2/20/11

Destellos en vidrio azul

Del tema de este cuento tengo poco qué decir, lo dice todo él porque es parte de mi convicción razonada de que el neoliberalismo es mala idea incluso dentro del capitalismo, ya no digamos desde una visión de izquierda, crítica, racional, solidaria y cuestionadora. El elemento literariamente relevante es, por supuesto, Jacknife Springs, el despiadado detective que protagoniza las lecturas clandestinas del elenco de este relato. Creo que la literatura y el arte en general influyen en la realidad. Menos de lo que quisieran las almas más puras e ingenuas, pero más de lo que admiten los cínicos. Igual me equivoco. En todo caso, nadie nos puede quitar la fantasía de tener un Jacknife Springs que pelee sucio las batallas que a veces no podemos ni pelear limpio, entendida como fantasía, no como proyecto. El cuento ha tenido un recorrido largo. Se publicó por primera vez en el número 10 de la revista Umbrales dirigida por Federico Schaffler en 1994 y en el volumen 83 de la mítica revista electrónica argentina Axxón ese mismo año; se tradujo ese mismo año como  "Glimmerings in Blue Glass" en la revista Fiction International de la San Diego State University Press; se incluyó en mi colección Más allá no hay nada publicada por la UAM en 1996 y hoy reeditada en formato electrónico, y fue parte de la antología de Gerardo Horacio Porcayo Los mapas del caos de 1997. Apareció también en 2003 en la antología Cosmos Latinos: An Anthology of Science Fiction from Latin America and Spain.
DESTELLOS EN VIDRIO AZUL
Mauricio-José Schwarz


Mi jefe me miraba con la desaprobación que reserva para todo lo que lo rodea en la oficina de investigaciones. Se rumora que es un hombre amargado. Yo sé que no se trata de un rumor. Es estrictamente cierto.
         ─¿Cuánto más se va a tardar con esa investigación? ─gruñó. Su papada temblaba con cada palabra tirando de mi vista y distrayéndome.
         ─Sólo me falta interrogar al sospechoso. Mañana tendré los resultados ─prometí incómodamente. En el rostro de mi jefe aleteó lo más parecido a la satisfacción que él podía experimentar. Bajó los ojos a su escritorio y tomó unos papeles, mostrándome la perfectamente rapada cabeza. Era su forma de decir que podía irme.
         Ya en mi lugar, fingí revisar el expediente Contero. Al fin y al cabo, en cuanto hablara con el tipo podía redactar mis conclusiones en unos minutos. Y en el fólder de Contero ocultaba la nueva aventura de Jacknife Springs, el detective de las gafas azules, que ansiaba terminar de leer.
         Jacknife es el héroe clandestino de la oficina. Es lo que alguna vez todos aspiramos a ser, la idea original de nuestra labor. Sí, somos detectives privados, pero eso tiene un significado novedoso entre estas paredes. Los cuatro hombres bajo las órdenes del jefe lo sabemos amargamente, pero este es de los pocos trabajos a que podemos aspirar, y nadie se queja en voz alta. Nuestra protesta se expresa en las peripecias de Jacknife Springs. El rumor indica que el jefe también lo lee a escondidas, pero ése sí es sólo un rumor.
         Jack estaba metido en un lío de corrupción sindical, tema que nos resultaba cercano. Antes de sumergirme en su lectura, miré al escritorio de junto. Beni Ruiz estaba absorto en un expediente. Demasiado absorto: seguramente también vivía la aventura de Springs, que bajo mis ojos vigilaba en silencio la entrada a una fábrica de alimentos de los trabajadores cuyo líder había sido asesinado, caso que le había encargado la compañera de trabajo y cama del muerto: una asombrosa mujer de piel oscura, inteligencia ardiente, pechos espléndidos y ojos de cachorro asustado que no engañaban a Jacknife. Era una hembra dura. Física y emocionalmente. Quería a Jack para llegar al asesino, no para que se encargara de él. Ese era asunto de ella, y el detective de las gafas azules sabía bien que ella estaba preparada para hacerse cargo del capítulo castigos.
         La puerta de la oficina del jefe se abrió silenciosamente. El la aceita personalmente cada lunes: bisagras, pestillo, perilla. Eso, más los zapatos de suela de hule que usa, lo hacen difícil de detectar.
         Al menos eso cree.
         La mínima brisa a mis espaldas fue aviso suficiente. Con suavidad dí vuelta al papel y miré los datos familiares de Jacinto Contero. Después de un compás de espera, el jefe empezó a caminar hacia la cafetera.


Ante Jacinto Contero yo no me sentía colega de Jacknife Springs. Me sentía lo más lejos posible que puede estarse de un detective sin ser un criminal. El hombre ante mí parecía normal, excepto por la boca siempre abierta, algo torcida. De cuando en cuando, justo antes de babear, sorbía la saliva acumulada en la comisura de sus labios. Veintiséis años, buena habilidad manual, pocos problemas para comunicarse. Cuando alguien le hablaba, escuchaba con toda la concentración de un niño. A primera vista no tenía ningún problema, pero la fábrica siempre verifica a sus candidatos ante el peligro de una infiltración. Al principio no se habían preocupado y, claro, hubo un conato de huelga por parte de algunos que, materialmente, se pasaban de listos.
         Yo no sé si todas las demás fábricas tengan la misma política. Se dice que sí, que ya ninguna usa obreros normales, peligrosos. Se dice que antes eran todas como la fábrica en la que se desarrollaba el último cuento de Springs. Es el número dieciséis en la lista de los cien grandes rumores que nos alimentan. Afuera nadie lo sabe. Nuestro sueldo es garantía de ello. Rumor veintidós: nuestro sueldo está entre los más altos de todo el personal de confianza en el país.
         ─Jacinto Contero ─dije al fin. El hombre sonrió con satisfacción y asintió moviendo la cabeza en un amplio arco─. ¿Cuántos años tienes?
         ─Doce ─dijo liberando con alegría cada letra.
         ─Por favor pon tus manos sobre la mesa ─pedí. Sacó los puños del regazo donde los mantenía ocultos, cubriéndose los genitales en actitud defensiva. Las manos eran delicadas.
         ─¿Te cortas el pelo tú mismo? ─Negó con la cabeza.
         ¿Por qué nos tienen a nosotros si cuentan con trabajadores sociales y sicólogos? Porque podemos ver más allá, sacar conclusiones de multitud de detalles que por sí solos carecen de significado, pero que en conjunto son reveladores. Y también porque salimos a la calle, golpeamos el pavimento, hacemos guardias afuera de las casas de los sospechosos, planteamos preguntas incómodas a personas que no quieren contestar. Obtenemos datos a los que ningún sicólogo, ningún trabajador social podría acceder en las condiciones normales de su labor. Hacemos el trabajo sucio y eficaz.
         ─¿Te acuerdas de la doctora Fuentes? ─Asintió ruborizándose. Su doctora, que había estado a cargo de su terapia durante años, le gustaba y no podía ocultarlo─. ¿Te trataba bien?
         ─Sí. Mucho. ─Las palabras se desgranaban de su boca perezosamente.
         Miré a Jacinto Contero con intensidad. Puse en práctica todo mi entrenamiento, toda mi capacidad de observación. Cotejé mentalmente varios detalles aparentemente menores de su apariencia y actitud con lo que tenía anotado en el expediente. Todo confirmaba que era sólo un deficiente mental con suficiente rehabilitación como para trabajar en una línea de montaje. Para eso se habían establecido tantas organizaciones caritativas, gracias a las cuales las empresas deducían de sus impuestos las cada vez más generosas aportaciones que hacían y obtenían además obreros ideales, que no se aburrían, no se quejaban y recibían con agradecimiento el sueldo sin plantearse que podían tener derecho a más, que sus horizontes podrían ampliarse con conceptos originales como justicia, equidad y solidaridad. Sus escasas necesidades estaban cubiertas, y no cambiaban, no crecían, no pensaban de más. Eran la inversión ideal.
         Jacinto parecía una prueba viviente de las bondades del sistema. Y ciertamente nada lo delataba como un tipo normal que estuviera fingiéndose imbécil sólo para hacerse de un empleo medianamente decente.
         ─Es todo. Puedes irte ─dije lo más amablemente que pude.
         ─¿A dónde? ─preguntó él sin malicia.
         ─Vuelve afuera, el autobús los está esperando para llevarlos de regreso a la residencia ─le dije. Unos pocos viven en sus pequeños departamentos, pero casi todos se quedan para siempre en la residencia. Incluso buena parte de su sueldo va directamente a las arcas del lugar para pagar parte de su mantenimiento, alimentos y demás necesidades. Lo que conservan lo gastan en la tienda del lugar, o en las ocasionales salidas a parques de diversiones, cines o tiendas. Se conforman con poco y lo disfrutan mucho.


Conclusiones breves. La fábrica no tiene nada qué temer de Jacinto Contero. Es lo que parece, nada más. El jefe, casi sonriendo luego de leer mi informe, me encargó una nueva investigación. Algo extraño estaba ocurriendo con Marta Revilla, obrera de la división textiles. Alguien la vio con un libro al parecer muy por encima de su nivel. Fui con el expediente a mi escritorio y volví al mundo de Jack.
         En las páginas fotocopiadas, Jacknife Springs sostenía una sangrienta batalla a mano limpia contra el asesino a sueldo que había matado al líder sindical. Cuando el asesino arrancó las gafas azules del rostro oliváceo del detective, los genuinos iniciados supimos que la lucha estaba al terminar, que la furia de Springs se liberaría como el agua en una presa fracturada. Una página después, el asesino confesaba aterrado el nombre del autor intelectual del crimen, un joven jefe de personal demasiado celoso de su lugar en la fábrica de alimentos. Antes de partir, Jacknife lo roció con gasolina y le aventó una caja de cerillos. Yo, como todos los lectores habituales de Springs, supe que el asesino preferiría autoinmolarse antes de correr el riesgo de volver a verse reflejado en las gafas azules de Jack.
         En la oficina yo pensaba en mi hermano, ese Jacinto al que difícilmente podría ver de nuevo, ese muchacho vivaz que se había preparado desde muy joven para obtener un empleo y no terminar en las calles, al compás de la violencia angustiosa, entre el olor de las ratas asadas, con el miedo en los párpados y el aroma de los solventes usados como droga pegado para siempre a su anriz y paladar, buscando víctimas a las cuales quitarles sus carteras llenas de rectángulos de plástico, soñando con adivinar los cuatro dígitos de identificación de una tarjeta robada y resolver su vida en un cajero automático. Todos sabíamos que un empleo como el mío era para uno de cada diez mil. Yo tuve suerte. Si no, habría tenido que hacerme un disfraz como el de mi hermano. O vivir en la calle.
              Nadie mejor que yo para evaluar la simulación de Jacinto, que en realidad tiene otro nombre. Fui inflexible, él lo sabe. Sobrevivirá en la fábrica si no se descuida como parece haberlo hecho Marta Revilla.
         Sobre mi escritorio, el detective de las gafas azules se encargaba de servir de lazarillo a la justicia.
         Al levantar la mirada, pude ver que en la bolsa del saco de Beni Ruiz asomaban unas gafas azules, de las que se están poniendo de moda entre los lectores de Jacknife. Si el jefe llega a verlas, Beni tendrá problemas. Springs no es muy popular a ciertos niveles. Eso no es un rumor.
         He decidido rendirme a la curiosidad. Esta noche me compraré mis propias gafas azules.


México-Tenochtitlán, febrero de 1992-marzo de 1993

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"Destellos en vidrio azul" por Mauricio-José Schwarz Huerta está bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 Unported License.


2/19/11

The darkness in the head

Alguna vez Jacknife Springs, personaje de unos supuestos cuentos que leían los persnajes de mi relato "Destellos en vidrio azul", que será el siguiente en este blog, quiso ser algo más, un inspirador de otras barbaridades. Era un detective brutal, con esa irrealidad y libertad que da ser un personaje de un libro que ni siquiera existe. El caso es que después de que se publicó la traducción de ese cuento en Estados Unidos y otro cuento mío en una antología de Mary Higgins Clark, hubo coqueteos de una editorial estadounidense para que escribiera una serie de cuentos en inglés. El barco no llegó a buen puerto, pero alcanzó a levar anclas con un par de cuentos. Éste es uno de ellos. Nunca se publicó hasta hoy, se escribió en inglés y si alguien lo quiere traducir al español, bajo licencia CC, lo agradeceré siempre y cuando me avise. Un adolescente, con voces en la cabeza, una novia prostituta, una madre insensible y un asesino en serie. Y algo de Jacknife  Springs. 
THE DARKNESS IN THE HEAD
Mauricio-José Schwarz

I remember when I discovered death.
     You should remember it too, the time when you saw how living things petered out, stopped moving and someone explained they were dead. Death is only a fact of life after someone explains it to you. If people remained silent about it you might think that such a state was only a peculiar way of life.
     Darkness is another thing. You know darkness, and it's usually unwelcome. You don't need anyone to tell you about it.
From the unpublished memoirs
of Jacknife Springs
  
Simon was looking at his bloodied finger and thinking about rock and roll, hate and monsters. Given enough blood, no one could tell his finger from that of any other kid in the neighborhood, black, latino, asian or white. Bloody fingers could be quite unprejudiced.
     He sucked on the finger and turned up the volume on the stereo.
     Given enough rock and roll he might be able to even forget about the blood.
     And the monsters.


Whenever Lillian came into their conversation, mother never failed to point out she was a whore. It was mother who actually brought Lillian as a recurrent topic in almost every conversation she had with her son.
     Yes, Lillian was a whore. The word accurately described the tanned, girlish woman. It was not an insult, but a definition. Lillian went to bed with men for money, hard cash she used for her college tuition, her rent, her car payments and the slow buildup of a trust fund for the home she dreamed she might once have.
     Maybe even with Simon.
     She was a whore with the same ease with which other girls were burguer pushers at fast food joints or cashiers in a failing department store. And Lillian also had a job security other girls could never dream of. She was her own boss, managed her time with absolute freedom and had safety down to near-perfection. Safety involved avoiding drugs, Aids, pimps and other givens of the trade which ensured most girls never left the hooking they had originally undertaken only for a short while, just to get enough money for this and that, only for kicks, only for whatever they understood as love for a guy bent on exploitation, only for a fix, until a day in the life became their daily, unavoidable life.
     And since Lillian was actually a whore, Simon never tried to argue the point with his mother. That drove her mad.
     "She's a whore!"
     "Right", he would say and calmly tried to steer the conversation back in track.
     He always failed.


Silvery flakes falling inside his head.
     He always wished it were Winter, especially when the Summer heat became a hammer that struck his head like Vulcan working on his anvil, incessantly, unavoidably. You could never run away from Summer. The heat made him angry, sweat made him uncomfortable and self‑conscious. His hand hurt, reminding him of a blow he had stricken three, maybe four months back.
     He had been hit back.
     The police said they were looking for a forty-year old man with thick glasses who might --just might-- be involved in the killings of three or four other hookers.


Monsters were not in rock and roll, no matter what small-town sheriffs with beer bellies and frigid wives liked to say when the TV cameras crossed their paths and asked about satanic cults. Simon knew monsters were inside the heads of people. They had been born there, their embryos planted by everyone around, bred carefully, fed through offhand comments, through the papers, through the voice of the teachers and all kinds of leaders.
     Monsters learned how to roam inside the heads of people, to reach all but the best defended places.
     They enjoyed attacking Simon by whispering, yelling and talking about his mother, and about Lillian.
     "You know it's not right," they said. "Lillian is a hooker. She's gonna kill you in the end. A ruptured condom and she's got Aids, and then you get it and you all die."
     The monsters also said worse things. And when Simon had his guard down, the monsters managed to make a whole area of his life smell like fresh, sick feces.
     "Your mom's right. Imagine Lillian laying under a customer, sighing, yelling, asking for more... is she acting?"
     "Is she acting when she's with you?"
     Simon had a lot of defenses, but the monsters were many, strong and full of strange abilities.


Simon had been Lillian's lover for more than a year, and Mother's attacks had become tiresome. Both knew they were useless, but she couldn't stop and he had learned how to ignore her.
     Then, in a moment of almost mystical illumination, mother managed to touch upon a new angle.
     "Sure, you couldn't care less... you've become a pimp," she said. "I wonder how much money she gives you..."
     All of a sudden Simon's right hand wasn't his anymore. It fired on its own like a defective handgun and struck his mother's mouth. She didn't bleed. She just stared at him.
     For a moment Simon tried hard to feel guilty. He couldn't. His conscience was unavailable. He just knew she had it coming --and for a long, long time. It was almost a miracle that no one, in the almost half century his mother had been alive, had done exactly what he had. It might not be something to feel proud about, but it sure felt good.
     Mother continued to stare at him.
     A barrier had been broken, the dam had given way. Nothing would ever be the same again.
     Mother began to stare past him. He had ceased to be. Her mouth trembled. It would soon be sore and swollen.
     He turned around and left the apartment. For good.


Lillian was dead. Darkness had fallen.
     Summer brought the stench of people, the persistent heat left Simon almost defenseless, walking through the scorching city, sweating, unable to even think where to go. His apartment was sweltering... no air conditioning here, we're just surviving on our own working in a second-rate lighting and sound company. Lillian´s place was full of her.
     Lillian was dead. Strangled, beaten. A slow death, the son of a bitch who climbed in the coroner's car said calmly. They called Simon on time so he managed to reach the hotel when the ambulance was leaving with Lillian's body. His last glimpse of her was a gray plastic bag with no shape at all.
     They asked a lot of questions. Harsh, accusing, relentless questions. They sounded very much like mom. The monsters awoke, hungry.
     Lillian was dead. He wasn't quite alive.


Even the monsters wouldn't agree about this.
     They spoke, interrupting each other gleefully, fueled by the hot sun and Lillian's blood.
     "She had it coming, you know. Weirdos kill whores, wierdos kill hookers, weirdos kill strumpets, weirdos kill..."
     "You can make good, ask mom for her forgiveness."
     "It's your fault, you could have stopped her. But it was so chic, so alternative, so veeeeery liberal to be the lover of a hooker and pretend everything was so normal and pretty..."
     "Mom was right..."
     "You knew it when people saw you in a restaurant and their eyes betrayed that they knew who Lillian was. Customers, maybe. You enjoyed it..."
     "It was Mom." A cruel whisper.
     Simon gasped for air. The monster was quite pleased. He'd touched a nerve.
     "Mom killed her."
     The monster kept on working on that nerve, enjoying the pain and the anger.
     "Oh, yeah, she did. For sure".


Rock and roll was a cry that drowned out the monsters most of the time. A fantasyland of what could be. Rosy colors even in the darkest heavy metal scene. No matter how awful, all the kids with the guitars and the drums were basically certain that there was a future. Simon tried hard to look past today but all he could see in tomorrow and onwards was a black nothingness.
     Simon and rock and roll didn't agree about the future anymore. They had, surely, in the past. But at least the music still kept the monsters at bay.
     After Lillian's death, he spent a lot of time listening to music, his back turned against the bed where he and Lillian had been one.
     Simon listened until his sound equipment gave up on him and died.
     The silent silver of the discs overwhelmed him. Monsters began to throw their reflections at him using the polished surfaces where music was now hidden, locked away with no key, no CD player to bring it back alive.
     The monsters showed him silvery blood for the silvery flakes in his head.


Mom had taken so long.
     He wasn't even trying to be cruel. He didn't enjoy her pain, her sweat, her blood. He just wanted to know for sure... he wanted her to admit she had killed Lillian.
     Mom said it was a logical progression. First her son had run away from her side and teachings. Then he beat her just as if they were animals living deep in the inner city with the pimps, the junkies and the hookers. Then it was time for him to kill her slowly. That was what whores had their pimps do for them, Mom said. Lillian still had Simon on her payroll, even after her death.
     Simon did not even listen. He just repeated what the monster had suggested in a whisper, but as a question.
     "Did you do it, mom? Why did you do it?"
     It was clear for Simon. Mom had given up on his rescue. She had become the kind of person who could employ someone for the ghastly job Lillian had suffered. Darkness had overtaken his mother and Lillian had died. And rock and roll couldn't save her anymore. He was here now, back in her apartment, demanding payment.
     Mom insisted she didn't do it until it was too late. Her crumpled, pained body was stopping like a motor running on empty. Her blood was leaving her.
     Then she smiled horribly. She lifted her head with her last drop of strength and looked at Simon. She had despised him, perhaps, but never before, even through the long hours he worked slowly on her with the pliers and the screwdrivers and the electric cable, demanding an answer right through her pain and blood, had she looked at him with hatred.
     Now she did. Hatred cold and silvery. Winter hate.
     The monsters were pleased.
     She hated him utterly for a few seconds. Simon trembled visibly.
     "Yes, I did it. And I'm glad," she said. Then she tried to laugh, but her cackle became a cough and a last rasping breath.
     She collapsed.
     The monsters became wildly jubilant.


Simon washed and changed numbly into the clothes he always had at Mom's house.
     He went home, gnawing on his finger, and on the way bought a small stereo equipment. The monsters had to be stopped.
     He found himself listening, trying to forget, looking at his bloodied finger. He continued gnawing, thinking about forgetting the blood and the monsters.
     Before drowning in the music, one of the monsters spoke softly, jesting:
     "She lied to you."
     And Simon knew it was true. Mom had lied.
     That was the worst part.
     He turned the volume up, up, up...



Mexico City, July 1994

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