiempo en Birmania, en Japón y finalmente en Estados Unidos, en San Francisco. Pero al morir mis padres, porque los dos murieron en un accidente de carretera, decidí volver a México. Y, como no tengo parientes, me dediqué a ir de aquí para allá, viajando, repitiendo el itinerario de mi infancia pero tratando siempre de mantenerme al tanto de los acontecimientos de aquí y de no olvidar el lenguaje. Finalmente me ubiqué aquí hace diez años. En fin... ¿cuánto me va a cobrar por el trabajo? —preguntó volviendo de pronto de su ensueño memorioso.
    —Bueno, eso lo veremos después. ¿No gusta un café? ¿Un refresco? ¿Unas galletas?
    —Café no. Me causa un mayor esfuerzo al corazón... y tengo que cargar con esto —se señaló con un movimiento de la mano, un pase como el que realiza un mago sobre el sombrero del cual ha de extraer algún prodigio—. Pero sí un refresco... y si tiene galletas...
    Sadoc entró a la cocina. Trató de ordenar sus ideas. Víctor no se veía rico. Su camisa era vieja, y sus pantalones mostraban un prolongado uso. No llevaba joyería fuera de un barato reloj digital en la muñeca izquierda.
    —¿Por qué el búho del Bosco? —preguntó Sadoc al volver. —No es que quiera meterme en lo que no me importa.
    —No, no se aflija. Es una pieza menor de una obra maestra. Sería un tatuaje original. Le seré sincero —dijo en un arrebato—. Tengo algunos problemas singulares, de salud y de dinero. Ya se imaginará que a un hombre de mis características le resulta en extremo difícil hallar un empleo a modo. He decidido volver a los Estados Unidos, a ver si puedo trabajar en un sideshow. Usted sabe, esos carnavales que se ponen a un lado de los circos con mujeres barbadas, enanos y cosas así. Pero el Bosco siempre me ha gustado y... siempre he querido tatuarme. Aquí está muy mal visto, pero en los Estados Unidos se le considera una especie de arte. Allí un tipo tatuado lo puede atender a uno en un banco y nadie se escandaliza. Y si empiezo así y voy coleccionando un tatuaje aquí y otro allá con diferentes artistas, sería la mezcla perfecta: el hombre tatuado y el gordo del circo. Dos freaks en uno, dos monstruos, de los que no somos como los demás. Quise comenzar con usted porque hace un año vi a mi amigo, Charles Li, y me mostró su magistral tatuaje. Y es muy probable que ya no vuelva jamás a México, así que, ¿por qué no llevarme un recuerdo extraño como una figura del Bosco tatuada en el pecho? Yo soy extraño. Mi vida es extraña. Todo el mundo se da cuenta de eso.
    Hablaba y comía sin interrupción. Sadoc le pasó la caja de galletas. Su impresión era real: el hombre no tenía dinero.
    —Pero, ¿por qué puede querer una reproducción un hombre como usted? —dijo al fin Sadoc.
    —¿Como yo?
    —¿Se ha visto usted al espejo? No, no me refiero a como lo ven los demás. ¿Sabe lo que es usted? ¿Su cuerpo?
    —Bueno, yo...
    —Es materia prima. Es un muro, una fachada en la que puede plasmarse el más asombroso mural que nadie se haya imaginado. Es la tierra fértil en la que puede echar semilla el trabajo, la capacidad, la imaginación y la depurada técnica de un artista. Piense: cada centímetro cuadrado de su piel cubierto de tatuajes maravillosos, todos originales. Mire esto.
    Le entregó a Víctor un álbum de fotografías que mostraban tatuajes espléndidos: manos con los huesos delineados, senos floreados, rostros con las mejillas exquisitamente recubiertas de filigrana. Un álbum que haría palidecer al hombre ilustrado del cuento.
    —¿Usted ha hecho éstos? —preguntó Víctor.
    —¡Por supuesto que no! Son trabajos menores. Se les considera lo mejor de los artistas del tatuaje de oriente y occidente, pero son apenas jugueteos menores, piezas artesanales sin imaginación. Muchas de ellas realizadas más para escandalizar que por un interés estético. Ahora vea.
    Un cartapacio lleno de hojas fue a dar a las manos de Víctor. Las empezó a mirar.
    —¿Y éstas?
    —Son bocetos, trazos, diseños, sueños. Es lo que yo puedo hacer. Lo puedo hacer con usted. Tatuajes como nunca nadie los ha visto. Yo lo puedo convertir en la obra de arte ambulante más asombrosa del mundo.
    —Pero... eso debe costar mucho. Yo no tengo dinero, ya le dije, y...
    —Eso se puede arreglar —aseguró Sadoc.
    Ante la perspectiva, Víctor se quedó azorado. Un trozo de galleta colgaba de su labio, dejando caer migajas que rebotaban en su amplísimo pecho.



    Sadoc y Víctor parecían hechos el uno para el otro. El acuerdo al que llegaron fue rápido y bastante satisfactorio. Sadoc había convenido en darle comida, bebida y alojamiento a Víctor, lo cual sin duda no haría mucha mella en el modesto tesoro acumulado por el tatuajista. Un precio justo. Pero también tendría que proporcionarle compañía femenina, frecuente y variada, a la mole de carne que había acordado en convertirse en su capilla Sixtina viviente. Esa tarea era desagradable y, esperaba Sadoc, difícil. Sólo por un pago sustancioso alguna prostituta acordaría pasar la noche junto a esa montaña humana.
    Pero al paso de los días Sadoc se dio cuenta de que no era un problema. Hizo un discreto trato con un salón de masajes y cada que Víctor expresaba su deseo, le enviaban a una mujer discreta y profesional.
    La librería cerró por tiempo indefinido.
    Durante varias semanas, Sadoc trabajó midiendo, fotografiando y calculando al hombre a la vez que bocetaba con furia, adaptando las imaginaciones de toda una vida, realizadas con la absoluta libertad del que sabe que nunca se verá obligado a llevarlas a la práctica, a las dimensiones exactas de Víctor.
    —La mayoría de los tatuajes de cuerpo entero —explicaba Sadoc ante el eterno asombro de Víctor—, son un grosero amontonamiento de los más variados temas. No conforman una unidad. Con frecuencia parecen completos simplemente porque algún artesano torpe, incapaz de generar ideas originales, rellena los espacios vacíos entre una y otra imagen con plastas de color. Lo que haremos contigo es crear un genuino mural. Una obra magna como el Jardín de las Delicias. Algo en lo que cada parte tenga sentido y el todo tenga un sentido aún más profundo.
    Víctor asentía, frecuentemente al tiempo que masticaba algún alimento.
    —Yo trabajé al óleo, con acuarelas y con acrílicos —explicaba Sadoc en otras ocasiones—. Probé numerosas técnicas para expresar las imágenes que me persiguen desde pequeño, pidiéndome que las plasme. Pero una vez, por un problema sentimental, al cabo de una borrachera, un amigo decidió que quería un tatuaje y lo acompañé a un cuchitril asqueroso. Me puse a platicar con el tatuajista. Mi amigo estaba inconsciente y por primera vez pude sentir la experiencia de trabajar con la piel humana. El tatuajista me permitió probar sus técnicas. Y entonces entendí que cualquier obra que yo produjera debía hacerse sobre un tejido vivo, conociendo bien cómo reaccionan y cambian los colores bajo la piel, cómo se extienden y cuáles son sus posibilidades y limitaciones.
    Víctor hablaba poco. Pedía de comer. Pedía de beber, muchos refrescos y con cierta frecuencia algo de alcohol, y cada dos o tres semanas pedía una nueva compañera. El resto del tiempo soportaba con estoicismo la aguja de Sadoc. Cuando el dolor era intenso, hablaba del éxito que tendría en los Estados Unidos como el hombre gordo tatuado. O se imaginaba que impondría el récord del mayor tatuaje del mundo en extensión. Y comentaba siempre que estaba dispuesto a repartir con Sadoc los beneficios de sus presentaciones. Estaba evidentemente agradecido y, en su debilidad, se sentía protegido.
    Los dos hombres vivían juntos, pero no se hicieron amigos. La relación que los unía era más profunda, más indisoluble, más sólida que cualquier amistad. Era la relación del escultor con el bloque de mármol. O la del paciente y el cirujano que ha de salvarlo. Para serse útiles no necesitaban apreciarse, ni siquiera conocerse. Bastaba que estuvieran allí. Su simbiosis era tan perfecta que ni siquiera tenían que reconocerse como seres humanos para servirse mutuamente.
    Sadoc comenzó en la espalda de Víctor. Sabía que allí las terminaciones nerviosas eran más escasas, el dolor sería menor, ayudaría a que Víctor se fuera acostumbrando a ser tatuado.
    Desde un principio se deshizo de la mayoría de sus bocetos. Su mural debía ser un recorrido por la vida moderna de la que él y Víctor eran producto. Los motivos tradicionales, las serpientes, las caras hindús, los dragones, no tenían cabida en la obra maestra de Sadoc. Comenzó con una escena nocturna, un callejón sin salida dominado por un anuncio de una computadora bajo el cual sonreía con pocos dientes un viejo alcoholizado. Enfrente, casi en primer plano, pasaba un Ferrari rojo hacia la izquierda, sobre una avenida bien iluminada, mientras en el cielo del omóplato derecho volaba un avión rodeado de una V de patos asombrados y oscuros, casi indistinguibles, logrados con la maestría y el cuidado de quien sabe que no se puede borrar, no se puede empezar de nuevo o cubrir ningún punto de la piel ya impregnado de color, que se trabaja con limitaciones a las que no estuvieron expuestos Miguel Angel, Leonardo, Dalí o el propio Gaugin. Los estilos se entremezclaban, desde el pop—art hasta el comix underground y el heavy metal, pero todos con tal detalle que en conjunto parecían la pesadilla de un hiperrealista, para dar la idea de la velocidad y las angustias de un mundo cuya tensión aumentaba constantemente haciendo a todos temer que, en cualquier momento, estallaría como un globo, se rompería como una cuerda de guitarra, caería bajo su propio peso. Un icono de lo cotidiano, un testimonio del final del siglo veinte iba tomando forma en la tensa piel de Víctor, que parecía un bebé gigantesco, un tanto sospechoso por su casi total falta de vello, su perfección exacta para las necesidades de Sadoc.



    A los ocho meses, la espalda de Víctor estaba casi terminada y había numerosas figuras aisladas en todo su cuerpo. La delicada piel tendía a inflamarse si Sadoc la trabajaba en exceso y no deseaba que nada deformara su creación. En los brazos había figuras salvajes cuyas caras recordaban, sin ser retratos precisos, a numerosos personajes de la historia reciente. Sobre el pectoral derecho saltaba la inconclusa figura de un delfín encerrado en una burbuja traslúcida, tras una veladura que, Sadoc estaba seguro, jamás se había logrado antes en la piel humana. En la pierna del mismo lado se alzaba, curvada por la forma misma del rollizo miembro, una espada curva que lanzaba destellos gracias a una mezcla creada por Sadoc para introducir finísimas limaduras de platino bajo la piel. El cuerpo estaba cubierto aproximadamente en un cincuenta por ciento.
    Ahora Sadoc estaba trabajando en el abdomen, un cerro vibrante, una meseta interminable que exigía de su máxima precisión. La piel cedía a la menor presión, lanzando oleadas de grasa que temblaban en todas direcciones. Sadoc creía ver en ocasiones ondas concéntricas que partían del punto donde estaba trabajando y crecían hasta rodear a Víctor. Pero el tacto de la piel bajo sus dedos, el fluir del color en los puntos que tocaba con la aguja, la minuciosidad, le hacían olvidar todo lo que no fuera el trabajo. Le fascinaba su muro humano, la textura de su piel, la sensación de estar trabajando sobre una superficie viva, elástica, palpitante, que respiraba y latía, en la que podía percibir el azul de las venas que le iba sugiriendo nuevas formas, trazos que no estaban en los bocetos.
    Víctor lanzó un grito agudo.
    —¿Qué pasa? ¿Dolió mucho?
    —El dolor se acumula, se va haciendo cada vez más agudo. Necesito descansar.
    —Puedo seguir en la pierna izquierda mientras descansas —sugirió Sadoc. Sabía por la tensión en sus dedos que llevaba muchas horas trabajando en la misma sesión. Y, a la vez, no se sentía cansado. Deseaba continuar. En el muslo sugerido estaba por concluir una extraña figura alada que surgía de la tierra, rompiéndola poderosamente.
    —No, no. Ya basta. Por favor —pidió Víctor con tono infantil.
    —Está bien. ¿Quieres comer algo?
    —Sí. ¿Quedó jamón de ayer?
    Sadoc asintió en silencio y fue a la cocina. Al tomar el plato vio que su mano temblaba por la fatiga. Era mejor detenerse, no arriesgarse a cometer un error imperdonable. Y sin embargo, Sadoc estaba furioso con Víctor por su grito, por su súplica de un descanso. No era la primera vez que sucedía. Es más, la frecuencia de las quejas había ido aumentando.
    Luego de dar cuenta de la cena, Víctor se fue a dormir. Ambos habían olvidado que esa noche era el turno de una de las muchachas que asistían a servir a Víctor. Cuando sonó el timbre de la puerta, Sadoc supo lo que ocurriría.
    Era una muchacha morena, en extremo agradable aunque a nadie se le hubiera ocurrido jamás llamarla hermosa. Sadoc no despertó a Víctor. En cambio, la condujo a su propia recámara y pasó con ella la mayor parte de la noche.



    —Anoche te vi —dijo Víctor acusadoramente cuando Sadoc entró a su recámara a la mañana siguiente.
    —¿Y?
    —Estabas con ella.
    —Tú te habías dormido. Pago mensualmente una suma bastante respetable. No se iba a desperdiciar.
    —¡Pero era mía! —chilló Víctor.
    —No. En todo caso es mía, se paga con mi dinero —dijo rígidamente Sadoc mirando a su ciclópeo huésped como nunca antes, apreciándolo en su humanidad que, aún en el tono infantil y desprotegido que acostumbraba, tenía rastros de osadía y de lucha. Se corrigió de inmediato—. Pero en verdad creí que estabas dormido. Si quieres la llamo para que venga hoy en la noche. O llamamos a cualquiera otra.
    Víctor se encerró en un berrinche silencioso que habría de durar toda la mañana. Sadoc no quiso insistir y partió a preparar el desayuno.
    Por primera vez Sadoc y Víctor entraban en conflicto. La muchacha no era importante. Jamás volvieron a hablar del asunto. Ninguno de los dos sabía siquiera su nombre y ella jamás volvió. Vinieron otras para complacer a Víctor, con una creciente curiosidad morbosa que inquietaba a Sadoc.
    —Es increíble —comentó alguna un mes después, tratando de iniciar una conversación casual con Sadoc antes de abandonar el departamento—. Me habían advertido las otras chicas, pero en verdad que jamás había visto algo así.
    —¿Así cómo? —quiso saber Sadoc.
    —Es... es monstruoso. Es buena persona pero...
    Los ojos de la muchacha dijeron el resto.



    Víctor estaba prácticamente prisionero, autoexiliado con Sadoc en su isla encantada. Jamás, desde que hicieran el trato y fuera por sus pocas propiedades, Víctor había sugerido siquiera algún interés en salir del departamento.
    Habían pasado catorce meses.
    El trabajo estaba a punto de terminarse.
    Por un acuerdo jamás expresado verbalmente, las manos, el cuello y rostro de Víctor no habían sido tocados por la aguja del tatuaje. Podría así usar ropa que ocultara su secreto en público. Bastaba con su obesidad para hacerlo el blanco de todas las miradas.
    —Si logro todo lo que queremos —comentó Víctor un día, contemplándose las palmas de las manos mientras Sadoc trabajaba en una de sus rodillas—, volveré. Te traeré tu parte y quizá podríamos hacer algo en la cara y las manos. Si para entonces ya soy famoso. En San Francisco seré una sensación. Se pelearán por exhibirme. Seré el cuadro más famoso de Estados Unidos...
    Sadoc dejó de oírlo. Le molestaba la tendencia de Víctor a hablar casi siempre en primera persona. No lo hacía maliciosamente, ni siquiera tratando de minimizar la labor de Sadoc. Sólo que daba por sentado que él saldría finalmente del departamento de Sadoc a cosechar triunfos mientras éste volvía al mostrador de la ahora casi olvidada librería de viejo. Y algún día, en un futuro impreciso, volvería a Sadoc trayendo el botín de las batallas que ganaría. De su fama, su fortuna y su éxito en el mundo.
    Sadoc no deseaba decirle a Víctor qué tan cerca estaba de terminar, pero éste podía apreciar claramente que se acercaba el momento. Los espejos que había pedido para su cuarto le decían que pronto estaría en un avión, ocupando dos asientos, por supuesto, camino a los Estados Unidos.
    Sadoc se encontró a sí mismo trabajando más lentamente, retocando detalles, buscando algún milímetro cuadrado de piel aún virgen.
    Fue entonces que vio al caballo.
    El caballo mitad animal y mitad robot, el Rocinante cibernético de un Quijote ausente, que esperaba por siempre cansado, pero alerta, a la altura de los riñones de Víctor.
    Las precisas dimensiones del caballo estaban sutilmente alteradas. Se habían descompuesto, perdiendo equilibrio y majestad. Su composición ya no respondía a los cuidadosos bocetos, al minucioso trabajo de Sadoc.
    —Estás engordando —acusó el tatuajista.
    —Podría ser —respondió con despreocupación Víctor—. Después de todo había perdido algunos kilos cuando llegué aquí. Tú sabes, estaba llegando a mi límite...
    —¡Estás engordando! —gritó Sadoc interrumpiéndolo. En su tono de voz se descubría la lucha que se libraba en su cabeza, en sus músculos, en la médula de sus huesos. Deseaba dar rienda suelta a la furia. Deseaba contenerse. Estaba atrapado—. ¡Lo vas a arruinar todo! Si engordas, tu piel se estira, las figuras se deforman, se caricaturizan...
    —¡Perdón! —murmuró genuinamente preocupado Víctor—. No había pensado... nunca pensé en eso. Necesitaré una báscula. Bajar unos pocos kilos y mantenerme en mi peso. No será difícil. Pero jamás se me ocurrió...
    La puerta se cerró violentamente detrás de Sadoc y Víctor se encontró disculpándose solo ante los espejos que multiplicaban su decorada enormidad.
    Sadoc no volvió a entrar a la recámara de Víctor en todo el día. Se quedó silenciosamente sentado en un sofá, pensando, durante la mayor parte de la tarde. Luego salió a caminar, sin que por un solo instante se detuviera la asfixiante catarata de ideas que lo inundaba. Ideas que habían estado ahí, empollándose, durante meses. Ideas que le habían sugerido diversos momentos, palabras y acciones de Víctor, y que se habían transformado en una misteriosa alquimia controlada por el catalizador que era la creatividad de Sadoc y que ahora surgían todas a la vez. Ideas que quizá estaban ya maduras pero que se había negado a contemplar. Preguntas a las que había dado temerosamente la espalda.
    Víctor, el titánico niño inseguro, ¿tendría la fortaleza necesaria para cuidar esa obra de arte que hoy lo cubría? ¿En su perpetua búsqueda de satisfacción acabaría en alguna oscura morgue de un pueblo perdido en las montañas de los Estados Unidos? Y quienes vieran a Víctor, quienes pagaran un precio por contemplarlo, ¿apreciarían la obra de arte de Sadoc o simplemente observarían a un monstruo por partida doble, y se lo señalarían a sus hijos para que rieran o sufrieran arcadas de asco? "Así puedes acabar si sigues comiendo esas cosas", podría amonestar una madre a sus pequeños.
    Al volver de noche a su departamento, Sadoc llevaba muy presente la debilidad del corazón de Víctor, ese corazón obligado a empujar sin descanso la sangre de su mural por entre la opresiva grasa que, sin duda, se acumulaba en las arterias tanto como bajo la epidermis de Víctor.
    Y llevaba muy presente también que hacía varios meses que no pagaba su renta el taxidermista.


Julio de 1990


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"Leyenda a las puertas de una sala del Museo de Arte Moderno" por Mauricio-José Schwarz Huerta está bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 Unported License.

4/1/11

Todos somos Superbarrio

En verano de 1994 conocí en persona a Superbarrio Gómez, leyenda de la lucha por la vivienda y la justicia en la Ciudad de México. Durante la segunda mitad del año me dediqué a entrevistarlo a él y a otros personajes relevantes de la opinión pública que podían ampliar la visión sobre el personaje, como Carlos Monsiváis (uno de los más brillantes analistas de la realidad mexicana y un verdadero malabarista de la palabra, fallecido en 2010 como una pérdida absolutamente irreparable para la inteligencia y la lucha por las mejores causas), Jorge German Castañeda Gutman (que poco después abandonaría la izquierda para servir al partido de la derecha ultraconservadora y ultracatólica, el PAN, donde llegaría a ser el más ridículo Secretario de Relaciones Exteriores de la historia del país bajo la inservible presidencia de Vicente Fox) y Paco Ignacio Taibo II (escritor, combatiente por las mejores causas, promotor cultural, genio disperso que vive a tiempo parcial en un mundo mejor que éste, y, sobre todo, amigo), para este libro que se convertiría en la biografía más o menos oficial del personaje. Su desaparición de la escena pública por decisión del personaje, de su creador (el líder y organizador social Marco Rascón Córdoba, también entrevistado para este libro, líder de la Asamblea de Barrios) y del hombre tras la máscara, que dio vida al mito desde un anonimato asumido con una vocación de servicio a su sociedad que siempre admiraré, no ha hecho sino atizar las llamas de la leyenda. A solicitud de varios investigadores y periodistas que me han pedido el material como fuente para sus trabajos, y porque Superbarrio debe ser un mito perdurable de lo mejor de las luchas sociales y en particular del movimiento urbano popular de la Ciudad de México, es un gusto especial poner a disposición de todos en licencia Creative Commons esta historia. El libro fue publicado por Editorial Planeta en la colección "México vivo" en diciembre de 1994.
TODOS SOMOS SUPERBARRIO
México-Tenochtitlán, diciembre de 1994
Edición electrónica: España, abril de 2011

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"Todos somos Superbarrio" por Mauricio-José Schwarz Huerta 1994-2011 está bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 Unported License.

3/2/11

Los fanes

Alguna vez, en una lamentable lista de correos tomada por valedores de la Real Academia Española (organización cuya patente inutilidad sólo se ve igualada por su altanera arrogancia y cuya idea de que es la legítima tenedora de la aduana del idioma siempre me ha parecido patética) entramos en el tema de las preceptivas que se les ocurren a los académicos (casi ninguno lingüista) los días en que trabajan, es decir, los jueves por la tarde del año lectivo en las universidades españolas, unas 38 tardes al año, lo cual es de risa loca. Mientras algunos defendían la polilla académica, yo recordaba patinazos monumentales como cuando convirtieron al módem en "móden" y al CD-ROM en "cederrón" argumentando que en español no había palabras terminadas en "m". El argumento es absurdo porque que no las hubiera no es motivo para que no las haya. Pero, sobre todo, porque sí las había. Le pregunté a los académicos de la lista si podía poner mis "cederrones" en un álbum y se acordaron de una sucesión bastante larga de mis ascendientes femeninas por tres continentes y hasta tiempos del ardipitecus.
En la misma lista entramos (poco antes de que yo decidiera de que era más productivo perder el tiempo martillándome un dedo que hablando con gente cuyo cerebro había adquirido la textura y dureza del granito) en el tema de los plurales, y la necedad de la RAE de que las palabras terminadas en consonante debían pluralizarse con "es", aunque el uso (que, como le hace decir Cervantes a Don Quijote, es el que tiene poder sobre el idioma) no respetara tamaña necedad. Me retaron a que demostrara que el uso no era el que señalaba la naftalinada institución obsoletísima y real, y de allí este pequeño poema satírico nunca editado.
LOS FANES
Mauricio-José Schwarz
De la música son fanes
por eso usan sus modenes
para descargar pluguines
que guardan en cederrones. 
Presurosos hacen cliques
y le dan a los joystickes
para descargar los bites
que transitan por sus chipes. 
Las respuestas de los testes,
se mandan por intranetes,
y aunque a veces tengan bugues,
en las páginas dan hites. 
No les gustan los hackeres
que se meten por las webes
(les parecen cual gangstéres
parecidos a robotes). 
En sus átomos hay quarkes
que miden pocos angstromes
y creen que a muchos parseques
ocurrieron dos big bangues. 
En fútbol jalean a crackes
que siempre viajan en jetes
y celebran sus recordes
-lo comentan en los chates-. 
Dicen que no son esnobes
-aunque visten finos fraques-
ni al disfrutar de raftingues
ni cuando van a picniques. 
Literarios son sus boomes
gracias a sus best-selleres,
financieros son sus crackes
con tremendos handicapes. 
(Si lo suyo no es ni spanglish
una duda queda lista:
-¿Por qué no hablan normalmente?
Nos responden: -Soy purista.)

Gijón, 2002

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"Los fanes" por Mauricio-José Schwarz Huerta está bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 Unported License.


2/20/11

Destellos en vidrio azul

Del tema de este cuento tengo poco qué decir, lo dice todo él porque es parte de mi convicción razonada de que el neoliberalismo es mala idea incluso dentro del capitalismo, ya no digamos desde una visión de izquierda, crítica, racional, solidaria y cuestionadora. El elemento literariamente relevante es, por supuesto, Jacknife Springs, el despiadado detective que protagoniza las lecturas clandestinas del elenco de este relato. Creo que la literatura y el arte en general influyen en la realidad. Menos de lo que quisieran las almas más puras e ingenuas, pero más de lo que admiten los cínicos. Igual me equivoco. En todo caso, nadie nos puede quitar la fantasía de tener un Jacknife Springs que pelee sucio las batallas que a veces no podemos ni pelear limpio, entendida como fantasía, no como proyecto. El cuento ha tenido un recorrido largo. Se publicó por primera vez en el número 10 de la revista Umbrales dirigida por Federico Schaffler en 1994 y en el volumen 83 de la mítica revista electrónica argentina Axxón ese mismo año; se tradujo ese mismo año como  "Glimmerings in Blue Glass" en la revista Fiction International de la San Diego State University Press; se incluyó en mi colección Más allá no hay nada publicada por la UAM en 1996 y hoy reeditada en formato electrónico, y fue parte de la antología de Gerardo Horacio Porcayo Los mapas del caos de 1997. Apareció también en 2003 en la antología Cosmos Latinos: An Anthology of Science Fiction from Latin America and Spain.
DESTELLOS EN VIDRIO AZUL
Mauricio-José Schwarz


Mi jefe me miraba con la desaprobación que reserva para todo lo que lo rodea en la oficina de investigaciones. Se rumora que es un hombre amargado. Yo sé que no se trata de un rumor. Es estrictamente cierto.
         ─¿Cuánto más se va a tardar con esa investigación? ─gruñó. Su papada temblaba con cada palabra tirando de mi vista y distrayéndome.
         ─Sólo me falta interrogar al sospechoso. Mañana tendré los resultados ─prometí incómodamente. En el rostro de mi jefe aleteó lo más parecido a la satisfacción que él podía experimentar. Bajó los ojos a su escritorio y tomó unos papeles, mostrándome la perfectamente rapada cabeza. Era su forma de decir que podía irme.
         Ya en mi lugar, fingí revisar el expediente Contero. Al fin y al cabo, en cuanto hablara con el tipo podía redactar mis conclusiones en unos minutos. Y en el fólder de Contero ocultaba la nueva aventura de Jacknife Springs, el detective de las gafas azules, que ansiaba terminar de leer.
         Jacknife es el héroe clandestino de la oficina. Es lo que alguna vez todos aspiramos a ser, la idea original de nuestra labor. Sí, somos detectives privados, pero eso tiene un significado novedoso entre estas paredes. Los cuatro hombres bajo las órdenes del jefe lo sabemos amargamente, pero este es de los pocos trabajos a que podemos aspirar, y nadie se queja en voz alta. Nuestra protesta se expresa en las peripecias de Jacknife Springs. El rumor indica que el jefe también lo lee a escondidas, pero ése sí es sólo un rumor.
         Jack estaba metido en un lío de corrupción sindical, tema que nos resultaba cercano. Antes de sumergirme en su lectura, miré al escritorio de junto. Beni Ruiz estaba absorto en un expediente. Demasiado absorto: seguramente también vivía la aventura de Springs, que bajo mis ojos vigilaba en silencio la entrada a una fábrica de alimentos de los trabajadores cuyo líder había sido asesinado, caso que le había encargado la compañera de trabajo y cama del muerto: una asombrosa mujer de piel oscura, inteligencia ardiente, pechos espléndidos y ojos de cachorro asustado que no engañaban a Jacknife. Era una hembra dura. Física y emocionalmente. Quería a Jack para llegar al asesino, no para que se encargara de él. Ese era asunto de ella, y el detective de las gafas azules sabía bien que ella estaba preparada para hacerse cargo del capítulo castigos.
         La puerta de la oficina del jefe se abrió silenciosamente. El la aceita personalmente cada lunes: bisagras, pestillo, perilla. Eso, más los zapatos de suela de hule que usa, lo hacen difícil de detectar.
         Al menos eso cree.
         La mínima brisa a mis espaldas fue aviso suficiente. Con suavidad dí vuelta al papel y miré los datos familiares de Jacinto Contero. Después de un compás de espera, el jefe empezó a caminar hacia la cafetera.


Ante Jacinto Contero yo no me sentía colega de Jacknife Springs. Me sentía lo más lejos posible que puede estarse de un detective sin ser un criminal. El hombre ante mí parecía normal, excepto por la boca siempre abierta, algo torcida. De cuando en cuando, justo antes de babear, sorbía la saliva acumulada en la comisura de sus labios. Veintiséis años, buena habilidad manual, pocos problemas para comunicarse. Cuando alguien le hablaba, escuchaba con toda la concentración de un niño. A primera vista no tenía ningún problema, pero la fábrica siempre verifica a sus candidatos ante el peligro de una infiltración. Al principio no se habían preocupado y, claro, hubo un conato de huelga por parte de algunos que, materialmente, se pasaban de listos.
         Yo no sé si todas las demás fábricas tengan la misma política. Se dice que sí, que ya ninguna usa obreros normales, peligrosos. Se dice que antes eran todas como la fábrica en la que se desarrollaba el último cuento de Springs. Es el número dieciséis en la lista de los cien grandes rumores que nos alimentan. Afuera nadie lo sabe. Nuestro sueldo es garantía de ello. Rumor veintidós: nuestro sueldo está entre los más altos de todo el personal de confianza en el país.
         ─Jacinto Contero ─dije al fin. El hombre sonrió con satisfacción y asintió moviendo la cabeza en un amplio arco─. ¿Cuántos años tienes?
         ─Doce ─dijo liberando con alegría cada letra.
         ─Por favor pon tus manos sobre la mesa ─pedí. Sacó los puños del regazo donde los mantenía ocultos, cubriéndose los genitales en actitud defensiva. Las manos eran delicadas.
         ─¿Te cortas el pelo tú mismo? ─Negó con la cabeza.
         ¿Por qué nos tienen a nosotros si cuentan con trabajadores sociales y sicólogos? Porque podemos ver más allá, sacar conclusiones de multitud de detalles que por sí solos carecen de significado, pero que en conjunto son reveladores. Y también porque salimos a la calle, golpeamos el pavimento, hacemos guardias afuera de las casas de los sospechosos, planteamos preguntas incómodas a personas que no quieren contestar. Obtenemos datos a los que ningún sicólogo, ningún trabajador social podría acceder en las condiciones normales de su labor. Hacemos el trabajo sucio y eficaz.
         ─¿Te acuerdas de la doctora Fuentes? ─Asintió ruborizándose. Su doctora, que había estado a cargo de su terapia durante años, le gustaba y no podía ocultarlo─. ¿Te trataba bien?
         ─Sí. Mucho. ─Las palabras se desgranaban de su boca perezosamente.
         Miré a Jacinto Contero con intensidad. Puse en práctica todo mi entrenamiento, toda mi capacidad de observación. Cotejé mentalmente varios detalles aparentemente menores de su apariencia y actitud con lo que tenía anotado en el expediente. Todo confirmaba que era sólo un deficiente mental con suficiente rehabilitación como para trabajar en una línea de montaje. Para eso se habían establecido tantas organizaciones caritativas, gracias a las cuales las empresas deducían de sus impuestos las cada vez más generosas aportaciones que hacían y obtenían además obreros ideales, que no se aburrían, no se quejaban y recibían con agradecimiento el sueldo sin plantearse que podían tener derecho a más, que sus horizontes podrían ampliarse con conceptos originales como justicia, equidad y solidaridad. Sus escasas necesidades estaban cubiertas, y no cambiaban, no crecían, no pensaban de más. Eran la inversión ideal.
         Jacinto parecía una prueba viviente de las bondades del sistema. Y ciertamente nada lo delataba como un tipo normal que estuviera fingiéndose imbécil sólo para hacerse de un empleo medianamente decente.
         ─Es todo. Puedes irte ─dije lo más amablemente que pude.
         ─¿A dónde? ─preguntó él sin malicia.
         ─Vuelve afuera, el autobús los está esperando para llevarlos de regreso a la residencia ─le dije. Unos pocos viven en sus pequeños departamentos, pero casi todos se quedan para siempre en la residencia. Incluso buena parte de su sueldo va directamente a las arcas del lugar para pagar parte de su mantenimiento, alimentos y demás necesidades. Lo que conservan lo gastan en la tienda del lugar, o en las ocasionales salidas a parques de diversiones, cines o tiendas. Se conforman con poco y lo disfrutan mucho.


Conclusiones breves. La fábrica no tiene nada qué temer de Jacinto Contero. Es lo que parece, nada más. El jefe, casi sonriendo luego de leer mi informe, me encargó una nueva investigación. Algo extraño estaba ocurriendo con Marta Revilla, obrera de la división textiles. Alguien la vio con un libro al parecer muy por encima de su nivel. Fui con el expediente a mi escritorio y volví al mundo de Jack.
         En las páginas fotocopiadas, Jacknife Springs sostenía una sangrienta batalla a mano limpia contra el asesino a sueldo que había matado al líder sindical. Cuando el asesino arrancó las gafas azules del rostro oliváceo del detective, los genuinos iniciados supimos que la lucha estaba al terminar, que la furia de Springs se liberaría como el agua en una presa fracturada. Una página después, el asesino confesaba aterrado el nombre del autor intelectual del crimen, un joven jefe de personal demasiado celoso de su lugar en la fábrica de alimentos. Antes de partir, Jacknife lo roció con gasolina y le aventó una caja de cerillos. Yo, como todos los lectores habituales de Springs, supe que el asesino preferiría autoinmolarse antes de correr el riesgo de volver a verse reflejado en las gafas azules de Jack.
         En la oficina yo pensaba en mi hermano, ese Jacinto al que difícilmente podría ver de nuevo, ese muchacho vivaz que se había preparado desde muy joven para obtener un empleo y no terminar en las calles, al compás de la violencia angustiosa, entre el olor de las ratas asadas, con el miedo en los párpados y el aroma de los solventes usados como droga pegado para siempre a su anriz y paladar, buscando víctimas a las cuales quitarles sus carteras llenas de rectángulos de plástico, soñando con adivinar los cuatro dígitos de identificación de una tarjeta robada y resolver su vida en un cajero automático. Todos sabíamos que un empleo como el mío era para uno de cada diez mil. Yo tuve suerte. Si no, habría tenido que hacerme un disfraz como el de mi hermano. O vivir en la calle.
              Nadie mejor que yo para evaluar la simulación de Jacinto, que en realidad tiene otro nombre. Fui inflexible, él lo sabe. Sobrevivirá en la fábrica si no se descuida como parece haberlo hecho Marta Revilla.
         Sobre mi escritorio, el detective de las gafas azules se encargaba de servir de lazarillo a la justicia.
         Al levantar la mirada, pude ver que en la bolsa del saco de Beni Ruiz asomaban unas gafas azules, de las que se están poniendo de moda entre los lectores de Jacknife. Si el jefe llega a verlas, Beni tendrá problemas. Springs no es muy popular a ciertos niveles. Eso no es un rumor.
         He decidido rendirme a la curiosidad. Esta noche me compraré mis propias gafas azules.


México-Tenochtitlán, febrero de 1992-marzo de 1993

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2/19/11

The darkness in the head

Alguna vez Jacknife Springs, personaje de unos supuestos cuentos que leían los persnajes de mi relato "Destellos en vidrio azul", que será el siguiente en este blog, quiso ser algo más, un inspirador de otras barbaridades. Era un detective brutal, con esa irrealidad y libertad que da ser un personaje de un libro que ni siquiera existe. El caso es que después de que se publicó la traducción de ese cuento en Estados Unidos y otro cuento mío en una antología de Mary Higgins Clark, hubo coqueteos de una editorial estadounidense para que escribiera una serie de cuentos en inglés. El barco no llegó a buen puerto, pero alcanzó a levar anclas con un par de cuentos. Éste es uno de ellos. Nunca se publicó hasta hoy, se escribió en inglés y si alguien lo quiere traducir al español, bajo licencia CC, lo agradeceré siempre y cuando me avise. Un adolescente, con voces en la cabeza, una novia prostituta, una madre insensible y un asesino en serie. Y algo de Jacknife  Springs. 
THE DARKNESS IN THE HEAD
Mauricio-José Schwarz

I remember when I discovered death.
     You should remember it too, the time when you saw how living things petered out, stopped moving and someone explained they were dead. Death is only a fact of life after someone explains it to you. If people remained silent about it you might think that such a state was only a peculiar way of life.
     Darkness is another thing. You know darkness, and it's usually unwelcome. You don't need anyone to tell you about it.
From the unpublished memoirs
of Jacknife Springs
  
Simon was looking at his bloodied finger and thinking about rock and roll, hate and monsters. Given enough blood, no one could tell his finger from that of any other kid in the neighborhood, black, latino, asian or white. Bloody fingers could be quite unprejudiced.
     He sucked on the finger and turned up the volume on the stereo.
     Given enough rock and roll he might be able to even forget about the blood.
     And the monsters.


Whenever Lillian came into their conversation, mother never failed to point out she was a whore. It was mother who actually brought Lillian as a recurrent topic in almost every conversation she had with her son.
     Yes, Lillian was a whore. The word accurately described the tanned, girlish woman. It was not an insult, but a definition. Lillian went to bed with men for money, hard cash she used for her college tuition, her rent, her car payments and the slow buildup of a trust fund for the home she dreamed she might once have.
     Maybe even with Simon.
     She was a whore with the same ease with which other girls were burguer pushers at fast food joints or cashiers in a failing department store. And Lillian also had a job security other girls could never dream of. She was her own boss, managed her time with absolute freedom and had safety down to near-perfection. Safety involved avoiding drugs, Aids, pimps and other givens of the trade which ensured most girls never left the hooking they had originally undertaken only for a short while, just to get enough money for this and that, only for kicks, only for whatever they understood as love for a guy bent on exploitation, only for a fix, until a day in the life became their daily, unavoidable life.
     And since Lillian was actually a whore, Simon never tried to argue the point with his mother. That drove her mad.
     "She's a whore!"
     "Right", he would say and calmly tried to steer the conversation back in track.
     He always failed.


Silvery flakes falling inside his head.
     He always wished it were Winter, especially when the Summer heat became a hammer that struck his head like Vulcan working on his anvil, incessantly, unavoidably. You could never run away from Summer. The heat made him angry, sweat made him uncomfortable and self‑conscious. His hand hurt, reminding him of a blow he had stricken three, maybe four months back.
     He had been hit back.
     The police said they were looking for a forty-year old man with thick glasses who might --just might-- be involved in the killings of three or four other hookers.


Monsters were not in rock and roll, no matter what small-town sheriffs with beer bellies and frigid wives liked to say when the TV cameras crossed their paths and asked about satanic cults. Simon knew monsters were inside the heads of people. They had been born there, their embryos planted by everyone around, bred carefully, fed through offhand comments, through the papers, through the voice of the teachers and all kinds of leaders.
     Monsters learned how to roam inside the heads of people, to reach all but the best defended places.
     They enjoyed attacking Simon by whispering, yelling and talking about his mother, and about Lillian.
     "You know it's not right," they said. "Lillian is a hooker. She's gonna kill you in the end. A ruptured condom and she's got Aids, and then you get it and you all die."
     The monsters also said worse things. And when Simon had his guard down, the monsters managed to make a whole area of his life smell like fresh, sick feces.
     "Your mom's right. Imagine Lillian laying under a customer, sighing, yelling, asking for more... is she acting?"
     "Is she acting when she's with you?"
     Simon had a lot of defenses, but the monsters were many, strong and full of strange abilities.


Simon had been Lillian's lover for more than a year, and Mother's attacks had become tiresome. Both knew they were useless, but she couldn't stop and he had learned how to ignore her.
     Then, in a moment of almost mystical illumination, mother managed to touch upon a new angle.
     "Sure, you couldn't care less... you've become a pimp," she said. "I wonder how much money she gives you..."
     All of a sudden Simon's right hand wasn't his anymore. It fired on its own like a defective handgun and struck his mother's mouth. She didn't bleed. She just stared at him.
     For a moment Simon tried hard to feel guilty. He couldn't. His conscience was unavailable. He just knew she had it coming --and for a long, long time. It was almost a miracle that no one, in the almost half century his mother had been alive, had done exactly what he had. It might not be something to feel proud about, but it sure felt good.
     Mother continued to stare at him.
     A barrier had been broken, the dam had given way. Nothing would ever be the same again.
     Mother began to stare past him. He had ceased to be. Her mouth trembled. It would soon be sore and swollen.
     He turned around and left the apartment. For good.


Lillian was dead. Darkness had fallen.
     Summer brought the stench of people, the persistent heat left Simon almost defenseless, walking through the scorching city, sweating, unable to even think where to go. His apartment was sweltering... no air conditioning here, we're just surviving on our own working in a second-rate lighting and sound company. Lillian´s place was full of her.
     Lillian was dead. Strangled, beaten. A slow death, the son of a bitch who climbed in the coroner's car said calmly. They called Simon on time so he managed to reach the hotel when the ambulance was leaving with Lillian's body. His last glimpse of her was a gray plastic bag with no shape at all.
     They asked a lot of questions. Harsh, accusing, relentless questions. They sounded very much like mom. The monsters awoke, hungry.
     Lillian was dead. He wasn't quite alive.


Even the monsters wouldn't agree about this.
     They spoke, interrupting each other gleefully, fueled by the hot sun and Lillian's blood.
     "She had it coming, you know. Weirdos kill whores, wierdos kill hookers, weirdos kill strumpets, weirdos kill..."
     "You can make good, ask mom for her forgiveness."
     "It's your fault, you could have stopped her. But it was so chic, so alternative, so veeeeery liberal to be the lover of a hooker and pretend everything was so normal and pretty..."
     "Mom was right..."
     "You knew it when people saw you in a restaurant and their eyes betrayed that they knew who Lillian was. Customers, maybe. You enjoyed it..."
     "It was Mom." A cruel whisper.
     Simon gasped for air. The monster was quite pleased. He'd touched a nerve.
     "Mom killed her."
     The monster kept on working on that nerve, enjoying the pain and the anger.
     "Oh, yeah, she did. For sure".


Rock and roll was a cry that drowned out the monsters most of the time. A fantasyland of what could be. Rosy colors even in the darkest heavy metal scene. No matter how awful, all the kids with the guitars and the drums were basically certain that there was a future. Simon tried hard to look past today but all he could see in tomorrow and onwards was a black nothingness.
     Simon and rock and roll didn't agree about the future anymore. They had, surely, in the past. But at least the music still kept the monsters at bay.
     After Lillian's death, he spent a lot of time listening to music, his back turned against the bed where he and Lillian had been one.
     Simon listened until his sound equipment gave up on him and died.
     The silent silver of the discs overwhelmed him. Monsters began to throw their reflections at him using the polished surfaces where music was now hidden, locked away with no key, no CD player to bring it back alive.
     The monsters showed him silvery blood for the silvery flakes in his head.


Mom had taken so long.
     He wasn't even trying to be cruel. He didn't enjoy her pain, her sweat, her blood. He just wanted to know for sure... he wanted her to admit she had killed Lillian.
     Mom said it was a logical progression. First her son had run away from her side and teachings. Then he beat her just as if they were animals living deep in the inner city with the pimps, the junkies and the hookers. Then it was time for him to kill her slowly. That was what whores had their pimps do for them, Mom said. Lillian still had Simon on her payroll, even after her death.
     Simon did not even listen. He just repeated what the monster had suggested in a whisper, but as a question.
     "Did you do it, mom? Why did you do it?"
     It was clear for Simon. Mom had given up on his rescue. She had become the kind of person who could employ someone for the ghastly job Lillian had suffered. Darkness had overtaken his mother and Lillian had died. And rock and roll couldn't save her anymore. He was here now, back in her apartment, demanding payment.
     Mom insisted she didn't do it until it was too late. Her crumpled, pained body was stopping like a motor running on empty. Her blood was leaving her.
     Then she smiled horribly. She lifted her head with her last drop of strength and looked at Simon. She had despised him, perhaps, but never before, even through the long hours he worked slowly on her with the pliers and the screwdrivers and the electric cable, demanding an answer right through her pain and blood, had she looked at him with hatred.
     Now she did. Hatred cold and silvery. Winter hate.
     The monsters were pleased.
     She hated him utterly for a few seconds. Simon trembled visibly.
     "Yes, I did it. And I'm glad," she said. Then she tried to laugh, but her cackle became a cough and a last rasping breath.
     She collapsed.
     The monsters became wildly jubilant.


Simon washed and changed numbly into the clothes he always had at Mom's house.
     He went home, gnawing on his finger, and on the way bought a small stereo equipment. The monsters had to be stopped.
     He found himself listening, trying to forget, looking at his bloodied finger. He continued gnawing, thinking about forgetting the blood and the monsters.
     Before drowning in the music, one of the monsters spoke softly, jesting:
     "She lied to you."
     And Simon knew it was true. Mom had lied.
     That was the worst part.
     He turned the volume up, up, up...



Mexico City, July 1994

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