3/9/10

Nuestra propia tierra


Los niños de la calle, una especie de excedentes del sistema que se vuelven invisibles a ojos de casi todos porque su existencia es todo un desafío a quienes sí viven en el sistema y disfrutan de todo lo que está vedado de origen para esos niños sin futuro. América Latina es pródiga en esos niños, a la mitad del camino entre la delincuencia y la rebelión, hijos de los abusos de gobernantes y miembros de las listas de Forbes, de las intervenciones estadounidenses, de la lucha contra el narcotráfico, de la desidia de quienes se sirven de sus ciudadanos sin jamás pensar en servirlos. Han sido mi tema muchas veces, pero quizá no las suficientes. Este cuento es parte del volumen Más allá no hay nada, publicado por la Universidad Autónoma Metropolitana gracias a los buenos oficios de mi querido Bernardo Ruiz.
NUESTRA PROPIA TIERRA
Mauricio-José Schwarz

Somos un agujero
en medio del mar y el cielo
Juan Luis Guerra


—Esos edificios están construidos sobre muertos —dijo Daniel señalando la amplia unidad habitacional. Pese a las dos décadas transcurridas desde su construcción, se veían bien conservados, cuidados por sus moradores.
     —¿Metáfora tuya? —preguntó Nicolás, su ayudante recién salido de la Universidad.
     —No, —respondió Daniel. Dejó pasar el silencio.
     —¿Algún gran secreto? —insistió Nicolás intrigado.
     —No, en realidad no —concedió el viejo arqueólogo—. Es de esas cosas importantes que los diarios en su momento apenas mencionaron y que luego se olvidaron por consenso, como se olvidan las vergüenzas de la familia o los momentos de ridículo que cada uno de nosotros ha pasado. Se olvidó por acuerdo de todos. Menos el mío, quizá. Ahora no me gusta que no quede memoria.
     —¿De qué se trata? —volvió a preguntar Nicolás.
     —De una historia que, como todas las buenas historias, se cuenta mejor frente a un tarro de cerveza o una taza de café.
     —Prefiero la cerveza —señaló Nicolás.

  
Los edificios se habían ido quedando desiertos sin que nadie atinara a explicarse cómo, sobre todo porque cada vez más personas vivían en la calle, trabajaban en la calle, comían en la calle y decían a gritos cosas que no eran propias de gente bien educada. Eran muchos que languidecían sin un techo encima y, sin embargo, languidecían tantos techos sin nadie abajo.
     Eran tiempos en que muchos hacían un esfuerzo cotidiano para convencerse de que vivía en el mejor tiempo de todos, en una sucesión de maravillas y abundancia de bienes capaces de asombrar a los antiguos que vivieron los tiempos en que Omar Khayyam escribía sus Rubaiyat. Eran malos tiempos para esos que en la calle, sin casa ni modo de justificar el aire que respiraban, el espacio que ocupaban en las ciudades, contradecían el esfuerzo noble y tenaz de los otros, los que ni siquiera lograban convencerse del todo.
     Los edificios eran el grotesco testimonio de la paradoja. Casas que habían quedado huecas. Cascarones purificados por un incendio. Edificios ajados por las fuerzas de la naturaleza o simplemente por vencerse solos, cansados de luchar contra la herencia de sus creadores que hipócritamente habían escatimado en los cuerpos de las construcciones algunas vértebras, algunos músculos necesarios, algunos órganos vitales que representaban atractivos ahorros. Hogares convertidos en ruinas por la muerte de sus ocupantes, o atrapados en interminables procesos jurídicos que se acurrucaban en estado de coma dentro de miles de archivos de miles de oficinas, o que simplemente se habían convertido en legajos fugitivos, que nadie encontraba, con el solo objeto malévolo de enredar aún más la maraña. Terrenos baldíos sin esperanza de construcción. Covachas dejadas atrás por émulos de Lot que nunca miraron atrás. Casas que no eran de nadie y que al final eran casas de todos.
     No de todos, es cierto. La mayoría eran las casas de unos pocos, de los iniciados o de los invitados, de los que se enteraban o de los que pertenecían al círculo, separadas en grupos de edades, de sexos, de preferencias o de niveles delictivos. Casas tomadas por bebedores cuyo único sueño, cuando ya todos los demás se les habían caído de los bolsillos rotos, era morir en una embriaguez de apoteosis, donde la alucinación del delirium tremens adoptara la forma de alguna hurí vista en televisión. Casas de adolescentes duros que llevaban la muerte a cuestas y la abrazaban sin pena, que mataban y morían con abandono. Casas de adictos, casas de los que habían huido de sus hogares y casas de los que habían escapado de los albergues que la caridad estatal y clerical les había diseñado para devolverlos al mundo del que huían. Casas de varios grupos a la vez, en las que imperaba la única dosis de respeto que podían dar y recibir sus ocupantes. Iban y venían. Nadie preguntaba, sólo se pedía atención al mínimo reglamento que habían sabido darse. Se quedaban una noche, una semana o un año, y si desaparecían no inquietaban a nadie más que a sus amigos cercanos.
     Casas que cualquiera hubiera jurado que estaban abandonadas, a menos que mirara con cuidado durante todo un día, descubriendo con asombro a sus ocupantes escurriéndose en misteriosos ires y venires.


Un terremoto, un proceso judicial largo como las penurias de los indios y otros variados elementos se confabularon para que quedara a disposición de la calle un edificio de oficinas amplio y no muy viejo, apartado de las miradas indiscretas por una barda, ubicado en un rincón de un barrio al que nadie le prestaba mucha atención.
     Le llamaban "la casa de todos", y lo era.
     El paso de los años fue destejiendo la red formada alrededor del edificio, esa mortaja que lo condenaba a ser un borrón indistinguible para vecinos y autoridades. El edificio recobró existencia a ojos de la gente de afuera, se firmaron y sellaron papeles y se llegó a una solución salomónica: un convenio para dedicar los terrenos a construir una unidad habitacional para gente de escasos recursos —según decían los papeles firmados y sellados, para no causar cejas levantadas con el ofensivo uso de las palabras "pobres", "marginados" o cualquiera otra que atentara contra la sensibilidad de los firmantes y sellantes. Alguien se dio cuenta de que el edificio albergaba a los muchachos de la calle, y entonces la decisión se adornó con una cláusula adicional, hija de la culpabilidad. Se anunció, para que todos lo supieran, que se daría preferencia a quienes entonces ocupaban "la casa de todos".
     Y ello justificaba, además, que se retirara a los habitantes. Les convenía. Era para su propio beenficio.


Se procedió al desalojo. De noche, según costumbre ancestral de todos quienes no están seguros de que sus acciones sean dignas la luz del sol, lejos de las miradas de los curiosos, la policía sacó de su maltrecho hogar a los muchachos que limpiaban parabrisas en las esquinas, a los raterillos menores, a las adolescentes preñadas o con un bebé en los brazos que las mantenía en asombro permanente, a los niños grises con la nariz hambrienta de solventes, a los cuatro o cinco temerarios que se pusieron broncos y se llevaron un garrotazo o un empujón con el escudo de plexiglás, a los que tenían tuberculosis y a los que tenían Sida.
     Los que quisieron subieron a los autobuses para ir al albergue que se había preparado para ellos en un gimnasio. Los demás se fueron por la calle como semilla que se esparce buscando un suelo del cual apropiarse con la garra de su raíz. Los bienes, diminutos y lamentables, que sus propietarios no habían reclamado de inmediato, salieron por las puertas y ventanas de la casa que ya no era de todos. El ansia de limpieza de las autoridades respetó apenas el altarcito católico en el que hacían sus reverencias los habitantes, pidiendo suerte para trabajar, para robar, para prostituirse, para vivir un día más y volver enteros a dormir, Dios mediante.
     Nadie se ocupó, al final, de contar a los ocupantes para poder decir si allí habían vivido cien o mil.


El gran edificio abandonado estaba en una zona que probablemente alojaba restos de interés arqueológico. Nos llamaron y nos dieron quince días para nuestros estudios, además de permiso para estar presentes en las obras de demolición y excavación, con derecho a suspenderlas temporalmente si se hacía algún hallazgo de importancia. A cambio convinimos en no hacer nada para que la suspensión fuera definitiva.
     A mí me tocó el altar. Era una colección disímbola de elementos tomados de acá y de allá, desde estampitas baratas de San Judas Tadeo, patrono de las causas perdidas, hasta "milagritos" de oro y plata, notas escritas con ortografía lamentable y figuras burdas de barro con representaciones ancestrales: un árbol de la vida, un sol, una rana de barro negro. Todo ello rodeaba a una virgen de Guadalupe en un cartel impreso de mediana calidad.
     A los pies de la virgen se encontraba una pequeña alcancía que aún tenía en su interior unas monedas. Quizá los ingresos de la cajita se usaban para atender necesidades de la heterogénea comunidad. O quizá se entregaban a alguna parroquia cercana.
     El altar entero estaba colocado sobre una pesada caja de madera, de ésas que se usan para embalar y transportar objetos delicados: sólida, reforzada y de gruesas paredes.
     Cuando tratamos de levantar la caja, descubrimos que contenía algo tremendamente pesado. Después de fotografiarla como habíamos hecho con el altar ahora desmembrado que estaba en las cajas destinadas a los antropólogos sociales, la abrimos.
     La caja contenía sólo tierra y piedras principalmente, acompañados de cascajo, ladrillos rotos, pedazos de varilla y numerosos fragmentos más. La vaciamos hasta que pudimos moverla y descubrimos la entrada al segundo sótano del edificio, donde habían estado las bodegas de mantenimiento, una planta de luz, la bomba del agua y otros elementos. Con los años, ese sótano había quedado olvidado.
     Limpiamos la entrada y bajamos para poder decir en nuestro informe que lo habíamos hecho.
     Encontramos todo lo que nos esperábamos: los restos oxidados de aparatos eléctricos y las áreas que habían sido el corazón y el aparato digestivo del edificio cuando estaba vivo para sus oficinistas y no para la colección de indeseados que lo había ocupado en los últimos cinco o seis años.
     En el mayor recinto del sótano, lo que había sido el estacionamiento, encontramos la verdadera sorpresa. Las entradas habían sido cegadas con muros de ladrillos y, desde el primer sótano, eran prácticamente imperceptibles.
     Mientras caminábamos sentimos bajo los pies una suavidad que no correspondía al lugar.
     Bajando las linternas recorrimos con su luz la tierra fresca que se extendía por más de la mitad de lo que había sido el estacionamiento. Con paciencia monacal, alguien había roto y levantado las losas de concreto para dejar al descubierto la tierra en la que se habían excavado los cimientos del edificio.
     Javier, uno de los arqueólogos más jóvenes del grupo, se apartó de nosotros. Al otro extremo del estacionamiento, empezó a hurgar en la tierra. Trató de sacar un objeto grisáceo que encontró y descubrió que era un dedo de una mano humana sepultada a pocos centímetros de profundidad. Lanzó un grito de asco y de miedo.
     Cuando llegamos hasta donde estaba lo encontramos tallándose la mano contra la pared de concreto para tratar de limar el horror, de arrancárselo inmediatamente.
     Con todo cuidado expusimos al aire un poco más del descubrimiento de Javier. Quitamos la tierra del resto del brazo, pero apenas llegábamos al hombro cuando el olor se hizo presente pese a que el cadáver, como lo supimos después, estaba profusamente cubierto de cal.
     Salimos a llamar a la policía, convencidos de que habíamos dado con la víctima de un asesinato. Poco después llegaron los forenses y un grupo de bomberos con máscaras antigases, varios policías, un agente del Ministerio Público y algunos uniformados en dos patrullas encargados solamente de mantener alejados a los posibles curiosos.
     Defendimos con éxito nuestros permisos y los oficiales admitieron que permaneciéramos en el sótano mientras ellos hacían sus diligencias, siempre y cuando nos comprometiéramos a no interferir.
     El brazo estaba cruzado cobre el otro, y ambos descansaban sobre el pecho de la víctima, un muchacho joven. Yo jamás había visto a un muerto de meses, y el espectáculo me repugnó poderosamente al mismo tiempo que me fascinaba. La muerte nos gusta por eso, yo creo, porque nos dice cómo vamos a ser. Es un espejo del futuro inevitable.
     Al primer cuerpo siguieron otros.
     Unos que habían muerto en fecha más o menos reciente y otros que evidenciaban varios años de estar al amparo de la tierra. Jóvenes, sobre todo. Hombres y mujeres. Niños, bebés recién nacidos o que ni siquiera habían logrado nacer.
     Casi un centenar de muertos.
     Las teorías de la policía se desgranaron con rapidez. Apenas se formulaba una, se veía sustituida por otra. De un asesinato se pasó a imaginar un asesino serial. La teoría que durante más tiempo se sostuvo fue que estábamos ante un tiradero de cadáveres: el lugar a donde iban a dar las víctimas de los pobladores de la noche en la ciudad, de los asesinos o policías a los que se les pasaba el castigo y se encontraban incómodamente cargados con un cadáver, esos que se tragaba la ciudad y dejaban a la familia esperando siquiera saber si estaban vivos o muertos.
     Cuando llevaban más de 50 cuerpos, Javier, que se sentía intensamente unido a lo que estaba ocurriendo ante sus ojos, se dirigió a uno de los forenses con la pregunta que resolvía todas las dudas, una pregunta que todos traíamos incómodamente alojada en algún lugar de las ideas:
     —¿Ustedes encuentran muchos cuerpos de chavos de la calle? Se mueren por drogas, por peleas, por abortos mal hechos, por enfermedad, por mil cosas. ¿Dónde quedan los cuerpos?
     Estaban allí.
     —Los asesinos no amortajan a sus muertos —señaló uno de los forenses.


Decidí intervenir antes de que las noticias corrieran solas. Antes, incluso, de que acabaran de contar, inventariar y meter en bolsas de plástico los cadáveres. Antes de que la primera ambulancia saliera con las primeras bolsas. No sé por qué me metí, pues en general no me gustan los líos. Los forenses trabajaban bajo una fascinación inexplicable, y convencían a los policías de que no se debía mover a los cuerpos todavía. Algunos antropólgos empezaron a interesarse por los cuerpos y su ropa, por la joyería o lo que por tal pasaba en los descompuestos miembros: la muñequera de estoperoles amenazantes en el brazo de un cuerpecito con aspecto infantil, los tenis de nombre extranjero, las camisetas con estampados diversos.
     Llamé aparte a Javier.
     —Necesito que nadie mueva los cuerpos de aquí.
     —¿Qué pasa?
     —Deformación profesional, si quieres, pero necesito hablar con los dueños del cementerio antes de que se lleven los cuerpos.
     —Espérate, espérate —pidió Javier. Me miró intensamente a los ojos, dejándome ver el claroscuro que los focos bruscos e improvisados lanzaban sobre su rostro anguloso y juvenil. Finalmente la tensión despareció de su expresión—. No es difícil, con el entusiasmo de todos aquí y demás, ahorita hago una rebelión de antropólogos. Y si es necesario con protesta y todo. Pero creo que no hará falta. Los forenses tampoco quieren que todo esto desaparezca así nada más. Uno de los que mandan está que trina porque con esto se va a volver a levantar la duda por todos los extraviados cuyos cadáveres nunca aparecen, así que han de estar pensando cómo hacerle y los puedo amenazar con un periodista. Y hasta inventamos la arqueología de la semana pasada o los llenamos de antropólgos sociales. No te preocupes.
     Era media tarde cuando salí del edificio abandonado y mis pulmones registraron con agradecimiento el polvoso aire de la ciudad, que olía un poco menos a muerte.


El gimnasio era un hangar que había sido habilitado apresuradamente como dormitorio comunal. Más de cien catres militares se habían dispuesto en hileras, pero era evidente que la tardía buena voluntad oficial no había tenido gran éxito. Menos de la mitad parecían ocupados. Los niños y jóvenes platicaban sentados en los catres y en las largas mesas dispuestas en un extremo, junto a una de las canastas de básquetbol, donde al estilo de los cuarteles y las cárceles les servían el rancho cuyo aroma ya se dejaba sentir.
     Me miraron con desconfianza y aproveché para estudiarlos. Eran niños que nadie veía en realidad, a los que nadie podía reconocer aunque estuvieran apostados durante meses en la misma esquina, ofreciendo sus mercancías o sus servicios a los mismos automovilistas día tras día. Ahora tenían rostros individuales.
     Me acerqué a uno que no parecía tan hosco.
     —¿Puedo hacerte una pregunta? —dije tan suavemente como me fue posible.
     —¿Qué? —preguntó con desinterés.
     —¿Tenías mucho tiempo viviendo en "la casa de todos"?
     —¿Por qué quiere saber? —su voz se oscureció.
     —No soy autoridad, ni mucho menos —me apresuré a tranquilizarlo—. Pero necesito alguien que sepa cómo funcionaba la casa. Y en cuanto alguien me lo diga no volvemos a hablar y no digo quién me lo dijo. Pero es muy importante.
     —Yo estuve ahí casi un año —admitió por fin.
     —¿Quién estaba a cargo del altar? —pregunté en tono conciliatorio.
     El muchachito, de no más de quince años, se alarmó visiblemente y se alejó de mí unos pasos por el pasillo entre los catres.
     —No es para nada malo —dije, subiendo un poco la voz—. Necesito hablar con alguien que sepa.
     El muchachito siguió retrocediendo y una voz a mis espaldas dijo:
     —¿Que sepa qué? ¿Con quién quiere hablar?
     Me di vuelta y vi a un muchacho ya grande, de rostro indígena duro, que arrojaba con enojo el humo de su cigarrillo en dirección a mí.
     —Con alguien que me diga quién estaba a cargo del altar en la casa —repetí—. Ya lo quitaron.
     —¿Y?
     —Encontraron el estacionamiento.
     El muchacho dio una larga fumada a su cigarrillo, evaluándome.
     —No sé nada —dijo finalmente.
     —Ya se dieron cuenta de que es un cementerio —dije subiendo aún más la voz. Los que estaban cerca se volvieron a mí—. No se trata de nada contra ustedes, ni los van a acusar de nada. Al contrario. ¿O no les importan sus muertos?
     Varios se acercaron a mí.
     —Están muertos —dijo uno—. ¿Qué importa?
     —¿Y dónde vas a acabar tú cuando estés muerto? —lo interpeló otra voz del grupo.
     —No importa.
     —Pero a ellos sí les importa —insistí.
     —No sabemos nada —dijo finalmente el del cigarrillo.
     Se empezaron a alejar de mí como si ésa fuera la última palabra. Entonces sonó la voz de una muchacha:
     —¿Qué quiere?
     —Yo no quiero nada. Yo nomás iba a ver si no había ruinas abajo del edificio. ¿Qué quieren ustedes? Se tomaron la molestia de recoger y enterrar a sus muertos, ¿no?  Pues entonces deberían también opinar  qué debe hacerse con ellos.
     —Yo estaba a cargo —dijo la muchacha y pude verla. Llevaba pantalones de mezclilla, una playera roja y el pelo corto recogido en una pequeña cola de caballo—. Todos sabían lo que pasaba, pero sólo unos cuantos sabían cómo le hacíamos, eran los que ayudaban a mover la caja y a enterrar a los muertos que nos llevaban. Los llevaban nomás porque no querían que se los comieran los perros, o que acabaran en la fosa común o en la universidad de medicina, donde dicen que los destazan todos para que los doctores aprendan. Pero no matamos a ninguno.
     —Eso ya lo saben —dije refiriéndome a las autoridades y tratando de distanciarme de ellas—. Están a punto de sacar los cuerpos del estacionamiento.
     —¿Y? —preguntó desafiante.
     —No sé. Pensé que querrían hacer algo. Ya sabían que esto iba a pasar. —Asintieron—. Podemos ayudar, pero son ustedes los que tienen que hablar. Son sus muertos.
     —Sí, son nuestros muertos —dijo el muchacho del cigarro.
     Los demás asintieron.
     Cuando ya me iba, la muchacha se me acercó.
     —Ya lo sabíamos —dijo—. Pensamos que iban a pasar unos días más antes de que los hallaran. Pero de todos modos gracias por avisarnos.
     No hice más en el asunto. Nomás lo vi.


Apenas había anochecido cuando empezaron a llegar.
     Los tres periodistas que Javier había convocado estaban apostados afuera del edificio. Dos de ellos habían entrado a ver el estacionamiento. Juntos nos asombramos.
     Traían velas en las manos. Los muchachillos sucios, los malabaristas de las esquinas, los sabios de la calle que usaban atuendos agresivos, los casi adultos y los más niños, los de cabellos erizados en espinas y las jovencitas de aretes múltiples en cada oreja, los de plástico y cuero negro, los de estoperoles y camisetas en inglés.
     Venían de todas las calles y convergían en la puerta del edificio que había sido la casa de algunos. Pero eran más, muchos más de los que podían haber vivido en el edificio. Eran los que vivían en nadie sabía cuántos edificios y agujeros de la ciudad. Los acompañaban otros jóvenes que claramente no eran de la calle: estudiantes y trabajadores, cada uno con una vela en la mano.
     Y en silencio.
     Se detuvieron ante la puerta. Los policías de las dos patrullas los miraron incrédulos, sin atinar siquiera a llamar refuerzos. ¿Refuerzos contra qué?
     Pasaron unos minutos en los que pareció que sólo se movían las llamas de las velas en la noche urbana.
     Uno de los periodistas se acercó a la primera línea de los dolientes y preguntó a todos y a nadie:
     —¿Qué quieren?
     La muchachita de aspecto poco impresionante dio un paso al frente.
     —Que dejen en paz a nuestros muertos —dijo en voz sencilla y firme.
     —¿Van a impedir la construcción? —preguntó el periodista,
     La muchachita y muchos de los que estaban en primera fila negaron con la cabeza.
     —¿Entonces..?
     —Son nuestros muertos, los únicos que tenemos —sonó la voz de un adolescente, como si recitara de memoria una oración profundamente sentida—. Son lo que nos queda. Son los que nos quisieron y son a los que quisimos. Son los que no encontraron su lugar cuando estaban vivos. Son los que ya tienen su lugar ahora que están muertos, en su propia tierra. Son nuestros muertos, la memoria de las noches más frías, de los golpes más cabrones que nos da la vida, de las cosas que no están tan jodidas. Ya encontraron su lugar. Ahí están. Ahí se han de quedar.
     El periodista siguió haciendo preguntas, pero no le respondieron más.
     Las velas hacían solemne la noche de la ciudad.


—¿Y ahí los dejaron? —preguntó Nicolás cuando terminó el relato de su maestro.
     —No les quedó de otra. Las autoridades pensaron en actuar usando la fuerza, pero eran demasiados los que estaban allí, los periodistas, los antropólogos. No tenían a nadie a quién echarle la culpa de nada, porque no había pasado nada. Los muchachos de la calle nomás pedían que les respetaran a sus muertos.
     —Es macabro, ¿no?
     —Cuestión de opiniones —dijo Daniel alzando los hombros—. A algunos les pareció conmovedor.
     —De todos modos, no se me hace que así nomás, a punta de poesía y drama, se salieran con la suya.
     —Efectivamente.
     —Entonces, ¿qué pasó? —insistió Nicolás.
     —Pues que a cambio de que dejaran en paz el cementario, dijeron donde estaban los otros, los extraviados, los que hacían falta en las cuentas. Cambiaron muertos por muertos y pusieron una cruz de metal en el sótano.
     —¿Y no los traicionaron las autoridades cuando ellos entregaron a sus víctimas?
     —No todos eran sus víctimas. Muchos eran víctimas de otros, pero tenían su propio cementerio —aclaró Daniel.
     —De todos modos, pudieron encarcelarlos, buscar a los culpables.
     —Sí, podían hacer todo eso. Pero nadie lo hizo. Después de todo, había que rescatar a los muertos que seguían, a todos los que las heces de la ciudad podían matar después. Nunca se habían visto juntos. Se asustaron de ver cuántos eran, y los otros también se asustaron. Se hizo una especia de pacto sobre los muertos de todos.
     —Y nadie lo sabe —concluyó asombrado Nicolás.
     —Ni falta que hace.

México-Tenochtitlán, enero de 1994


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12/23/09

El rostro

Hace ya muchos años, en el muro de un taller mecánico de la Ciudad de México apareció una pinta o grafitti que me llamó poderosamente la atención. De ella y de la forma de ser o vivir (o morir) de las bandas que por entonces recorrían la ciudad, nació este cuento que se escribió entre 1989 y 1990 y se publicó en 1991 en la colección Escenas de la realidad virtual publicada por Editorial Claves Latinoamericanas en 1991. Y sí, el grafitti en plena ciudad de México sí decía "Stop making sense". 


EL ROSTRO
Mauricio-José Schwarz


UNO
El rostro estaba delineado en negro, posiblemente con aerosol. Representaba a un hombre cuyo negro cabello en pico de viuda parecía peinado con espesa brillantina, la nariz estaba dibujada desde otra perspectiva que el resto del rostro, deforme –más como interesante aproximación de estilo que por estar rota–, las mejillas llenas no daban impresión de obesidad, sino de satisfacción, y la imagen general miraba al espectador con expresión de interés. Los toques de color estaban amorosamente aplicados: rosa en los ojos (¿dormido, mariguano, cansado, o todo eso junto?), y rojo en la boca, carnosa y apretada como un botón de flor, inclinada en una semisonrisa sarcástica. La imagen hacía recordar igualmente una esquemática caricatura de Orson Welles como el Ciudadano Kane o al perro Pupp de la segunda época de la historieta "Krazy Kat".
     Aunque podía ser otra cosa totalmente, ésa era la imagen que del rostro se había forjado Ernesto, la que recordaba en las sesiones de insomnio sudoroso.
     Como un predador nocturno y paciente, el rostro había ingresado en su vida. Cuando Ernesto se percató de su presencia en su memoria, ya era un hecho establecido, un icono que no tenía las cortantes aristas de los recuerdos nuevos, sino que se percibía desgastado por el paso de las ideas a su alrededor. Como una memoria infantil. Como algo repensado y recreado hasta suavizar su realidad para poderlo jugar en el terreno de lo ficticio, simulador de lo imaginario.
     La impresión era tan clara que pasó un par de días después de que tomara conciencia de este usurpador del recuerdo para que Ernesto descubriera que no era una colección de trazos imaginados por él, sino un dibujo real, que habitaba en la barda descascarada de un terreno baldío frente a la cual él había pasado casi cada noche durante los últimos seis meses. En algún momento de ese lapso, había sido pintado por algún chavo banda con influencias de Orozco o Warhol. Cabía igualmente la posibilidad de que siempre hubiera estado ahí, acechando, sonriendo a la espera de Ernesto. Jamás pudo recordar cuándo lo había visto por primera vez, pero al mirarlo detenidamente supo que había ocurrido tiempo atrás. Fue entonces cuando vio también –estaba seguro que por vez primera– una frase al lado del rostro. Era de letras cuadradas y estaba pintada en verde más oscuro que la pared. ¿Por qué no la había visto antes? Eran tres palabras en inglés

STOP MAKING SENSE

y Ernesto supo que no se sentiría tranquilo hasta averiguar el significado de las tres palabras. ¿Y por qué estaban en inglés? ¿Y por qué estaba siquiera el rostro ahí? ¿Y por qué, pese al cuidadoso trabajo en las facciones la camisa estaba inconclusa, como si el artista hubiera sido sorprendido por alguien, o como si hubiera decidido que en realidad lo importante era esa cara? Muchas preguntas estaban listas a ocupar las horas de vigilia y de sueño de Ernesto.


DOS
Nuevamente el rostro lo perseguía, diciendo

STOP MAKING SENSE

No lo decía, de hecho, sino que formaba las palabras con la boca sin que de ella surgiera un solo sonido. Y luego, los rojos labios formaban otras palabras: "Deja de ser razonable", "Ya no seas coherente", "Deja de tener sentido", "No seas cuerdo" y otras frases, todas ellas posibles traducciones de las tres palabras en inglés, aunque ninguna, según Leyton, su amigo australiano, transmitía el sentimiento exacto expresado en el clamor

STOP MAKING SENSE

Eran las cinco de la tarde y sobre el escritorio de Ernesto los papeles, la calculadora y los lápices no habían cambiado de lugar. El sol daba directamente sobre el cenicero en que descansaba el cigarrillo. Mirando el humo azul fluyendo a través de la luz, creyó adivinar en él los trazos del rostro. Cada noche, desde su descubrimiento del dibujo real, había pasado junto a la barda, observando intensamente el grafito en su superficie pero sin detenerse para examinarlo. Cada vez estaba seguro de que recordaba con exactitud el rostro, pero a los pocos minutos los contornos del recuerdo se habían vuelto imprecisa aunque la sensación  su mensaje oculto seguía siendo intensa y clara.
     Ahora su mano hizo lo que él sospechaba desde tiempo atrás que finalmente haría. Tomó un lápiz y en el anverso de unas hojas empezó a tratar de recrear la imagen que lo acechaba. Una y otra vez pensó o deseó estar en el camino correcto y una y otra vez descubrió que las líneas que su mano formaba no se asemejaban ni lejanamente al rostro de la barda. Pasaron las horas y las páginas.
A las nueve de la noche, agotadas las hojas y desbordante la desesperación, Ernesto arrojó el lápiz y antes de salir notó con poco interés que había emborronado, por detrás y por delante, todos los documentos a su alcance, incluyendo papeles de suma importancia en la oficina. No se preocupó por los problemas que ello le traería después.  Al salir de la oficina decidió dejar el auto y echar a andar hasta su casa. Dijo en voz alta algo acerca de cuánto le hacía falta el ejercicio, aunque sabía que todo lo que buscaba era examinar, tan minuciosamente como fuera posible bajo la luz de sodio, el dibujo del rostro.


TRES
La boca brillaba con una luminiscencia propia. La media sonrisa torcida parecía titilar bajo la luz amarillenta. El letrero acechaba con el filo agudo de sus letras angulares. Desde una cuadra atrás, Ernesto adivinó los trazos y se preguntó una vez más si la técnica era brocha o aerosol. Se detuvo junto al árbol que tapaba a medias la luz y se quedó varios minutos absorto en la contemplación del icono urbano que lo acosaba.
     Voces y un siseo. Ernesto volvió bruscamente a la realidad. Cruzando la calle, seis o siete muchachos ataviados en una abigarrada variedad de mezclilla y ropa negra se arracimaban contra otra pared. Del centro del grupo surgía el ruido: la tinta azul de un bote de esmalte en aerosol que protestaba ante la violencia del gas que lo arrojaba hacia el muro. El jovencito que blandía el bote pintaba como poseído, animado por el grupo, especialmente por una muchachita de no más de quince años. La corta falda de plástico imitación piel, la desgarrada camiseta negra, las botitas a la altura del tobillo, las medias negras y el maquillaje la hacían despedir un aire de sexualidad entre inocente y perverso que era imposible dejar de percibir. Mientras gritaba, animando al artista del graffiti, se balanceaba con un ritmo pélvico que disparó escalofríos al interior de los muslos de Ernesto.
     El muchacho que pintaba estaba vestido de modo menos extravagante pero claramente eficaz en la eventualidad de una pelea: ropa muy ceñida, camisa delgada, botas toscas, brazaletes con estoperoles cuya sola apariencia anunciaba que no eran sólo adornos, sino sólidas armas. Con la facilidad que da una larga experiencia, manejaba la lata con amplios trazos que marcaban en la pared, con la precisión de un esténcil

FUNK PUNK SAN MARTIN

en rasgadas letras adornadas con extraños símbolos. Luego, en breves trazos plasmó una gorda rata. La calidad del resultado, en rojo furioso, era de una caligrafía muy superior a la de la solicitud

STOP MAKING SENSE

pero el dibujo del roedor era de una pobreza lamentable al compararlo con el rostro que ahora la contemplaba calle de por medio.
     Ernesto experimentó una mezcla de sensaciones encontradas que lo inmovilizaron durante unos instantes. Deseaba que la banda que marcaba su territorio a pocos metros de él fuera la responsable del rostro, y a la vez el ver con certeza que su estilo era completamente distinto le causó un gran alivio. Como un niño curioso, deseaba y no develar el misterio. Luego el pánico lo cubrió como un aceite frío. Se dio cuenta de que su posición ahí, de noche, en una calle solitaria y con una pandilla de la cual sólo sabía que se hacía llamar

FUNK PUNK SAN MARTIN

era sumamente comprometida e incómoda. Peligrosa.
Se repegó al tronco del árbol, tratando de perderse en la áspera corteza, luchando porque lo absorbieran las mismas sombras que ocultaban la angustiosa petición

STOP MAKING SENSE

y que así su cartera y su reloj, sus plumas e incluso las llaves de su apartamento no tuvieran oportunidad de tentar a los jóvenes que tan amablemente habían traído una rata –por mal dibujada que estuviese– para hacerle compañía al rostro en las noches de lluvia que se avecinaban.
     Pasaron largos minutos. El siseo disminuyó y el muchacho delgado y sólido bajó el bote de aerosol y se alejó para contemplar su obra, con la satisfacción del artista. Al mismo tiempo, su postura, las piernas abiertas, la pelvis adelantada, la mano en la cintura y la mandíbula enhiesta lo revelaban como algo más: el líder de la manada, un hijo de la noche que mostraba el camino a sus seguidores.
     Los comentarios se desgranaron, dirigidos por uno que evidentemente era el segundo de a bordo del jefe y cuyas facciones lo señalaban como el encargado de los trabajos sucios, compitiendo por adular a la figura. La chica se acercó y lo besó hambrienta, rudamente, antes de arrancarle el bote y agregar su parte a la obra, como corresponde a la consorte del jefe. En letras de tamaño discreto pero con trazos agresivos y seguros, terminó el mural con las palabras: "Ojetes los Chak's". Nuevas alabanzas, discretas, surgieron del grupo para alimentar al jefe y su compañera. Un observador menos atemorizado que Ernesto habría notado que en la actitud del segundo en el mando, un joven extremadamente alto y delgado, rematado con un desproporcionado copete mal decolorado hasta darle un tono rubio pastoso, revelaba que además de la aprobación del jefe, existía en él la semilla de la rebelión. Los aplausos disminuyeron. Luego, la breve multitud empezó a moverse con intención de cruzar la calle, en dirección a la figura de Ernesto. Temió que lo hubieran visto y se acurrucó aún más contra el árbol, intentando a la vez parecer despreocupado, sin mirar a los jóvenes.
     El jefe de la banda, sin embargo, echó a andar en otra dirección, sin decir palabra. Como una mancha de peces, sus protegidos y adoradores giraron para seguirlo. Segundos después, Ernesto reunió el valor suficiente para atreverse a abandonar el oscuro y frío cobijo del árbol y, luego de una ojeada fugaz al rostro, echó a andar hacia su casa apretando los puños para evitar el temblor que lo invadía. No bien alcanzó la esquina, unas voces juveniles rebotaron por las paredes hasta alcanzarlo.
     Se escabulló sudoroso y esperó. Otro lapso increíblemente largo pasó. Las voces se acercaron, subiendo de volumen, amenazándolo con su sola existencia. Temió que lo hubieran visto, que se estuvieran preparando para asestar el golpe. Ernesto supo exactamente lo que siente el ciervo elegido por el leopardo.
     Las voces dejaron de acercarse. Murmuraban a un volumen sostenido, deliberando. La curiosidad empezó a tirar de los pies y la cabeza de Ernesto hasta que finalmente se atrevió a echar una ojeada.
     La banda había vuelto.
     Los reconoció por las piernas de la muchacha. Estaban frente al rostro y lo miraban haciendo comentarios que no alcanzaba a identificar. Pero los tonos de voz eran inconfundibles: estaban molestos.
     El falso rubio se volvió hacia la pareja formada por el jefe, sonriente, y la joven que lo abrazaba intensamente sin ser correspondida. Primero deslizó la mirada por ella y luego se volvió a él, extendiendo la mano. El jefe le entregó el bote de pintura aparentemente sin darse cuenta, como lo pensó no sin vergüenza Ernesto, que el fiel subordinado soñaba con eventualmente sustituirlo al frente del grupo y entre las piernas de la muchacha. La alta figura se adelantó hacia el rostro empuñando el bote.
     Lo agitó y oprimió el botón, disparando al aire, y descubrió con furia que estaba casi vacío. El siseo era débil, agonizante. Como fuera lo dirigió a la pared e hizo unos breves movimientos.
     Ernesto sintió que le faltaba el aire. Algo le dolió en el pecho.
     De nuevo la bandada echó a andar, ahora hacia Ernesto. Le indignaba la cicatriz, cualquiera que fuese, que le hubieran causado al rostro. Y hubiera estado seguro entonces de que el anónimo pintor pertenecía a los Chak's, todos ojetes según Funk Punk San Martín, a no ser por lo que escuchó cuando pasaron a pocos metros de él, sin verlo ahí, congelado en su furia, escudriñando sus juveniles caras.
     –Y si vemos una pinta de los Chak's, ya saben –rió el líder.

CUATRO
El daño era menor. Aunque en realidad eso dependía del punto de vista. Se trataba sólo de dos pequeños colmillos.
     A Ernesto le parecieron casi insoportables. Apreció que el enigmático rostro conservaba sus características de lejos, pero al acercarse uno descubría los colmillos y entonces dejaba de parecer una ingeniosa caricatura de Orson Welles o el perro Pupp para convertirse en un desgarbado vampiro, un Drácula de barriada sin imaginación, sin gracia alguna, que nada tenía en común con el letrero que lo acompañaba.
     Ernesto no fue a trabajar al día siguiente del atentado.
     Después de ver el dibujo profanado, se dirigió a su casa, reunió todo el papel disponible en su casa y empezó a dibujar. Nuevamente las líneas se le escapaban, las formas no permitían que las atrapara. Varias veces, cuando sintió la íntima seguridad de estar en la senda correcta y su mano se movía como poseída, sufrió enormes desilusiones. Cuanto más urgencia sentía de imitar al dibujante, fuera quien fuera, menos capaz era de replicar ese fluir que era indispensable conservar para la posteridad, lavando la afrenta al rescatar la esencia misma del rostro.
     Al amanecer ni siquiera se le ocurrió conseguir más hojas de papel para continuar el empeño con que había agotado las que tenía en casa. Su pulgar, su índice y su dedo medio rezumaban un líquido espeso por las ampollas que se había hecho y reventado durante la noche. Durmió un par de horas, sin descansar.


CINCO
No pensó en ir a trabajar. Obtuvo más papel. Se vendó torpemente los dedos. Siguió intentando dibujar el rostro todo el día.


SEIS
Al cabo de tres días de fracasos, el departamento de Ernesto estaba cubierto por una espesa alfombra de hojas de papel de todos colores, rayadas, cuadriculadas, lisas, perforadas, arrancadas de sus cuadernos, arrugadas o desmenuzadas durante sus frecuentes arranques de frustración. El teléfono, descolgado desde el primer día después del atentado, insistía en su cacofónico aviso de línea ocupada. Aquí y allá, platos con restos de los más inverosímiles platillos, preparados a fuerza de pura necesidad, se agazapaban, cubiertos de colillas y ceniza, tras vasos sucios y botellas de refresco. Ernesto echó una desconsolada mirada al desastre hogareño, sin notarlo, y se dijo sin convicción que debía salir a la tienda.
     Su camisa era un muestrario de restos de sus alimentos y un resumen de su creciente frustración. No se había cambiado desde el día del destrozo. Se puso un suéter para disimular la suciedad y salió. Se dijo que al menos tenía suficiente dinero para soportar algunas semanas, pero no se preguntó para qué, ni mucho menos qué haría después.
     Caminó hasta la tienda con rapidez furtiva, como si tuviera prisa de volver antes de que su madre descubriera que había dejado sobre su cama la fotografía de una mujer desnuda. Habitualmente compraba sus cosas en un pequeño autoservicio con una sola caja que estaba a sólo dos calles de su departamento. Esta vez agradeció que, además, estuviera en dirección opuesta al rostro. No deseaba volver a verlo así, mutilado, degradado, carimarcado.
     Tomó algunas latas, pan y refrescos y se dirigió a la caja. Elena, hija de los dueños y cajera ocasional lo saludó con familiaridad y empezó a marcar los artículos en su máquina.
     –Oiga, estas latas no traen el precio. ¿Me espera un momento? ¡Julio!
     Ernesto trató de mostrarse paciente, a sabiendas de que su aspecto no haría sino destacar cualquier actitud extraña que adoptara. Un muchachito se aproximó desde las profundidades de la bodega.
     –Búscate el precio de estas latas allá, frente a los vinos–le indicó la muchacha entregándole las tres latas y se enfrascó en la contemplación de un exhibidor de dulces, sin interés en conversar mientras esperaban.   Ernesto, por su parte, tampoco deseaba hablar. Esperó el regreso del ayudante.
     –Ninguna tiene precio –informó el muchacho devolviendo las latas.
Ernesto lo vio y sintió que lo sumergían en agua helada. Era el líder de Funk Punk, la punta de la madeja en cuyo centro reposaba el responsable de la destrucción del rostro.
     –¿Me espera un momentito, señor? –dijo la cajera–. Mi mamá tiene la lista allá atrás. Es que son nuevas y acaban de llegar.
     La cajera se alejó sin esperar el asentimiento de Ernesto, quien seguía con la mirada al muchacho. Vestido con un pantalón de mezclilla, tenis y camisa a cuadros, y peinado de modo por demás común, no tenía el aspecto seguro y amenazador que lo había identificado la noche anterior como jefe de la tropa. Era ni más ni menos lo que uno esperaría que fuera un dependiente de tienda de abarrotes. Y sin embargo, Ernesto lo sabía bien, era un camaleón a quien las sombras de la noche transformaban. Dócil, acaso servicial en el día, al faltar la luz extraía de las profundidades de su historia toda la rudeza, la sabiduría, la fuerza y el tacto para metamorfosearse en conductor de hombres.
     Ernesto hizo un esfuerzo consciente por contenerse. No debía hacer nada por el momento. Si deseaba cobrar su presa, debía acechar con paciencia. Con dedos tensos abrió uno de los paquetes de cigarrillos que había tomado y encendió uno.
     Cuando Elena volvió con los precios de las latas, una presencia dentro de él, hasta entonces ignorada, le empezaba a decir lo que debía hacer.


SIETE
Al salir de la tienda a las siete, el Julio nocturno, en cuero, metal y mezclilla muy pegada, el pelo peinado hacia arriba, los pulgares en los bolsillos y los movimientos displicentes y felinos, no se fijó en el hombre que esperaba fumando en la oscuridad de su auto. Esa tarde, Ernesto había vuelto al edificio donde se hallaba su oficina sólo para sacar el vehículo casi clandestinamente. Luego de algunos preparativos más sintió que estaba listo para llevar a cabo lo que empezaba a considerar su misión.
     Siguió a Julio un buen rato, hasta llegar a una parada de autobús, pero el joven no se detuvo. Dio vuelta en una pequeña calle y avanzó varias cuadras hasta llegar a un edificio que parecía deshabitado. Entró a él confiadamente. Ernesto sintió que su posición era, como algunas noches atrás, sumamente comprometida. Su mano derecha rozó primero y apretó después en el interior del bolsillo de su chamarra el metal del pequeño revólver .22 que había limpiado y cargado esa tarde, el obsequio que siempre había querido devolver a su hermano y que había dejado enmohecerse en un cajón durante varios años. Luego su mano fue al bolsillo y tocó la pequeña navaja. La sacó y la abrió varias veces antes de devolverla a su sitio. No se sentía tan vulnerable en realidad.
     A los pocos minutos, dos muchachos más entraron al edificio, seguramente miembros de la banda aunque Ernesto no pudo identificarlos. Sólo recordaba claramente al líder, al delgado profanador y, por supuesto, a la muchachita.
     En los siguientes quince minutos entraron otros tres jóvenes al edificio. Desde el auto, Ernesto pudo ver que eran muy jóvenes, acaso ninguno superaba los dieciocho años. Luego pasó otra media hora sin que llegaran ni la muchacha ni el arribista del copete. A ratos se revolvía incómodo en el auto, encendiendo los cigarrillos debajo del tablero temeroso de que, desde el oscuro interior de lo que sólo podía llamar guarida, lo estuviera vigilando a su vez.
     La puerta del edificio se abrió y los miembros de la banda empezaron a salir, sin tomar ninguna precaución, seguros de sí mismos. El desfile lo iniciaba el líder, tras él la presa de Ernesto, la muchachita y los cinco que habían entrado. Sin duda la chica y el mutilador ya estaban adentro cuando Julio y él llegaron. Desde el auto y con la ventanilla cerrada, no alcanzaba a escuchar lo que decían, pero era evidente que el falso rubio y Julio discutían. La consorte, de nuevo vestida con falda brevísima pero ahora mucho más inquietante merced a las medias caladas y la camiseta muy corta, sin chamarra, se veía turbada. El resto de la banda los seguía a respetuosa distancia.
     Ernesto leyó los movimientos de los tres jóvenes cuerpos. Se acercaba un momento de decisión.
     Julio dio media vuelta ignorando lo que el muchacho delgado decía y se enfrentó a la muchachita. La tomó del brazo y gritó algo señalando hacia el traidor del copete.


OCHO
Era tan claro para Ernesto como si los estuviera escuchando. Una historia antigua, pensó: el camino al poder con frecuencia pasa por el lecho –o su equivalente– del poderoso. El muchacho delgado había cuando menos intentado intimar con la pareja del jefe. Acaso ya estaban juntos desde tiempo atrás. Como fuere, Julio lo había descubierto y ahora reclamaba. Estaba perdiendo la calma, algo que los seguidores no suelen ver con agrado en su líder.
     La muchachita negó con la cabeza. Su boca formó un NO largo y agudo que alcanzó a colarse al interior del auto de Ernesto. Julio la abofeteó con la mano izquierda sin soltar la garra con que aprisionaba el desnudo brazo.
     Le tocaba mover al flaco. Era su oportunidad para destronar al rey defendiendo a la muchacha con éxito. Si no actuaba de inmediato, quedaría en evidencia ante todos. Quizá incluso sería golpeado y expulsado del hato.
     Saltó poderosamente sin gritar, tratando de sorprender a Julio, que seguía increpando a la muchacha. Pero los jefes de la manada no lo serían si no tuvieran instinto, y Julio exhibió el suyo haciéndose a un lado ágilmente, arrastrando con él a la muchacha para evitar que su retador cayera sobre ella. Punto a su favor. Su movimiento se hizo circular. Soltó el brazo de la chica y giró sin interrupción hasta que su pesada bota derecha se estrelló en el muslo del flaco, que se esforzaba por recuperar el equilibrio.
     Ernesto abrió violentamente la puerta y saltó al pavimento. Los cinco espectadores se volvieron a él, no así los combatientes ni su dama.
     –¡Suéltalo! ¡Es mío! –rugió Ernesto cruzando la calle. Ahora los veía con claridad. Apreciaba los mínimos detalles de los rostros, prematuramente endurecidos, que no alcanzaban a percibirlo como una amenaza.
     Ernesto se llevó la mano derecha al bolsillo del pantalón sin pensar y sacó la navaja. Con ello logró evocar una auténtica reacción en los muchachos, que se desplegaron en semicírculo. Ernesto cargó contra el que se hallaba al extremo, un joven moreno con la cabeza casi rapada, y lanzó una cuchillada que el joven esquivó con gracia.
     Nadie más se movió. Ernesto parecía un demente poco peligroso que uno solo de ellos podía controlar sin dificultad. Tal vez lo asaltarían y celebrarían al triunfador del otro combate. Disfrutaban, sin duda, la doble función que inesperadamente se les ofrecía a la débil luz del único farol disponible.
     –¡Quiero a ése! –empezó a explicar Ernesto señalando hacia la masa de brazos y piernas que se retorcía a pocos metros de él, en el suelo, en la sorda lucha de Julio y el aspirante al trono. El falso calvo no le hizo caso y empezó a dar saltitos laterales, buscando un hueco por el cual colar una patada.
     Ernesto recordó alguna película de pelea con navajas y empezó a pasarse el arma de una mano a otra, siguiendo el ritmo de los saltos de su oponente. Una oportuna patada hizo que la navaja saliera volando de su mano izquierda.
     Uno de los muchachos tras él lanzó una risita. La mano de Ernesto reverberaba como cuando uno golpea una superficie rígida con un palo que estuviera empuñando con fuerza. Casi había olvidado la pistola.
     Llevó la mano derecha al bolsillo de la chamarra. Ante el movimiento, dos de los muchachos reaccionaron y trataron de sujetarlo por detrás. Pero la mano ya se había cerrado cómodamente en la cacha del revólver y el índice recorría el guardamonte, buscando el gatillo.
     Las manos que sostenían su brazo derecho tiraron de él con fuerza al momento que su dedo hallaba la curva de metal. Desde el bolsillo de su chamarra la amenaza se cumplió explosivamente. El calvo lo miró sorprendido y bajó los ojos a su pierna, donde empezaba a formarse con rapidez una mancha oscura sobre la tela deslavada. Un golpe desesperado sacudió la nuca de Ernesto y las manos lo soltaron.
     Giró, levemente aturdido, al tiempo que sacaba la pistola del bolsillo. Los muchachos huían velozmente. Mientras tanto, el aspirante al trono trataba de soltarse de las firmes manos de Julio. La muchachita gritaba, tratando de protegerse tras el poste de luz, sin decidirse a huir abandonando a sus dos pretendientes.
     –¡Imbécil, nos van a matar! –aulló el flaco. El pastoso copete, empapado en sudor, le ocultaba ahora completamente el ojo derecho. Julio no pareció oírlo. Con un rápido movimiento le soltó la camiseta, lo golpeó en la cara y volvió a apresarlo.
     –¡Suéltalo, dije! –ordenó Ernesto extendiendo el arma. Julio lo miró con extrañeza, quizá reconociéndolo. Aflojó los músculos liberando al flaco. Éste se incorporó lentamente.
     –Asesino –murmuró Ernesto siguiéndolo con el cañón del pequeño revólver.
     –¡Qué? ¿Asesino? ¡Yo no hice nada! –dijo en jadeos entrecortados el flaco, mirándolo con un ojo izquierdo desorbitado.
     Julio sólo se movió para apartarse de su rival. Este siguió incoporándose mientras protestaba su inocencia. La chica gritó con más fuerza.
     –El rostro –articuló cuidadosamente Ernesto a modo de explicación. Por un momento recordó una época lejana de su vida en que no había rostro alguno en la pared, ni una súplica en esmalte verde

STOP MAKING SENSE

acechando a los transeúntes. Pero el rostro se volvió a formar en la pantalla de su memoria, el negro cabello, los ojos, la boca roja, los colmillos agregados por la mano criminal del vago que retrocedía ante él, las palabras casi bíblicas. Tiró del gatillo. El destello que escapó por la boca del arma brilló en plenitud y el ensordecedor ruido se continuó en el grito de la muchachita. Ernesto y el arma se volvieron a mirarla. Toda la furia que le causaban la falda, las medias, el largo cabello negro y la extraña atracción y entrega hacia los dos pandilleros, se agolpó en su dedo. Tiró nuevamente del gatillo. Una mano le aprisionó el tobillo haciéndolo perder el equilibrio. Julio, el líder, luchaba aún por su pareja. El joven se lanzó sobre Ernesto y recibió un tiro en la garganta.
     Ernesto se puso de pie. El flaco se retorcía en el suelo, sollozando con las manos en el abdomen. Ernesto se acercó a él y disparó de nuevo, buscando el corazón, pero el rubio no pareció darse cuenta de que otra bala lo había tocado. Ernesto le dio vuelta con la mano izquierda, apoyó la pistola en su pecho y disparó de nuevo.
     Mientras Julio se ahogaba en su propia sangre y el flaco dejaba de convulsionar, Ernesto se dirigió a la muchacha. Estaba sentada en el suelo, llorando como una niña, con las manos sobre el rostro. Entre sus dedos fluía un líquido oscuro y brillante. Ernesto pensó que quizá le había disparado en un ojo y puso el cañón contra la suave frente. Tiró del gatillo. El cilindro vacío sólo produjo el seco chasquido del percutor.
     La idea de huir no cruzó por su mente. Se sentó junto a la muchacha y, sin preocuparse por el continuado grito que salía de la boca semicubierta por las manos, le puso un brazo alrededor de los hombros y empezó a balancearse con ella, arrullándola con suavidad.


NUEVE
La policía llegó eventualmente. La muchacha, herida tan sólo en la mano izquierda, apenas pudo explicar lo ocurrido luego de varios minutos. Los demás miembros de la banda, incluido el muchacho con la pierna herida, habían desaparecido por completo.
     Golpearon a Ernesto. Le aseguraron a la muchacha que su castigo sería proporcional al daño causado. Lo llevaron a los separos de la delegación.
     Ernesto no estaba seguro del todo si había lavado a plenitud la afrenta cometida contra el rostro. Sus ideas no fueron completamente claras durante los siguientes días, mientras era interrogado y el juez le dictaba auto de formal prisión.
     Volvió a la realidad cuando lo dejaron en una celda en el reclusorio. Junto al retrete, numerosas anotaciones y dibujos daban fe de las opiniones, angustias, deseos y burlas de los anteriores ocupantes del lugar.
     Entre los dibujos obscenos y los torpes apuntes, Ernesto descubrió un rostro delineado en negro que representaba a un hombre peinado con espesa brillantina, el pelo en pico de viuda, la nariz chueca, rosa en los ojos y rojo en la boca, que hacía recordar igualmente una esquemática caricatura de Orson Welles como el Ciudadano Kane o al perro Pupp de la segunda época de la historieta "Krazy Kat".
     Junto, un letrero sugería

STOP MAKING SENSE

México–Tenochtitlán, 1989–1990.

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Creative Commons License
"El rostro" por Mauricio-José Schwarz Huerta está bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 Unported License.

11/30/09

Dame

Éste cuento es una mezcla de géneros. Hay gente que espera que un escritor que le gusta escriba siempre el mismo cuento o el mismo libro, en el mismo género, repitiéndose sin cesar. Yo prefiero tocar distintas bases, escribir relatos distintos o canciones o hacer fotos, es decir, no limitar mis ansias creativas. Aquí acabé escribiendo un cuento de amor de vampiros justificados científicamente con una trama policiaca. Las cadencias literarias y de desarrollo de la historia me gustaron especialmente al terminarlo. Sólo se ha publicado en la colección de cuentos Más allá no hay nada que publicó la Universidad Autónoma Metropolitana y que se acaba de reeditar en formato electrónico.


DAME
Mauricio-José Schwarz


Dame un pie, dame una mano, dame la sangre de los ángeles caídos y el humo de la basura incendiada que enrojece el atardecer. Dame las cuatro palabras que son la llave del lecho de las mulatas, dame la furia destilada de los niños que aprenden a odiar de madrugada. Dame los mensajes secretos de los periódicos de ayer y el lamento de los perros bajo la lluvia.
—¿En qué piensas? —preguntó Jasmín.
     Azrael se encogió de hombros. La ciudad era una mancha negra alrededor de los dos, pespunteada por los faroles, la mayoría tuertos de su único ojo, inútiles. Parecía que estaba a punto de llover. El aire se sentía húmedo y gris, pero el cielo sin nubes mostraba sus estrellas y su ausencia de luna.
     Caminaron hasta la avenida donde casi todos los faroles funcionaban, donde los automóviles daban la impresión de que había menos soledad que en las sucias calles transversales.
     —Yo creo que ya no vamos a poder vernos —dijo Azrael mirando cómo se hacían pequeñas las luces rojas de los autos que se alejaban.
     —¿Por qué? —preguntó Jasmín. Más que dolida, su expresión la mostraba sorprendida.
     —Te hablo luego para platicar, o te escribo una carta.
     —¿Hasta aquí llegamos, entonces?
     —No sé. De momento sí. De momento... cuídate mucho.
     Azrael le dio un beso en la frente y empezó a caminar en sentido contrario a la casa de Jasmín, en donde esa noche ella empezaría a reaprender la soledad.
     A lo lejos sonaba algún disparo, el disminuido eco de un grito, un silbato, el ronco escape de un autobús pero, sobre todo y entre todo, se escuchaban las sirenas que eran ya parte de la noche, los lobos mecanizados de la ciudad que aullaban hasta que el sol volviera.
Dame las uñas y los papeles que queman los poetas adolescentes en arrebatos purísimos. Dame las costras de las heridas que nadie recuerda cómo dolieron. Dame el brillo de las espuelas de plata que traía puestas mi abuelo cuando le metieron tres tiros por la espalda en un pueblo sin nombre. Dame la ofrenda de la música vieja.
 Frente al espejo, Azrael se hallaba cada vez menos tolerable. No por la nariz rota en algún momento impreciso del pasado ni por las anchas pinceladas azulosas que palpitaban bajo sus ojos como testigos de su angustia, sino por sus propios ojos. Le daba miedo la mirada que rebotaba en el delgado tesoro plateado del vidrio. Era una mirada que no podía ser cruel pero a cambio mostraba desconcierto, temor animal. Era una mirada que sólo llegaba hasta hoy, que no podía estirarse hacia el futuro pero que tampoco encontraba ancla en el pasado, razón para la ropa negra de Azrael, su descuidada palidez y los largos dedos con los que se tocaba la frente.
     Azrael se alejó del espejo sin pensar en Jasmín. Siguiendo un ritual esporádico abrió la caja que contenía las señas del pasado oculto: el peine seguramente ajeno que su cabello ferozmente rizado no le permitía usar, el guante de carnaza con el anverso brilloso y gris, resultado de un largo uso; el anillo dorado, la agenda casi en blanco, con un solo número telefónico escrito en una fecha diez años atrás; el pañuelo azul, las gafas oscuras, el arete que quizá si era suyo porque Azrael llevaba perforada la oreja izquierda.
     Extendidos sobre la estrecha cama, los objetos no parecían siquiera un rompecabezas. Alguno, acaso, tenía significado, pero no sabía cuál. La reconstrucción de su pasado le resultaba ajena aún cuando él lo aceptara. Todos los datos, todas las entrevistas, todos los documentos, probaban más allá de la duda que él era Azrael. No había en el universo poder bastante para crear un complot tan elaborado con el único fin de engañarlo. La historia que le habían contado acerca de sí mismo era, sin duda, la que todos conocían. Pero de nada le servía saber el nombre de los que habían sido sus amigos, los nombres y números de las calles donde había vivido, la lista de libros que había leído. Esa era la historia de Azrael por fuera, no tenía sentido si él no recordaba aquello que los demás, los otros, sus familiares y amigos, sus novias y compañeros, sus fotógrafos y sus maestros no conocían. A la historia contada correspondía otra que le resultaba una extraña, la memoria de las sonrisas, del sabor de las bocas de sus mujeres, el cosquilleo de la furia, la relación de lo que había pasado dentro de Azrael antes de que amaneciera en una cama de hospital, preñado de atroces dolores de quemaduras en buena parte del cuerpo.
     Con el tiempo había olvidado el dolor de esas semanas. Y los médicos insistían que todo lo demás lo había olvidado porque quería, en un acto de voluntad inconsciente, que podría recordar cuando lo deseara, que la amnesia de los cuentos no se había escapado para aposentarse en la realidad de Azrael.
     Los objetos lo esperaban pacientemente. Lo habían esperado siete años. No parecían tener prisa.
Dame los lirios que mastican con amargura los que tienen hambre junto al lago muerto. Dame axiomas y ecuaciones para poner en orden las palabras. Dame los relámpagos para dibujar la silueta de los buques que navegan de noche. Dame los laberintos que forman las uñas de las ratas cuando corren por los jardines. Dame la saliva de los desahuciados y el estremecimiento de las muchachas ante la primera caricia sobre sus senos.
La primera señal fue un escaparate abandonado. El animal de los recuerdos que dormía dentro de Azrael se agitó de modo apenas perceptible, como si se acomodara para seguir soñando su olvido. El cristal percudido y estrellado detrás de la cortina de acero dejaba ver los restos mortales del esfuerzo del último aparadorista, confeti regado sobre las superficies vacías, serpentinas como telarañas de colores, los cadáveres de globos desinflados colgando de un hilo polvoriento. Una fiesta que había terminado tiempo atrás y de la que todos se habían retirado sin hacer la limpieza.
     Azrael se alejó unos pasos y vio que el aparador había sido parte de una tienda de ropa para niños.
     No entendió lo que el aparador le sugería, pero al menos pudo identificarlo como un mensaje, el primero que llegaba desde su pasado.
Dame a los contadores de cuentos para narrar la desgracia de una raza. Dame el olvido que es la negrura que nos protege a todos. Dame la cólera de las palomas y los besos de los maniquís. Dame los lunes la sed de cada sábado y una gota de veneno en el café. Dame el silencio profundo del ámbar que cuelga en cadenas de los cuellos de las amantes notables.
La muerte de Azrael se llamaba Livia y tenía la venganza del color de la sangre como una chispa ardiendo detrás de sus ojos.
     Todo estaba olvidado para todos. Ella lo comprobaba cuando verificaba que el pasado había sido borrado de los diarios y de los archivos documentales de los tribunales. En lo que a Livia le parecía un esfuerzo monumental de los jueces, los acontecimientos del pasado doliente estaban también ausentes de los recuerdos, de la memoria, de las acciones de quienes la rodeaban.
     Semanas, meses había pasado Livia intentando obtener alguna reacción de los hombres y mujeres que la habían acompañado en la lenta tarea de identificar, enterrar y honrar los restos de Homero. Ni el nombre con su sonido antiguo de bronce, ni los detalles de la breve vida de la víctima, evocaban en los interlocutores de Livia más que una mirada vacía. No sabían, estaban seguros, de qué hablaba ella cuando mencionaba al bebé, su carne desgarrada, su sangre en la tierra, su dolor más grande que el cuerpecito destrozado. Tampoco parecían reconocer el nombre antiguo de Azrael, ni el turbulento juicio. Al condenar la memoria de Azrael y su sangriento delito, el tribunal había condenado también a todos al olvido, al silencio, para que nadie tuviera ya presente lo acontecido, ni siquiera Livia. Pero ella había hecho un esfuerzo por recordar, pasando por un proceso intenso para rescatar, recrear su pasado.
     Livia recordaba. Y al recordar, minuciosamente había reconstruido los acontecimientos, desde la desaparición y muerte de Homero hasta los pasos que había seguido Azrael después de cumplida la condena del olvido. La memorias habían adquirido un sentido peculiar, parecían más definidas, más vívidas que la propia realidad que la rodeaba.
     A Livia no le importaba que Azrael no supiera lo que era, lo que había sido. Ni siquiera le importaba que hoy Azrael sin titubear hallaría repugnante la idea de tomar a un niño de pocos meses y llevarlo a un claro apartado en el bosque para morder su blanca carne casi nueva, segar su pequeña vida de una dentellada y beber su sangre con gruñidos obscenos. Le dolía que Azrael, por ser lo que era, la hubiera condenado a la soledad y al olvido. Que el hambre brutal del monstruo que nadie quería llamar monstruo obligara a que los médicos y los jueces borraran las memorias de todos como quien pasa un trapo húmedo sobre un pizarrón en el cual hubiese estado escrita una parte de la historia personal de los involucrados, que era al fin y al cabo un trozo de la memoria colectiva.
     Pero ahora Livia sabía lo que Azrael había hecho. La memoria del vampiro la acompañaba día tras día. Homero se había ido, Livia no podría tener más hijos y Azrael tenía otra oportunidad inventada por los tribunales que buscaban hallar orden y redención en un mundo que había descubierto a los vampiros y, luego de fracasar en su intento por eliminarlos, luchaba por curarlos mediante el olvido colectivo y el perdón obligatorio.
     La justicia ya no importaba.
     Livia había decidido el día de su cobranza a la deuda de sangre, el aniversario que al fin había llegado. Sólo esperaba, agazapada, el momento para hacer efectiva la sentencia que había dictado contra Azrael.
Dame la tenacidad de la araña al saltar sobre su presa. Dame el filo cortante de los sables. Dame las mentiras que preceden al amanecer y dejan un frío metálico en la boca. Dame la caprichosa amargura del veneno. Dame la brisa de las cascadas en la noche. Dame los cuentos que relatan los inquisidores en el infierno y el terciopelo de los muslos de las adolescentes.
Azrael corrió de vuelta a su departamento como un animal que se apresurara a entrar a su cueva, seguido de cerca por un predador eficiente y afilado. Los recuerdos lo amenazaban sin materializarse, fantasmas adentro de su cabeza. Ni siquiera vio a la pálida mujer de gafas y ropas y cabellos negros que esperaba en el vestíbulo.
     Subió las escaleras y entró atropelladamente a su departamento para abrir con urgencia la caja del pasado y arrojar su contenido sobre la cama. Nada, sin embargo, parecía conectarse en su mente con el escaparate viejo. El peine no podía ordenar las serpentinas de papel. El guante de carnaza y los globos de colores carecían de terreno compartido. Nada en la agenda hablaba de niños, de ropa, de comercio.
     Lo habían hecho olvidar. Era natural. Tenían el poder para que la gente olvidara muchas cosas, todas ellas relacionadas con vampiros. Pero el olvido de Azrael era tan minucioso, tan alejado del trabajo de los encargados del control de los vampiros, que lo helaba. El miedo los había cubierto. Nadie sabía ni podía saber si era un vampiro o había sido la víctima de alguno. El olvido era la cura, para evitar la pena que antes había tomado la forma de una estaca tosca reventando un corazón rebosante de sangre ajena. Olvido para la víctima y el victimario. Olvido para los amigos y los enemigos. Memoria sólo para unos cuantos jueces y burócratas que llevaban, en algún lugar, la contabilidad macabra de un mundo que buscaba convivir con los vampiros y que, al pagar el alto precio del olvido, se evitaba el peligro de otros precios mucho más dolorosos, más sangrientos, de muerte sobre muerte y odio multiplicado.
     Pero, de cuando en cuando, los vampiros recordaban, sus víctimas recordaban, el remordimiento y el deseo de venganza renacían encadenados y se convertían en un nuevo peligro, otro posible eslabón de la cadena de sangre más amenazante ahora, cuando la epidemia había convertido en vampiro a uno de cada cien.
     Azrael recordaba los ojos abiertos de un niño, los colores de una ropa delicadamente infantil, los sonidos de una fiesta lejana y distorsionada, la sangre. Y con el recuerdo sobrevenía el miedo. El miedo personal que, de multiplicarse, podría ahogar a su mundo y desatar una espiral interminable.
Dame lo que tengo, lo que no puedo tener. Dame la sonrisa de las momias. Dame vida a cambio de mi muerte. Dame lo que no puedo quitarte. Dame las carreteras húmedas que tejen los caracoles en sus viajes nocturnos. Dame las negras alas de las palomillas revoloteando en espasmos. Dame de cenar un cáncer colectivo. Dame las armas para crear tu destrucción. Dame el temblor de unos labios pálidos a la luz de la luna.
Livia esperó. Había aprendido a esperar. Había practicado hora tras hora, semana tras semana. La impaciencia se había vuelto una desconocida. Dejó pasar el tiempo, ocupada en contrapuntear en su cabeza las imágenes que había rescatado para su memoria y las que se imaginaba que podría crear al concluir la cacería de Azrael, la mirada del asesino, acaso comprendiendo, recordando en los últimos instantes, por qué no merecía un futuro si le había arrancado el suyo a Homero.
     Y esta cuenta no se cobraba con estacas, sino con una pistola para destrozarle el corazón al vampiro y una sierra para separar la cabeza del cuerpo y causar espanto nuevo a los jueces que decretaban el olvido de los demás. Pero el arma principal era la palabra, para que Azrael recordara antes de morir, para que no se concibiera como inocente víctima.
     El tiempo de esperar se agotó. Livia subió las escaleras.
     Azrael abrió la puerta. Vio primero los ojos de la mujer, y eran tan fríos y vacíos que competían con el cañón de la pistola que sostenía insegura.
     -¡Camina para atrás! -gritó Livia.
     Azrael retrocedió. Su miedo se multiplicaba ante la perspectiva de morir sin haber recordado. El odio en los ojos de la mujer era una declaración formal y una condena.
     -No dispare, no dispare -pidió Azrael levantando las manos y de inmediato se dio cuenta de que cualquier súplica era inútil.
     -Tú estás vivo y Homero no -declaró la mujer.
     -¿Quién es usted?
     -La madre de Homero.
     El nombre no significaba nada para Azrael, pero las mejillas de la mujer de pronto se aparecían como una palabra cuyo significado hubiera conocido muchos años atrás, en un lugar menos frío, en una vida menos sórdida.
     -No recuerdas nada, ¿verdad? -preguntó Livia-. ¡No bajes las manos!
     -No recuerdo nada. Si esto tiene que ver con lo que no recuerdo...
     -¿Cómo sé que no mientes, que no has pasado estos años burlándote en secreto de haber logrado seguir vivo después de matar a mi hijo? -aulló Livia.
     Azrael la miró intensamente, sorprendido y dolido. Su gesto de sorpresa fue tan genuino que Livia hizo una pausa en su furia.
     -¿Yo maté a un niño?
     -¡A un bebé! -gritó Livia saliendo de su inercia-. Un bebé de menos de un año de edad. ¿Te sació la sed?
     -No lo recuerdo. No pude...
     -Pues recuérdalo, porque vas a pagar.
     Azrael se sumió un momento en su desesperación. Si éste era el pasado que había estado intentando recuperar, qué vacía había sido su búsqueda, sus noches de diálogos con Jasmín, su andar por las calles. Si él era un vampiro, tendría que estar de acuerdo con Livia, aceptar su destino como una bendición, como una liberación, según lo relataban las novelas de vampiros. Pero para hacerlo tenía que encontrar el remordimiento.
     -Tenía diez meses. Estaba en la cuna -empezó a recitar Livia y el cañón del revólver se balanceaba al ritmo de su voz, ronca pero aterciopelada aún en su furia-. Era de noche. Entraste saltando por la ventana, ágilmente. Quizá te apoyaste en un banco o en un bote de basura para alcanzar el segundo piso de mi casa. Tomaste a Homero y sin dejarlo siquiera llorar, tapándole la boquita con una mano, saltaste al jardín y te perdiste entre los abedules, corriste al campo de golf y al sentirte a salvo lo atacaste. Lo atacaste aunque era pequeño, aunque no podía defenderse, aunque no podía en realidad satisfacer toda tu hambre. Lo atacaste porque es tu instinto criminal, por ver la sangre, por sentirla, como un adicto busca la droga. No era un niño para ti. Era sólo un contenedor de sangre. A tus ojos no tenía futuro, no tenía padres, nadie lo quería. Mordiste...
     Azrael dejó escapar un grito que sonó como el aulido de un lobo negro. Livia sintió que estaba finalmente evocando en él el recuerdo que limpiaría la acción de ella. Sintió una satisfacción putrefacta. El hombre tenía cerrados los ojos, su conciencia se doblaba sobre sí misma, autista repentina, buscando la memoria.
     Azrael abrió los ojos y los fijó en Livia, en la línea de su negro cabello, en las cejas finas.
     -¡No! -dijo con firmeza.
     -No puedes negarlo. Acuérdate. Acuérdate del cuerpo sin vida de mi hijo, de cómo lo dejaste descuidadamente al pie de un árbol, de cómo caminaste satisfecho mirando la luna llena.
     -No era noche de luna -dijo Azrael sin inflexión, sin darse cuenta siquiera de lo que decía.
     Miró a Livia, su odio resublimado. Se detuvo en las aletas de su nariz, que latían rítmicamente. Subió hacia sus ojos, paseó por las orejas de la mujer, semiocultas bajo el cabello de ala de cuervo. En la izquierda llevaba una arracada y en la derecha apenas un broquel en forma de estrella.
     Los ojos de Azrael se dispararon un instante hacia los objetos del pasado que yacían sobre su cama, junto a la caja de madera. Los ojos de Livia lo siguieron y vieron el arete, compañero del que ella llevaba, la segunda estrella de un sistema estelar olvidado.
     -No era noche de luna -dijo Livia.
     -No -le hizo eco Azrael. Cuando ella volvió a mirarlo, era Azrael quien mostraba un odio poderoso, a punto de estallar-. Era luna nueva.
     -¡Dios mío! -el revólver en la mano de Livia tembló voceando por primera vez una duda.
     -Habíamos ido a comprar ropa para Homero cuando sufriste la crisis. Primero tuviste un ataque de fotofobia, pero ya los habías tenido antes. Compraste unas gafas negras para tolerar la luz del sol mientras hacíamos las compras. De regreso a casa, sacaste los guantes de carnaza que tenía en el auto y prácticamente destrozaste uno de ellos a mordidas, como un animal. No quisiste hablar conmigo. Llamaste a alguien, no sé quién, al único teléfono que tenías en tu agenda. Te tranquilizaste un poco y te quedaste horas encerrada en la recámara, peinándote el cabello. Lo hacías siempre que estabas nerviosa. Lo tenías más largo entonces. Siempre fue el objeto de tu vanidad -Una vez abierta la compuerta de los recuerdos, Azrael los enunciaba como si estuvieran vivos, como si en vez de pertenecer al pasado fueran la narración del presente.
     Livia había bajado el arma. Lo miraba incrédula. Sus facciones se habían tensado como si estuviesen marcándola a fuego y ella hiciera su máximo esfuerzo para no gritar de dolor.
     -Pero seguías inquieta. Me hiciste una escena de celos por ese viejo pañuelo azul que asegurabas pertenecía a alguna de mis amantes -continuó Azrael- y te encerraste con Homero en su recámara. Pasaron las horas. Finalmente, desesperado, forcé la puerta. No estaban él ni tú. En la cuna dejaste el anillo de bodas y pensé que sencillamente me habías abandonado llevándote a nuestro hijo. Dos días de angustia, buscándote, hablando con tu familia, con tus amigas, hasta que me avisaron que habían encontrado el cuerpo de Homero en el campo de golf.
     Livia levantó el arma y disparó conta Azrael. No era ya una venganza, buscaba solamente su silencio, volver al mundo en el que ella era la víctima, no la victimaria, la mano justiciera, no la mano asesina. Azrael cayó sobre la cama, el brazo derecho roto limpiamente por la bala. Giró, cayó al suelo y comenzó a incorporarse de nuevo.
     -Te encontraron una semana después, en el cementerio -siguió diciendo Azrael apenas parapetado en la cama-. Llevabas todavía en la blusa manchas de la sangre de Homero. Nadie había imaginado nunca que tú fueras... Luego nos llevaron a todos al olvido para rehabilitarte. Y tú, ¿qué hiciste? Inventaste recuerdos que te justificaban... preferiste creer que yo era el vampiro...
     Livia volvió el revólver hacia su rostro. Mordió el cañón, tiró del gatillo. 
Dame el hollín de las hogueras donde mueren los olvidados. Dame la oración que deja la celda de la memoria cerrada y más que cerrada para tranquilidad de todos, que yo soy el juez, el reo, la cárcel, el custodio y el alcaide. Dame la poesía que arrulla a los vampiros para que ya no necesite más nada. Dame la memoria.
Azrael se desplomó. Tranquilo por vez primera se dejó llevar por la inconsciencia. Quizá al volver, lleno de sus recuerdos, Jasmín lo estaría esperando.


México-Tenochtitlán
Mayo 1995 - febrero 1996.

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