11/30/09

Dame

Éste cuento es una mezcla de géneros. Hay gente que espera que un escritor que le gusta escriba siempre el mismo cuento o el mismo libro, en el mismo género, repitiéndose sin cesar. Yo prefiero tocar distintas bases, escribir relatos distintos o canciones o hacer fotos, es decir, no limitar mis ansias creativas. Aquí acabé escribiendo un cuento de amor de vampiros justificados científicamente con una trama policiaca. Las cadencias literarias y de desarrollo de la historia me gustaron especialmente al terminarlo. Sólo se ha publicado en la colección de cuentos Más allá no hay nada que publicó la Universidad Autónoma Metropolitana y que se acaba de reeditar en formato electrónico.


DAME
Mauricio-José Schwarz


Dame un pie, dame una mano, dame la sangre de los ángeles caídos y el humo de la basura incendiada que enrojece el atardecer. Dame las cuatro palabras que son la llave del lecho de las mulatas, dame la furia destilada de los niños que aprenden a odiar de madrugada. Dame los mensajes secretos de los periódicos de ayer y el lamento de los perros bajo la lluvia.
—¿En qué piensas? —preguntó Jasmín.
     Azrael se encogió de hombros. La ciudad era una mancha negra alrededor de los dos, pespunteada por los faroles, la mayoría tuertos de su único ojo, inútiles. Parecía que estaba a punto de llover. El aire se sentía húmedo y gris, pero el cielo sin nubes mostraba sus estrellas y su ausencia de luna.
     Caminaron hasta la avenida donde casi todos los faroles funcionaban, donde los automóviles daban la impresión de que había menos soledad que en las sucias calles transversales.
     —Yo creo que ya no vamos a poder vernos —dijo Azrael mirando cómo se hacían pequeñas las luces rojas de los autos que se alejaban.
     —¿Por qué? —preguntó Jasmín. Más que dolida, su expresión la mostraba sorprendida.
     —Te hablo luego para platicar, o te escribo una carta.
     —¿Hasta aquí llegamos, entonces?
     —No sé. De momento sí. De momento... cuídate mucho.
     Azrael le dio un beso en la frente y empezó a caminar en sentido contrario a la casa de Jasmín, en donde esa noche ella empezaría a reaprender la soledad.
     A lo lejos sonaba algún disparo, el disminuido eco de un grito, un silbato, el ronco escape de un autobús pero, sobre todo y entre todo, se escuchaban las sirenas que eran ya parte de la noche, los lobos mecanizados de la ciudad que aullaban hasta que el sol volviera.
Dame las uñas y los papeles que queman los poetas adolescentes en arrebatos purísimos. Dame las costras de las heridas que nadie recuerda cómo dolieron. Dame el brillo de las espuelas de plata que traía puestas mi abuelo cuando le metieron tres tiros por la espalda en un pueblo sin nombre. Dame la ofrenda de la música vieja.
 Frente al espejo, Azrael se hallaba cada vez menos tolerable. No por la nariz rota en algún momento impreciso del pasado ni por las anchas pinceladas azulosas que palpitaban bajo sus ojos como testigos de su angustia, sino por sus propios ojos. Le daba miedo la mirada que rebotaba en el delgado tesoro plateado del vidrio. Era una mirada que no podía ser cruel pero a cambio mostraba desconcierto, temor animal. Era una mirada que sólo llegaba hasta hoy, que no podía estirarse hacia el futuro pero que tampoco encontraba ancla en el pasado, razón para la ropa negra de Azrael, su descuidada palidez y los largos dedos con los que se tocaba la frente.
     Azrael se alejó del espejo sin pensar en Jasmín. Siguiendo un ritual esporádico abrió la caja que contenía las señas del pasado oculto: el peine seguramente ajeno que su cabello ferozmente rizado no le permitía usar, el guante de carnaza con el anverso brilloso y gris, resultado de un largo uso; el anillo dorado, la agenda casi en blanco, con un solo número telefónico escrito en una fecha diez años atrás; el pañuelo azul, las gafas oscuras, el arete que quizá si era suyo porque Azrael llevaba perforada la oreja izquierda.
     Extendidos sobre la estrecha cama, los objetos no parecían siquiera un rompecabezas. Alguno, acaso, tenía significado, pero no sabía cuál. La reconstrucción de su pasado le resultaba ajena aún cuando él lo aceptara. Todos los datos, todas las entrevistas, todos los documentos, probaban más allá de la duda que él era Azrael. No había en el universo poder bastante para crear un complot tan elaborado con el único fin de engañarlo. La historia que le habían contado acerca de sí mismo era, sin duda, la que todos conocían. Pero de nada le servía saber el nombre de los que habían sido sus amigos, los nombres y números de las calles donde había vivido, la lista de libros que había leído. Esa era la historia de Azrael por fuera, no tenía sentido si él no recordaba aquello que los demás, los otros, sus familiares y amigos, sus novias y compañeros, sus fotógrafos y sus maestros no conocían. A la historia contada correspondía otra que le resultaba una extraña, la memoria de las sonrisas, del sabor de las bocas de sus mujeres, el cosquilleo de la furia, la relación de lo que había pasado dentro de Azrael antes de que amaneciera en una cama de hospital, preñado de atroces dolores de quemaduras en buena parte del cuerpo.
     Con el tiempo había olvidado el dolor de esas semanas. Y los médicos insistían que todo lo demás lo había olvidado porque quería, en un acto de voluntad inconsciente, que podría recordar cuando lo deseara, que la amnesia de los cuentos no se había escapado para aposentarse en la realidad de Azrael.
     Los objetos lo esperaban pacientemente. Lo habían esperado siete años. No parecían tener prisa.
Dame los lirios que mastican con amargura los que tienen hambre junto al lago muerto. Dame axiomas y ecuaciones para poner en orden las palabras. Dame los relámpagos para dibujar la silueta de los buques que navegan de noche. Dame los laberintos que forman las uñas de las ratas cuando corren por los jardines. Dame la saliva de los desahuciados y el estremecimiento de las muchachas ante la primera caricia sobre sus senos.
La primera señal fue un escaparate abandonado. El animal de los recuerdos que dormía dentro de Azrael se agitó de modo apenas perceptible, como si se acomodara para seguir soñando su olvido. El cristal percudido y estrellado detrás de la cortina de acero dejaba ver los restos mortales del esfuerzo del último aparadorista, confeti regado sobre las superficies vacías, serpentinas como telarañas de colores, los cadáveres de globos desinflados colgando de un hilo polvoriento. Una fiesta que había terminado tiempo atrás y de la que todos se habían retirado sin hacer la limpieza.
     Azrael se alejó unos pasos y vio que el aparador había sido parte de una tienda de ropa para niños.
     No entendió lo que el aparador le sugería, pero al menos pudo identificarlo como un mensaje, el primero que llegaba desde su pasado.
Dame a los contadores de cuentos para narrar la desgracia de una raza. Dame el olvido que es la negrura que nos protege a todos. Dame la cólera de las palomas y los besos de los maniquís. Dame los lunes la sed de cada sábado y una gota de veneno en el café. Dame el silencio profundo del ámbar que cuelga en cadenas de los cuellos de las amantes notables.
La muerte de Azrael se llamaba Livia y tenía la venganza del color de la sangre como una chispa ardiendo detrás de sus ojos.
     Todo estaba olvidado para todos. Ella lo comprobaba cuando verificaba que el pasado había sido borrado de los diarios y de los archivos documentales de los tribunales. En lo que a Livia le parecía un esfuerzo monumental de los jueces, los acontecimientos del pasado doliente estaban también ausentes de los recuerdos, de la memoria, de las acciones de quienes la rodeaban.
     Semanas, meses había pasado Livia intentando obtener alguna reacción de los hombres y mujeres que la habían acompañado en la lenta tarea de identificar, enterrar y honrar los restos de Homero. Ni el nombre con su sonido antiguo de bronce, ni los detalles de la breve vida de la víctima, evocaban en los interlocutores de Livia más que una mirada vacía. No sabían, estaban seguros, de qué hablaba ella cuando mencionaba al bebé, su carne desgarrada, su sangre en la tierra, su dolor más grande que el cuerpecito destrozado. Tampoco parecían reconocer el nombre antiguo de Azrael, ni el turbulento juicio. Al condenar la memoria de Azrael y su sangriento delito, el tribunal había condenado también a todos al olvido, al silencio, para que nadie tuviera ya presente lo acontecido, ni siquiera Livia. Pero ella había hecho un esfuerzo por recordar, pasando por un proceso intenso para rescatar, recrear su pasado.
     Livia recordaba. Y al recordar, minuciosamente había reconstruido los acontecimientos, desde la desaparición y muerte de Homero hasta los pasos que había seguido Azrael después de cumplida la condena del olvido. La memorias habían adquirido un sentido peculiar, parecían más definidas, más vívidas que la propia realidad que la rodeaba.
     A Livia no le importaba que Azrael no supiera lo que era, lo que había sido. Ni siquiera le importaba que hoy Azrael sin titubear hallaría repugnante la idea de tomar a un niño de pocos meses y llevarlo a un claro apartado en el bosque para morder su blanca carne casi nueva, segar su pequeña vida de una dentellada y beber su sangre con gruñidos obscenos. Le dolía que Azrael, por ser lo que era, la hubiera condenado a la soledad y al olvido. Que el hambre brutal del monstruo que nadie quería llamar monstruo obligara a que los médicos y los jueces borraran las memorias de todos como quien pasa un trapo húmedo sobre un pizarrón en el cual hubiese estado escrita una parte de la historia personal de los involucrados, que era al fin y al cabo un trozo de la memoria colectiva.
     Pero ahora Livia sabía lo que Azrael había hecho. La memoria del vampiro la acompañaba día tras día. Homero se había ido, Livia no podría tener más hijos y Azrael tenía otra oportunidad inventada por los tribunales que buscaban hallar orden y redención en un mundo que había descubierto a los vampiros y, luego de fracasar en su intento por eliminarlos, luchaba por curarlos mediante el olvido colectivo y el perdón obligatorio.
     La justicia ya no importaba.
     Livia había decidido el día de su cobranza a la deuda de sangre, el aniversario que al fin había llegado. Sólo esperaba, agazapada, el momento para hacer efectiva la sentencia que había dictado contra Azrael.
Dame la tenacidad de la araña al saltar sobre su presa. Dame el filo cortante de los sables. Dame las mentiras que preceden al amanecer y dejan un frío metálico en la boca. Dame la caprichosa amargura del veneno. Dame la brisa de las cascadas en la noche. Dame los cuentos que relatan los inquisidores en el infierno y el terciopelo de los muslos de las adolescentes.
Azrael corrió de vuelta a su departamento como un animal que se apresurara a entrar a su cueva, seguido de cerca por un predador eficiente y afilado. Los recuerdos lo amenazaban sin materializarse, fantasmas adentro de su cabeza. Ni siquiera vio a la pálida mujer de gafas y ropas y cabellos negros que esperaba en el vestíbulo.
     Subió las escaleras y entró atropelladamente a su departamento para abrir con urgencia la caja del pasado y arrojar su contenido sobre la cama. Nada, sin embargo, parecía conectarse en su mente con el escaparate viejo. El peine no podía ordenar las serpentinas de papel. El guante de carnaza y los globos de colores carecían de terreno compartido. Nada en la agenda hablaba de niños, de ropa, de comercio.
     Lo habían hecho olvidar. Era natural. Tenían el poder para que la gente olvidara muchas cosas, todas ellas relacionadas con vampiros. Pero el olvido de Azrael era tan minucioso, tan alejado del trabajo de los encargados del control de los vampiros, que lo helaba. El miedo los había cubierto. Nadie sabía ni podía saber si era un vampiro o había sido la víctima de alguno. El olvido era la cura, para evitar la pena que antes había tomado la forma de una estaca tosca reventando un corazón rebosante de sangre ajena. Olvido para la víctima y el victimario. Olvido para los amigos y los enemigos. Memoria sólo para unos cuantos jueces y burócratas que llevaban, en algún lugar, la contabilidad macabra de un mundo que buscaba convivir con los vampiros y que, al pagar el alto precio del olvido, se evitaba el peligro de otros precios mucho más dolorosos, más sangrientos, de muerte sobre muerte y odio multiplicado.
     Pero, de cuando en cuando, los vampiros recordaban, sus víctimas recordaban, el remordimiento y el deseo de venganza renacían encadenados y se convertían en un nuevo peligro, otro posible eslabón de la cadena de sangre más amenazante ahora, cuando la epidemia había convertido en vampiro a uno de cada cien.
     Azrael recordaba los ojos abiertos de un niño, los colores de una ropa delicadamente infantil, los sonidos de una fiesta lejana y distorsionada, la sangre. Y con el recuerdo sobrevenía el miedo. El miedo personal que, de multiplicarse, podría ahogar a su mundo y desatar una espiral interminable.
Dame lo que tengo, lo que no puedo tener. Dame la sonrisa de las momias. Dame vida a cambio de mi muerte. Dame lo que no puedo quitarte. Dame las carreteras húmedas que tejen los caracoles en sus viajes nocturnos. Dame las negras alas de las palomillas revoloteando en espasmos. Dame de cenar un cáncer colectivo. Dame las armas para crear tu destrucción. Dame el temblor de unos labios pálidos a la luz de la luna.
Livia esperó. Había aprendido a esperar. Había practicado hora tras hora, semana tras semana. La impaciencia se había vuelto una desconocida. Dejó pasar el tiempo, ocupada en contrapuntear en su cabeza las imágenes que había rescatado para su memoria y las que se imaginaba que podría crear al concluir la cacería de Azrael, la mirada del asesino, acaso comprendiendo, recordando en los últimos instantes, por qué no merecía un futuro si le había arrancado el suyo a Homero.
     Y esta cuenta no se cobraba con estacas, sino con una pistola para destrozarle el corazón al vampiro y una sierra para separar la cabeza del cuerpo y causar espanto nuevo a los jueces que decretaban el olvido de los demás. Pero el arma principal era la palabra, para que Azrael recordara antes de morir, para que no se concibiera como inocente víctima.
     El tiempo de esperar se agotó. Livia subió las escaleras.
     Azrael abrió la puerta. Vio primero los ojos de la mujer, y eran tan fríos y vacíos que competían con el cañón de la pistola que sostenía insegura.
     -¡Camina para atrás! -gritó Livia.
     Azrael retrocedió. Su miedo se multiplicaba ante la perspectiva de morir sin haber recordado. El odio en los ojos de la mujer era una declaración formal y una condena.
     -No dispare, no dispare -pidió Azrael levantando las manos y de inmediato se dio cuenta de que cualquier súplica era inútil.
     -Tú estás vivo y Homero no -declaró la mujer.
     -¿Quién es usted?
     -La madre de Homero.
     El nombre no significaba nada para Azrael, pero las mejillas de la mujer de pronto se aparecían como una palabra cuyo significado hubiera conocido muchos años atrás, en un lugar menos frío, en una vida menos sórdida.
     -No recuerdas nada, ¿verdad? -preguntó Livia-. ¡No bajes las manos!
     -No recuerdo nada. Si esto tiene que ver con lo que no recuerdo...
     -¿Cómo sé que no mientes, que no has pasado estos años burlándote en secreto de haber logrado seguir vivo después de matar a mi hijo? -aulló Livia.
     Azrael la miró intensamente, sorprendido y dolido. Su gesto de sorpresa fue tan genuino que Livia hizo una pausa en su furia.
     -¿Yo maté a un niño?
     -¡A un bebé! -gritó Livia saliendo de su inercia-. Un bebé de menos de un año de edad. ¿Te sació la sed?
     -No lo recuerdo. No pude...
     -Pues recuérdalo, porque vas a pagar.
     Azrael se sumió un momento en su desesperación. Si éste era el pasado que había estado intentando recuperar, qué vacía había sido su búsqueda, sus noches de diálogos con Jasmín, su andar por las calles. Si él era un vampiro, tendría que estar de acuerdo con Livia, aceptar su destino como una bendición, como una liberación, según lo relataban las novelas de vampiros. Pero para hacerlo tenía que encontrar el remordimiento.
     -Tenía diez meses. Estaba en la cuna -empezó a recitar Livia y el cañón del revólver se balanceaba al ritmo de su voz, ronca pero aterciopelada aún en su furia-. Era de noche. Entraste saltando por la ventana, ágilmente. Quizá te apoyaste en un banco o en un bote de basura para alcanzar el segundo piso de mi casa. Tomaste a Homero y sin dejarlo siquiera llorar, tapándole la boquita con una mano, saltaste al jardín y te perdiste entre los abedules, corriste al campo de golf y al sentirte a salvo lo atacaste. Lo atacaste aunque era pequeño, aunque no podía defenderse, aunque no podía en realidad satisfacer toda tu hambre. Lo atacaste porque es tu instinto criminal, por ver la sangre, por sentirla, como un adicto busca la droga. No era un niño para ti. Era sólo un contenedor de sangre. A tus ojos no tenía futuro, no tenía padres, nadie lo quería. Mordiste...
     Azrael dejó escapar un grito que sonó como el aulido de un lobo negro. Livia sintió que estaba finalmente evocando en él el recuerdo que limpiaría la acción de ella. Sintió una satisfacción putrefacta. El hombre tenía cerrados los ojos, su conciencia se doblaba sobre sí misma, autista repentina, buscando la memoria.
     Azrael abrió los ojos y los fijó en Livia, en la línea de su negro cabello, en las cejas finas.
     -¡No! -dijo con firmeza.
     -No puedes negarlo. Acuérdate. Acuérdate del cuerpo sin vida de mi hijo, de cómo lo dejaste descuidadamente al pie de un árbol, de cómo caminaste satisfecho mirando la luna llena.
     -No era noche de luna -dijo Azrael sin inflexión, sin darse cuenta siquiera de lo que decía.
     Miró a Livia, su odio resublimado. Se detuvo en las aletas de su nariz, que latían rítmicamente. Subió hacia sus ojos, paseó por las orejas de la mujer, semiocultas bajo el cabello de ala de cuervo. En la izquierda llevaba una arracada y en la derecha apenas un broquel en forma de estrella.
     Los ojos de Azrael se dispararon un instante hacia los objetos del pasado que yacían sobre su cama, junto a la caja de madera. Los ojos de Livia lo siguieron y vieron el arete, compañero del que ella llevaba, la segunda estrella de un sistema estelar olvidado.
     -No era noche de luna -dijo Livia.
     -No -le hizo eco Azrael. Cuando ella volvió a mirarlo, era Azrael quien mostraba un odio poderoso, a punto de estallar-. Era luna nueva.
     -¡Dios mío! -el revólver en la mano de Livia tembló voceando por primera vez una duda.
     -Habíamos ido a comprar ropa para Homero cuando sufriste la crisis. Primero tuviste un ataque de fotofobia, pero ya los habías tenido antes. Compraste unas gafas negras para tolerar la luz del sol mientras hacíamos las compras. De regreso a casa, sacaste los guantes de carnaza que tenía en el auto y prácticamente destrozaste uno de ellos a mordidas, como un animal. No quisiste hablar conmigo. Llamaste a alguien, no sé quién, al único teléfono que tenías en tu agenda. Te tranquilizaste un poco y te quedaste horas encerrada en la recámara, peinándote el cabello. Lo hacías siempre que estabas nerviosa. Lo tenías más largo entonces. Siempre fue el objeto de tu vanidad -Una vez abierta la compuerta de los recuerdos, Azrael los enunciaba como si estuvieran vivos, como si en vez de pertenecer al pasado fueran la narración del presente.
     Livia había bajado el arma. Lo miraba incrédula. Sus facciones se habían tensado como si estuviesen marcándola a fuego y ella hiciera su máximo esfuerzo para no gritar de dolor.
     -Pero seguías inquieta. Me hiciste una escena de celos por ese viejo pañuelo azul que asegurabas pertenecía a alguna de mis amantes -continuó Azrael- y te encerraste con Homero en su recámara. Pasaron las horas. Finalmente, desesperado, forcé la puerta. No estaban él ni tú. En la cuna dejaste el anillo de bodas y pensé que sencillamente me habías abandonado llevándote a nuestro hijo. Dos días de angustia, buscándote, hablando con tu familia, con tus amigas, hasta que me avisaron que habían encontrado el cuerpo de Homero en el campo de golf.
     Livia levantó el arma y disparó conta Azrael. No era ya una venganza, buscaba solamente su silencio, volver al mundo en el que ella era la víctima, no la victimaria, la mano justiciera, no la mano asesina. Azrael cayó sobre la cama, el brazo derecho roto limpiamente por la bala. Giró, cayó al suelo y comenzó a incorporarse de nuevo.
     -Te encontraron una semana después, en el cementerio -siguió diciendo Azrael apenas parapetado en la cama-. Llevabas todavía en la blusa manchas de la sangre de Homero. Nadie había imaginado nunca que tú fueras... Luego nos llevaron a todos al olvido para rehabilitarte. Y tú, ¿qué hiciste? Inventaste recuerdos que te justificaban... preferiste creer que yo era el vampiro...
     Livia volvió el revólver hacia su rostro. Mordió el cañón, tiró del gatillo. 
Dame el hollín de las hogueras donde mueren los olvidados. Dame la oración que deja la celda de la memoria cerrada y más que cerrada para tranquilidad de todos, que yo soy el juez, el reo, la cárcel, el custodio y el alcaide. Dame la poesía que arrulla a los vampiros para que ya no necesite más nada. Dame la memoria.
Azrael se desplomó. Tranquilo por vez primera se dejó llevar por la inconsciencia. Quizá al volver, lleno de sus recuerdos, Jasmín lo estaría esperando.


México-Tenochtitlán
Mayo 1995 - febrero 1996.

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